VOLVÍ POR USTEDES

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO Les voy a contar un cuento. Hace 20 años lo conocí; alto, rubio, ojiclaro, sensible, sincero e intrépido. Desbordante en imaginación a la hora de jugar. Increíblemente rápido en las rectas y no tan ágil en los zigzagueos; ese título me correspondía a mí. Era el hijo de una muchacha del servicio de un barrio que colindaba con el mío. Éramos muy amigos, los mejores. Su historia, hasta donde recuerdo, era la de un niño que vivía en la casa de una señora a la que su madre le servía. Dormía junto a ella en una habitación muy pero muy pequeña, casi toda llena de stickers de jugadores de fútbol. Uno de ellos, por encima de los demás, se robaba el aliento de su madre Raquel. Se trataba de Gabriel Omar Batistuta. Aún la recuerdo suspirando por él, mientras nos regañaba por algo -era su deporte favorito, ¡REGAÑAR!-. Juan Carlos, el niño del que les hablo, fue muy afortunado, ya que la dueña de la casa, la señora Laritza, una mujer de avanzada edad, le cogió mucho cariño, tratándolo como al nieto que aún no tenía. Le pagaba la pensión en un colegio cerca a la casa, y si no era así y tú, mi querida Raquel, estás leyendo esto con rabia por el no reconocimiento de tu esfuerzo realizado, por favor abstente de regañarme. O doña Laritza o tú, el caso es que el chino estudiaba. Juan Carlos era un consentido. Tenía muchísimos juguetes. Dinosaurios como pa donar a Jurassic Park, todos los personajes de Dragon Ball Z, MicroMachines, Las Tortugas Ninja, Los ThunderCats y, para rematar, el Play Station1, que en ese entonces estaba recién salido del horno. (Comentario repentino). Antes de que le compraran el Play, íbamos juntos, saltando como guerreros samurai, hasta el barrio Álvarez. Allí, en una sala llena de televisores y consolas, liberábamos sinfín de endorfinas frente a las pantallas. Nos cobraban 500 pesos la media hora y 1.000 la hora de Medalla de Honor, Dino Crisis, Winnin Eleven y otros juegos más. Pocos meses después, mi mamá llegó de Estados Unidos con un Play para mí y mis hermanos, y ahí, obviamente, como buen amigo que era, se lo comencé a alquilar a un mejor precio: 400 la media hora y 800 la hora. Eran tiempos hermosos. Jugábamos con todo. Nuestra imaginación no tenía límites. Hacíamos de un palo, una espada legendaria envuelta en llamas. De un pedazo de madera, un escudo irrompible. Volábamos, saltábamos, gritábamos y personificábamos a cuanto héroe o villano se nos ocurría. Siempre quisimos construir una casa en el árbol; pero no, nunca nos dio la ingeniería. Siempre terminábamos haciéndola en el suelo, con palos, cemento y banderas políticas que sobraban de las batallas electorales de mi padre. Quizás esa era la razón por la que la policía siempre nos las acababa tumbando. “Esto parece una invasión”, alegaban algunos adultos de la cuadra que, preocupados por la estética del lugar, apagaban nuestra infantil y avanzada diversión. Y digo avanzada porque ya era una casa con cemento y sonido. Utilizábamos un discman y unos parlantes de computador para musicalizar el inmueble, y bolsas de cemento, que alguno se sacaba de la casa, para envolver las cimientes de la obra. A una de esas señoras, en venganza por su denuncia policiaca, le mandamos un bandido -como de 6 años-, con macheta en mano, a que le cortara un papayo que tenía en el jardín del frente. Lo que no sabíamos, era que la señora, pobrísima en relaciones humano a humano, tenía como única compañía al inofensivo árbol. Motivo por el cual Emilio, el menor cuya mano empuñó el arma homicida, acabó en un calabozo del barrio -o sea en su cuarto-. Juan Carlos y yo nos negábamos a crecer. Algunos de la cuadra ya comenzaban a mostrar síntomas de preadolescencia crónica, pero nosotros, sobre todo nosotros dos, nos absteníamos rotundamente al hecho de no seguir imaginando. “¿O sea que ya no vamos a jugar? ¿Entonces qué? ¿Vamos a sentarnos a hablar? ¿Hablar de quién? ¿De esa vieja? ¡Nah! Mucho desparche malo”. Era una lucha contra el tiempo, contra los Backstreet Boys, Cristina Aguilera y Britney Spears. MTV tomaba ventaja con su programación de nuevo milenio, y las calles, poco a poco, perdían su romántico terreno. Uno puede ver la calle de dos maneras: como una calle normal, por la que pasan automotores y personas, o como una cancha de fútbol/Campo de batalla/ autopista de carritos de Hotwheels/ Imperio Romano, Bárbaro o Mongol/ así sucesivamente, según le dé el cacumen. El tiempo se nos agotaba, y las maldades adolescentes de los mayores se comenzaban a infiltrar en nuestras filas. Un día, con exactamente 10 años -lo recuerdo a la perfección porque la película que íbamos a ver era “Pokemon 2000”-, iba caminando junto a mi hermano y mi mamá hacia el cinema de Cabecera, en Bucaramanga. De repente, casi en el límite del barrio, me encontré con mi pandilla. No teníamos nombre ni nada de eso. Tan raro. Pero bueno, me los encontré. “Hola, doña Patricia”, saludaron al unísono. “Hola, mis amores”, les respondió mi madre sin detener su marcha. Mientras continuaba, con mi hermano de la mano, Juan Carlos me hizo un guiñó con el ojo, como a quien le urge contar algo. Giré la cabeza en dirección hacia mi familia y me percaté de que ya me estaban dejando atrás, entonces me les acerqué. “¿Qué pasó “, les pregunté susurrante. “Hay una vaina que le tenemos que mostrar”, dijeron unos. “Mañana me la muestran”, les respondí. “Mi mamá me va a dejar y no me quiero perder Pokemon; me contaron que de pronto matan a Ash”. Diego, otro de la pandilla, frunció el ceño e insistió. “Mano,Tatán, en serio tiene que ver esto. Después se ve Pokemon”. Lo pensé, lo volví a pensar y ¡CHAZ! Le grité a mi mamá: “¡Mamá!, yo me quedo con mis amigos. Vayan ustedes y yo me la veo
LOS DIABLOS SÍ EXISTEN

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO El misticismo de un inocente Una noche, con sólo cinco años, llegó a mis manos un ejemplar del periódico El Tiempo en el que sobresalía una noticia sobre el diablo. “Sí, el tipo es bien plantado, anda de negro, mide dos metros y tiene pezuñas. Es el diablo… el diablo“, dice el artículo publicado el 27 de abril de 1996. Tenía impresa una imagen de Lucifer; rojo él, con cuernos y ojos que daban la impresión de querer salir del papel. Apenas logré echar un vistazo a las columnas del texto, antes de que mi madre –ferviente evangélica– me lo arrebatara de las manos afirmando que no podía ver esas cosas y luego lo incinerara en una caneca metálica que reposaba en un rincón de su habitación. El mayor de mis hermanos, quien sí logró leer el diario, me contó que a una joven y a un taxista se les apareció el demonio, que éste no llevaba zapatos porque tenía pezuñas y que por donde caminaba dejaba un repulsivo olor a azufre. Aquella noche, mientras intentaba dormir, mi consciencia no paraba de repetir: “¡El Diablo sí existe!, y si lo llama tres veces, ¡se le aparece!”. Lo berraco de mi situación era que si efectivamente existía, ¡era mi vecino! Nací y crecí en el barrio El Jardín de Bucaramanga. Aquel conjunto de cuadras poseía un misticismo único. Corría el rumor de que alguna vez hubo un tiroteo, de que en la quebrada vecina se podían encontrar tortugas y cangrejos y de que, ahí no más, en nuestras narices, vivía el Diablo. Los jóvenes de la barriada crecimos atentos a cualquier noticia sobre las casas que yacían derrumbadas a unas pocas calles de nuestro vecindario. “”Estas casas se hundieron un 31 de diciembre, ¡imagínese el mierdero!”” Un 31 de octubre, mientras los niños deambulábamos por la noche pidiendo dulces, un olor mortecino se apoderó de la cuadra que limita con la misteriosa casa. Los vecinos adultos, preocupados por el olor a muerte, llamaron a la policía. Luego de ingresar al abandonado inmueble, afirmaron haber encontrado una vaca muerta. Hace algunos meses visité la casa de Juan Camilo Navarro –habitante del barrio–?, y, luego de recibir su amable atención, dialogamos sobre aquel suceso. ?–Ole Lilo, ¿se acuerda de lo de la vaca? ?–Ustedes eran los locos que se metían por allá. Yo estaba muy pequeño y no me dejaban acercar mucho, pero sí recuerdo que decían que los satánicos habían rajado una vaca por la mitad y que le habían sacado el ternero para sacrificarlo. Días después del escandaloso evento, Orlando Cancelado, compadre de mis progenitores, periodista del canal TRO y vecino del barrio, llegó a mi casa con los pelos de punta. Después de varios años sin conversar, me dio su versión de los hechos. “”?Compadrito, estaba sentado en el estudio de mi casa y Nicolás empezó a ladrar. Sentí un olor asqueroso y una sombra que estaba detrás de mí. Me volteé y la sombra se corrió de lugar, además, Nicolás comenzó a ladrar más fuerte. La puerta del estudio se cerró de un solo ?tramacazo?, ¡y ahí sí ni mierda!, cogí mis ‘chiros’ y arranqué a correr con el perro detrás para la casa de sus papás. Llegué con los poquitos pelos que tengo parados. Su papá solo se reía, pero chino, créame, yo sé que era el diablo””?, me dijo el periodista. Estas historias hicieron de las casas derrumbadas un tema a tratar diariamente por los jóvenes de la cuadra, quienes de manera arbitraria terminaron por bautizarlas –así fueran varias– bajo el seudónimo de ‘La Casa del Diablo‘. Días después de hablar con Juan Camilo, timbré en el domicilio de doña Leonor ?–propietaria de una casa en el Jardín desde muchísimo antes de haber respirado mi primera bocanada de aire–?, y, luego de luchar contra su memoria por recordarle quién era yo, le indagué sobre la dichosa estructura. Su respuesta fue idéntica a la de otros adultos mayores de la barriada. ?–Señora Leonor, ¿qué sabe usted sobre ‘La Casa del Diablo’? – Mijo, la casa del diablo que yo conozco es la de don David, queda en la carrera 39. Ahorita hay un edificio allá. ?–No, doña Leonor, le hablo de las casas de acá arribita, las derrumbadas. La señora frunció el ceño y afirmó: ?–Joven, usted está equivocado. Esas casas no son ‘La Casa del Diablo’. La Casa del Diablo, historia de Bucaramanga Al igual que doña Leonor, la mayoría de bumangueses reconoce la casa de don David como la verdadera y única casa del Diablo. El mito más conocido en la Ciudad Bonita surgió hace varias décadas. Un artículo del diario Gente de Cabecera, publicado el 10 de febrero de 2012, cuenta el origen de la afamada historia. ?””Dicen los libros que, diez años antes, don David Puyana Figueroa había llegado en barco procedente de España, y que en 1865 decidió construir una inmensa casa hacienda en la parte alta de Cabecera del Llano. Desde allí, y con la ayuda de un catalejo, divisaba los cultivos de café que dominaban la zona en predios de su propiedad. Sentado en su balcón, analizaba con su monocular el quehacer diario de sus empleados. Anotaba, identificaba y esperaba el sábado, día del pago, ?para pasar su cuenta de cobro. –Usted el lunes en la tarde durmió, el martes en la mañana comió naranjas, el miércoles?…Les decía. Así desnudaba cada una de las actividades de sus obreros, quienes asombrados por la precisión, echaron a andar el rumor de un posible pacto entre don David y el Diablo?””. Además de este mito, también se rumoraba que debido al embrujo que poseía la casa, en uno de los marcos que adornaban sus paredes, jamás se logró poner una ventana. Los obreros tomaban las medidas del marco, y cuando volvían con la ventana lista, las medidas eran distintas. “”La Casa del Diablo, una de las más emblemáticas construcciones del sector, aún conserva parte de su estructura, pero transformó sus patios y
HISTORIAS DE FÚTBOL VOL. 2

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO Antes de continuar debo confesarles que la escritura de este texto se ha trasladado por más lugares de lo habitual. Pasó de mi casa al Club Campestre de Bucaramanga. Y ahora me place informarles que en este momento estoy en Barrancabermeja, ciudad petrolera, ribereña y calurosa como el mismísimo infierno. Voy montado en una lancha que va a toda velocidad, surcando de lado a lado una ciénaga del municipio. Me encuentro sentado junto al señor que maneja, con el computador en las piernas, sintiendo el viento y observando, con los dedos en las teclas, el hermoso paisaje que me rodea. Lo único malo de todo esto es que el morenito me prohibió fumar en la lancha, norma que sin lugar a dudas debo cumplir, ya que he soñado en decenas de ocasiones cómo muero incinerado en una explosión. Amigos, iba a continuar con la historia que les debo, pero la ciénaga que tengo al frente ha hecho brotar de mi cueva cerebral otra historia futbolística digna de ser contada. No todo en el fútbol es alegría. Un día, luego de entrenar en Pan de Azúcar –una colina bumanguesa–, mi hermano y yo nos dispusimos a bajar de la montaña hacia nuestra casa. A Víctor le acababan de regalar un reloj Casio, de esos que tienen control del televisor y un perrito que corre cuando se inicia el cronómetro. Cuando comenzábamos la bajada, tres tipos venían subiendo. Niño, regáleme la hora, dijo uno de ellos –como si la hora se pudiera regalar–. Yo no tenía reloj, por lo que levanté mis manos en señal de: mire, manito, no tengo reloj.Automáticamente mi hermano sacó la mano del bolsillo, miró su reloj y les dio la hora. Eso, chino, muchas gracias, exclamó uno de ellos. Acto seguido desviaron su trayecto y descendieron por el camino que recién habían ascendido. Aquel movimiento me hizo sospechar de sus intenciones. _ Víctor, esos tipos nos van a robar, se lo juro._ Ay, Tatán, no sea bobo, ellos ya bajaron. Nos quedamos durante unos minutos observando, como halcones en campo traviesa, el camino que los tres señores habían tomado. Yo, la verdad, no logré verlos jamás. Los tipos se esfumaron. _ Mire, cabezón, los manes ya no están._ Bueno, bajemos, le dije al testarudo de mi hermano. Luego de varios minutos caminando, pasábamos por una recta arropada por bambúes. ¡Tatán!, gritó Víctor Manuel. Me volteé y los tipos tenían a mi hermano del cuello. En ese momento sólo pensé en correr, y así mismo lo hice. Corrí como ladrón del centro, y luego de varios metros paré en seco. ¡Mierda!, tienen a mi hermano, no le puedo hacer la de Caín, pensé muerto del susto. Atravesé a toda velocidad los claros hasta llegar al bosque de bambúes en el que los tipos tenían a mi carnal. ¡Suéltenlo!, ¡llévenme a mí!, les grité. No, mentira, no dije nada de eso. Lo recordé de una película. Igual, si me hubieran llevado, no tenían nada que quitarme, y yo en especie no pago. En fin, llegué al sitio y en ese preciso instante, en un gesto de terrorífica gentileza, uno de los caballeros le pidió a mi hermano su reloj, mientras levantaba su camiseta y nos enseñaba un cuchillo digno de un guerrero nipón. ¡Qué detalle!, ¡qué gentileza! Víctor lo observó a los ojos, miró su muñeca izquierda y, como un niño que se despide de su madre en su primer día de colegio, le dijo hasta nunca al cronómetro canino. Luego de que los ladrones huyeran, me senté junto a mi hermano en el andén de la carretera. Traté de aguantar el llanto, pero no fue posible, como cuando uno, de niño, intentaba no llorar y siempre resultaba ahogado en un mar de lágrimas. Víctor, siendo mayor que yo, me abrazó y me dijo que nada había pasado, que no me preocupara. Mano, pero, ¿y el reloj?, le pregunté desconcertado. Negó con la cabeza y me dijo que dejara de joder, que mejor nos fuéramos a la casa. Yo no quería mover mis nalgas del andén, estaba impactado, asustado. Es que qué cruel puede ser la gente, cómo roban a dos niños de ocho y nueve años. En fin, a pie no íbamos a bajar a la casa, ni locos que estuviéramos, así viviéramos a dos pasos. Entonces, de repente, avisté una camioneta Jeep, descapotada, roja y con dos jóvenes en su interior. Salté de la acera y me les atravesé. Señoritas, nos acaban de robar, ¿será que nos pueden acercar a nuestra casa? Vivimos acá cerca. Las dos jóvenes asintieron con la cabeza. Claro, suban. En ese momento Víctor me reprocho con la mirada mi atrevimiento, como diciendo ¿será que estas también nos roban? Pero no, ellas no tenían pinta de ladronas. Yo montaba en taxi y en bus, mientras ellas andaban en una camioneta digna de Miami Vice. Nada de nervios. Luego del corto trayecto, nos dejaron en Toscana, un restaurante esquinero que colinda con mi casa. Caminamos unos cuantos pasos hasta nuestra morada. Antes de entrar Víctor me dijo que no fuera a contar nada, seguramente porque mi papá lo regañaba –así era nuestro viejo–. Pero fue imposible. Apenas los vi solté todo lo que tenía. Abrecé a mi mamá y le conté que unos ladrones nos habían robado, que nos habían mostrado un cuchillo, que yo quería mucho a mi hermano, que él me quería a mí, que unas niñas nos bajaron en una camioneta, que qué camioneta tan bonita… en fin, le conté, entre mocos, saliva y llanto, todo lo que había sucedido. El rostro de mi padre cambió de aspecto, lucía como un poseso. Patricia, coja las llaves del carro, nos vamos ya, le dijo a mi madre. Yo a esos hijueputas los vi, yo sabía, yo sabía que eran ladrones. Subió hasta la biblioteca, tomó dos espadas que lucían entrecruzadas en lo alto del lugar y se montó, con ellas, en el carro. Ah, bueno, y con mi
EL GUERRERO DE LOS MIL DIAS

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO Rodeada de frondosos árboles, de una quebrada que alguna vez fue cristalina y de una montaña que suspira tranquilos rocíos matutinos, la cuadra del Jardín luce hermosa ante cualquiera que se le presente. Crecí en aquel lugar, y creo que su mística se aferró a mi alma como una garrapata al pellejo de un equino. Juegos en el bosque, expediciones botánicas que acababan con la captura de un centenar de hormigas, un par de desafortunados saltamontes y, si contaba con suerte, de alguna velluda araña. Ascensos bordeando la quebrada que siempre pensamos nos llevaría hasta su nacimiento. Casas en el árbol que, siéndoles sincero, nunca fueron en el árbol. Todas se erguían en la montaña frente a mi casa, y siempre acababan derrumbadas debido a las constantes quejas de los vecinos, quienes alegando cuidar la fachada de la cuadra, llamaban a la policía para que procediese con la demolición. Además de crecer en este escenario sacado de mi propia película del Señor de los Bolillos –porque todos los celadores me querían dar bolillo–, mi padre me inyectó una dosis exagerada de magia. El hombre sacaba un libro de su biblioteca, el lugar más grande de la amplia casa, me sentaba y decía: “mira, Sebastián, tú tienes tu nombre por tu tatarabuelo, Sebastián Ospina, General de la Guerra de los Mil Días”. Y continuaba, “esas espadas que están ahí –dos espadas que reposaban cruzadas en lo alto de la biblioteca– son de esa guerra”. Cada una de sus historias terminaba con una frase que, estoy seguro, le repetiré a los hijos que aún no tengo: “Esto lo saben los lobos de la vieja cañada”. Un poco más grande supe que no todo lo que decían los lobos de la vieja cañada era cierto. Si no me lo mostraba en un libro, no le creía. Somos tres hermanos en nuestro hogar, los tres muy distintos pero a la vez muy parecidos. Nuestro padre nos engañó durante años con el cuento de que un tiburón le había rasgado con sus filosos dientes el costado izquierdo de su cuerpo, en las costillas, precisamente. Lucía orgulloso sus cuatro cicatrices en forma de arañazo de tigre cada vez que se quitaba la camisa. “uy, Tatán, ¿qué le pasó a su papá?”, preguntaba más de un curioso. “Un tiburón lo mordió en Santa Marta, ¿mucho teso, ah?”, les respondía orgulloso. Como si ser atacado por un tiburón lo hiciese digno de admiración. Más adelante confesó que se había dado en la jeta con un negro en el Rodadero y que, debido al delicado estado de su piel por la larga bronceada con aceite de coco, un arañazo de éste le había causado las cuatro heridas de guerra. Gracias a mi papá aprendí a recordar, no con la cabeza, sino con el corazón. Una noche, mientras dormíamos en nuestro pequeño castillo, un grupo de ladrones merodeaba el sector con maléficas intenciones. Los atemorizantes árboles que cubrían la calle danzaban al ritmo del viento emanado por la montaña, mientras que el oscuro silencio era interrumpido, únicamente, por el intermitente cantar de los grillos y las chicharras. La cuadra del Jardín es un callejón sin salida, en ese entonces culminaba en una gran pared de ladrillo enredada entre la vegetación de años de abandono. Las diez casas que forman la cuadra contaban con la intermitente ronda del celador de turno como única seguridad. Luego de acechar por horas, los ladrones decidieron acercarse a la casa número 17 A, la mía. En esos momentos Juan Diego Ospina López, Víctor Manuel Ospina López, Claudia Patricia López Cordero, Víctor Manuel Ospina Cadavid y su narrador dormían con la tranquilidad que una madriguera le proporciona a una indefensa liebre. La puerta de la casa contaba con una chapa de seguridad que era todo menos de segura. Es de conocimiento general que los corazones de los ladrones van mucho más rápido que los de sus víctimas, y este caso no era la excepción. Entretanto, el pastor de mi rebaño dormía la luna como lo hacen los celadores, pendientes a que llegue un alicorado residente a timbrar. Su instinto de padre protector, siempre activo, no permite la intromisión de extraños que vulneren la seguridad de los suyos. En su frágil sueño sintió el rasgar metálico proveniente de la puerta principal. Abrió sus ojos, agudizó su audición y se cercioró de que lo que estaba escuchando pudiese ser lo que sospechaba. Disimuladamente, para no despertar a mi mamá, se quitó las cobijas de encima y emprendió paso hacia la puerta de su habitación. En ese momento los ladrones estaban por terminar con la apertura de la puerta. Desde la puerta de su cuarto, a través de las rejillas de un balcón interior, vio como los ladrones ingresaban a la casa donde descansaban las personas más importantes en su vida. El corazón le latía como a un guepardo que se dispone a atacar a una gacela, la adrenalina se había esparcido en segundos por todo su torrente sanguíneo. Al ver que demoraban su entrada, mi padre fue poseído por los valientes espíritus de los que tanto hablaban los lobos de la vieja cañada. Tal vez mi tatarabuelo, el general de la guerra de los mil días, Sebastián Ospina, se apoderó de su cuerpo y lo impulsó a hacer lo que en esos momentos se disponía a perpetuar. Sigilosamente subió las pocas escalas que llevaban a la biblioteca, observando de reojo los movimientos de los intrusos. Miró hacia la pared donde estaban las ancestrales armas y las tomó. Con las espadas en mano, bajó con el mismo sigilo hacia el nivel de las habitaciones, esperando algún movimiento de los ladrones. Cuando éstos se disponían a cerrar la puerta, Víctor Manuel Ospina Cadavid, mi padre, al mejor estilo de William Wallace, saltó de las escaleras hasta el nivel en el que los ladrones se encontraban, chocando sus armas entre sí, gritando como un loco y profiriendo groserías de todo tipo. Fue tan impactante y
CRÓNICA DE UNA CAGADA

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO Le advierto que este escrito es sobre ser humano. Si ser muy humano, con todo lo que esto implica, lo hiere, entonces deténgase aquí mismo. Esta tarde, mientras corregía algunos textos en un café de la universidad, un retorcijón estomacal me obligó a detener la marcha. En aquel instante me encontraba sentado en uno de los tronos del café: el privilegiado puesto junto al enchufe de energía. No quería perder el asiento, sin embargo, las ganas de hacer del cuerpo lograron someterme. Antes de pararme de la mesa le dije a unos jóvenes que estaban a mi lado que por favor me cuidaran la maleta y el computador. No hubo lío, aceptaron sin titubeos; de hecho las niñas se mostraron muy risueñas. Les agradecí, tomé a Los Detectives Salvajes, un libro de Roberto Bolaño, y me dirigí corriendo al baño. No tengo problema alguno con reposar mis nalgas en cualquier inodoro. Honestamente, he evacuado en árboles, ríos, bosques, estadios, cajeros, discotecas, restaurantes, clínicas, hospitales, aviones, buses y desiertos… entonces, sinceramente, no le veo nada de malo a hacerlo en la universidad. Generalmente soy yo quien se mete al baño sin importarle que los demás escuchen mi ataque gaseoso. Al fin y al cabo es natural en el hombre mear y cagar. No obstante, a todos nos avergüenza un poco que nos escuchen en esas. Es por eso que siempre que entro al baño –casi siempre a uno alejado de las multitudes– con el estómago gruñendo como un Bulldog, me pongo los audífonos, le subo al volumen y me hago el pendejo mientras el solo de trompeta suena. Hoy fue distinto. Hoy no tenía audífonos y solo llevaba un libro como distracción. Me acerqué al baño y éste tenía un letrero de mantenimiento en su entrada. “En 15 minutos se desocupa”, decía el mensaje amarillo. Lo siento, letrero, pero tiene más reversa un río que esta cagada. Me asomé y de inmediato me topé con una aseadora. “Siga, no se preocupe”, me dijo. Le sonreí y entré a buen paso. Estaba afanado. Me bajé los pantalones, abrí el libro en la página en la que iba y retomé la lectura. Casi al instante la casilla de al lado se abrió. ¡No me joda!, ahora me tocó aguantarme la cagada de otro, pensé. La mía estaba muy tranquila. En esta ocasión le puse el silenciador al fusil. ¡Pero Jesús!, ¡Virgen Santísima!, la del señor de al lado parecía un audio de Al Capone con una ametralladora Thompson, disparando indiscriminada y sonoramente contra el espacio, ¡el espacio que yo compartía a pocos centímetros suyos! Alcancé a verle los zapatos al hombre –juzgando por el estado de los mismos estoy seguro de que era un joven descomplicado– por la ranura inferior de mi casilla, me lo imaginé riéndose, disfrutando de su arremetida contra mis oídos… el muy cabrón. Pero no había modo de contraatacar, estaba cagando como una cabra, como un conejo. Usted sabe de qué hablo. Intenté concentrarme en el libro, pero fue imposible. A mis adentros me decía: Tatán, siga leyendo, no sea bobo, pille, tan chévere esta parte –señalando un fragmento de la página–, es una cagada, nomás eso, igual que la que usted se está metiendo. Pero no, no eran iguales. La mía se estaba comportando con delicadeza y la de él no. La suya era una cagada desjuiciada, retrechera, bullosa, terrible… Mientras que la mía, precisamente en esta tarde, parecía la de un diminuto hervíboro. Y es que, y esto lo saben todos y todas – hago la aclaración porque las mujeres siempre se hacen las locas cuando de estos temas se trata, es como si evacuaran con un filtro de cafetera–, las cagadas propias no huelen mal, mientras que las ajenas ¡HIEDEN! Hoy, de mi trasero, salieron dorados perfumes de Dolce&Gabbana. Podría ser la ida al baño más elegante que haya tenido en años. Pero la de señor, déjeme decirle, parecía el parto de un fara. Nunca he estado en uno, sí en un aborto, suficientemente repugnante, créanme. Cuando de cagadas se trata, es difícil pedir discreción. No obstante, hasta en eso debemos ser cautos. Todas, o la gran mayoría de personas, hemos tenido que hacer nuestras necesidades en lugares públicos: aquel incómodo momento en el que entramos a un baño público pidiendo pista, añorando paz, tranquilidad y mucho silencio. Se sienta uno en el inodoro. Suena la música del centro comercial, que parece dirigida, únicamente, a los evacuadores. De repente empiezan a aparecer pies caminando por doquier. Se pasean de aquí a allá. Uno los ve por la ranura de la casilla. Suena el secador de manos; suenan las llaves de los lavamanos; suenan los orinales descargando; en fin, del añorado silencio poco o nada. ¡Urge cagar, coño, urge mandar todo al garete y soltar la bomba sin contemplaciones! Pero bueno, uno espera pacientemente a que se larguen del baño. Y si no lo hacen, se suelta la bomba suavemente, sin brusquedades. Es que es molesto, a nadie le gusta escuchar u oler cagadas ajenas, por más natural que sea. Y bien, volviendo a la universidad, terminé lo más pronto que pude, salí del casillero como secuestrado recién liberado y me retiré del baño reflexionando en que, hasta cagando, se debe ser educado. VOLVER A LOS BLOGS ¿QUIERESCONTRATARME? Para cualquiera que sea el servicio para el que nos quieran, lo único y más importante que deben saber es que en esta empresa nos importa la gente, por eso trabajamos con intención y mucho amor. TÉRMINOS YCONDICIONES Cada contrato tiene unos términos y condiciones específicos, que serán acordados en la intimidad de la negociación. SÍGUEME EN MIS REDES para estar en contacto Facebook Instagram Tiktok Spotify X-twitter Youtube LLÁMANOS: +57 3165334024 CHATEA: +57 3165334024 VISÍTANOS: Calle 61 # 17E-60 ESCRÍBENOS: tatanfue@gmail.com
CONVERSACIONES NOCTURNAS

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO Mi amor, tú y yo ya somos novios, ¿o es que estar un semestre juntos no te parece suficiente? Enrique, yo creo que deberías tomarte las cosas con más calma. Ahorita tú estás en tu ciudad y yo en la mía, además ya casi vamos a tener tiempo para estar juntos y hablar las cosas de frente. Más bien dime qué haces, que se escucha música atrás. Negrita, estoy afuera de una fiesta de electrónica. No te alcanzas a imaginar el lugar. En este momento estoy en el parqueadero del sitio, sentado en una piedra hablando contigo. Me voy a poner romántico. Imagínate una casa muy grande, cuya terraza sobresale por el borde de una oscura montaña. Ya, me la estoy imaginando. Ay, negrita, de verdad imagínatela. ¡Nojoda!, Enrique, que sí me la estoy imaginando, ¡sigue!, ¡sigue! Ok, es que te escuchaba distraída. Bueno, la casa es increíble, desde la terraza ves cómo cae la montaña debajo de tus pies, y si te asomas y miras para abajo, ves un hueco negro de frondosa vegetación que te hace imaginar cualquier cantidad de locuras. Si levantas un poco la mirada, te encuentras con la ciudad bonita; coqueta ella, mirándote fijamente y haciéndote un guiño, un guiño alcahueta, porque la vergaja sabe que te estás portando mal. ¡Cómo así!, ¿te estás portando mal? Un poquito, pero nada grave. ¡Explícate, Enrique, cómo es eso de un poquito mal! Mi amor, sí, ahorita fumé un poquito de marihuana con mis amigos, pero nada más. Ah, ya, pensé que te habías metido con alguien más. No, nada de eso, tú sabes que mis labios, mi pecho, mi nariz y mi penumbra son solo tuyas. Bueno, eso me gusta. Ajá, sigue pues. Bueno, el aire que respiras es de otro mundo, del mundo de lo verde. Hace un poco de frío, un frío agradable. Apenas para bailar lo que están poniendo… … Al otro lado del teléfono Enrique escuchó un bostezo. Negrita, acuéstate a dormir, ya van a ser las cuatro y no quiero que te sigan saliendo ojeras por mi culpa. Bueno, gordito, hasta mañana, no te portes tan mal. Nada de eso, te lo prometo. Te quiero. Yo también… …Y se escucharon dos besos de lado y lado. A las cinco y treinta minutos de la mañana de aquel día, Enrique murió por sobredosis de cocaína. VOLVER A LOS BLOGS ¿QUIERESCONTRATARME? Para cualquiera que sea el servicio para el que nos quieran, lo único y más importante que deben saber es que en esta empresa nos importa la gente, por eso trabajamos con intención y mucho amor. TÉRMINOS YCONDICIONES Cada contrato tiene unos términos y condiciones específicos, que serán acordados en la intimidad de la negociación. SÍGUEME EN MIS REDES para estar en contacto Facebook Instagram Tiktok Spotify X-twitter Youtube LLÁMANOS: +57 3165334024 CHATEA: +57 3165334024 VISÍTANOS: Calle 61 # 17E-60 ESCRÍBENOS: tatanfue@gmail.com
AÑOS DE PESADILLAS, AÑOS DE MARAVILLAS (PARTE 3)

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO No conseguía salir de los problemas que tanto me agobiaban, pero gracias a la labor de un buen amigo, obtuve un ofrecimiento de trabajo. Recién conseguí el empleo, me informaron que el antiguo apartamento donde vivía iba a ser entregado, por lo que debía sacar de allí los muebles que aún conservaba guardados. Por esos días mi madre se encontraba en Bogotá, y con diligencia maternal se prestó a ayudarme con el traslado de los mismos. No tenía un lugar a donde llevar mis pertenencias, pero, como enviado por mi ángel de la guarda, Guillermo apareció y ofreció su apartamento para guardarlas. Una semana después, Jaime me dijo que ya tendría que mudarme de su vivienda, y fue de nuevo mi gran amigo costeño quien acudió al rescate. “Brother, quédate en mi humilde morada, allá vemos cómo sobrevivimos”, me dijo el ‘currambero’. Me mudé a su apartamento – en el que actualmente vivo –, y un lazo de amistad que ya era fuerte, comenzó a volverse de hermandad. Yo trabajaba para Frecuencia Capital, una emisora online, mientras que Guillermo continuaba con sus estudios de Comunicación Social y Periodismo en La Sabana. Un año antes hice de locutor, a modo de práctica, junto con varios amigos de La Sabana en esta misma emisora, y gracias Luis Carlos Guerrero, me volvieron a contratar, esta vez, de manera remunerada. En esa nueva ocasión no sería para hacer locución, en esos meses trabajé promocionando una campaña de Brownies Mama Ía – los verdes – y Coffee Delight. Mi trabajo, básicamente, era pasearme en una Van por todos los colegios distritales de la capital colombiana, pararme frente a un centenar de ‘peladitos’ y lanzarles el siguiente discurso: “Bueno muchachos, el colegio que más empaques de brownies recoja, se ganará el derecho de aparecer en el vídeo musical del grupo… – ya ni me acuerdo de lo malo que era –, entonces pónganse las pilas, que yo voy a estar pasando a contar los paquetes. ¡Se tienen que ganar esta joda!” Sin ánimo de ofender a alguien o generalizar con estereotipos, tuve que visitar todos los colegios públicos de Bogotá, lidiar con jóvenes que son obligados a asistir a clases, que no le prestan atención ni a sus madres, que esperan a que suene el timbre para encenderse a cuchillo con la ‘liebre’ que tengan encima, y con todo y eso, lograba que me escucharan. Hubo uno que otro que se pasó de rebelde, pero con sólo ofrecerles un brownie – que abundaban en ese entonces – quedaban neutralizados, agachaban la cabeza y decían: “sí señor, lo que usted ordene”. Durante todo el 2011 vivimos la vida loca, no la de Ricky Martin, sino la vida loca de dos estudiantes provincianos en la capital. Por tanto problema, lejos de cambiar la actitud fiestera y perniciosa, la potencializamos. Recuerdo con mucha nostalgia ese año, estuvo lleno de problemas, pero también de alegrías. Creo yo, que gracias a esos trecientos sesenta y cinco días, estos textos llevan por nombre: “Años de pesadillas, años de maravillas”. En la sala de nuestro apartamento sólo había dos sillas de madera, un tapete que el portero le regaló a Guillermo y un montón de recibos pagados en la fecha límite. En nuestra nevera sólo había una cebolla, un cubo de hielo y un montón de salsas de McDonald’s. No vivíamos como la gran mayoría de nuestros amigos provincianos, quienes gozaban de facilidades económicas para llevar un ritmo de vida en el que la fiesta y el buen vivir se juntaban en una sola. A Guillermo le mandaban dinero para pagar los servicios y vivir medianamente bien – estaba castigado por gastarse cinco millones de pesos en llamadas internacionales a una gringa que, a mi parecer, es horrible –, y por mi parte, mi padre me enviaba “algo” de dinero y cajas de cartón llenas de atún y maíz. Luego de pagar los servicios, juntábamos el dinero sobrante y planificábamos los gastos obligatorios, él los de la universidad y yo los del trabajo. Después de extraer los gastos generales, nos quedaba “alguito” de plata. El proceso para gastar ese “dinerito” se llevaba a cabo en tres pasos: Primero. “Hey brother, por ahí me habló una ‘peladita’ por el Blacberry, que hoy hay ‘culo’ de ‘verguero’ ‘hijueputa’ en un ‘rumbeadero’, pero ‘nojoda’, dizque hay que pagar cover”, me decía el barranquillero. Yo siempre le respondía que no pasaba nada, que ahí mirábamos cómo hacíamos para ‘enrumbarnos’. Segundo, nos poníamos la pinta. Este personaje entonaba, casi siempre, un merengue bien ‘pachanguero’, se ponía una camisa negra – que casi nunca cambiaba –, la cadena de oro que la abuela le regaló y un pantalón que hacía que sus testículos aparecieran en la superficie del mismo como dos protuberancias dignas de ser cancerígenas, para acto seguido, voltearse y preguntarme: “papi, ¿cómo se me ve la armadura?”. Yo casi que ni podía cambiarme de lo mucho que me reía con ese man; era bien chistoso. Tercero y último. Salíamos del apartamento a cualquier tienda donde vendieran aguardiente. Nos tomábamos la caja de Néctar acompañada de un par de cervezas, nos la dábamos de buenos samaritanos gastándole unas papas y una gaseosa a cualquier indigente que pasara y arrancábamos a buscar ‘vagas’. Gracias a Guillermo y a mi facilidad para hacer amigos, conocí muchas personas de la costa, específicamente de Barranquilla. Una de esas personas cambió drásticamente el rumbo del año, su nombre es Juan Fernando Gutiérrez. Un tipo bajito, con aspecto de turco –Tiene más barba que todos los personajes del señor de los anillos juntos –, enfermo por el fútbol, fiestero como él solo, bumangués de nacimiento y, así suena superficial, con una billetera bastante gruesa. El barbado acababa de terminar una relación de varios años con su novia, y teniendo en cuenta que Guillermo en esa época era un poco dormido para algunas cosas, encontró en mí el compañero de fiesta perfecto. Voy a contarles un par de experiencias que resumen el 2011, pero antes, permítanme abrir una botella de vino, ya que requiero de fluidez lingüística y anímica. Eran
AÑOS DE PESADILLAS, AÑOS DE MARAVILLAS (PARTE 2)

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO … No estaba, el portátil de Sergio – mi amigo guajiro – no estaba donde lo había dejado; ¡vaya ‘mierdero’ el que se me iba a formar! El episodio contaba con un agravante. Un mes antes de la tragedia que les estoy narrando, estuve en Carmen de Apicalá – un pueblo aledaño a Melgar – de paseo con varios amigos de la universidad de La Sabana. Cuando llegué del viaje, me percaté de que en la habitación faltaba algo; nada más y nada menos que mi computador. Como señor sin paciencia haciendo fila para cobrar la pensión, armé magno escándalo; grité que dónde estaba el portátil, que quién lo había cogido. Al comienzo nadie respondió – el inquilino no se encontraba en ese momento –, hasta que, después de tanto lanzar alaridos, Norman – mi compañero de apartamento – soltó información sobre el paradero del desaparecido artefacto. El susodicho, con cara de sapo que está “sapeando”, me dijo: “Tatán, lo que pasa es que al inquilino se le cayó y lo rompió, pero no se preocupe, él ya lo mandó a arreglar”. Ese día el Inqui, como le voy a llamar de cariño, llegó a mi habitación con un perro caliente. Su inteligencia lo llevó a pensar que con ese detalle olvidaría el computador. Lo peor del asunto, es que me dio risa, me comí el perro, prendí el PlayStation3, y con tono de voz firme, le dije que necesitaba mi computador arreglado lo antes posible. La razón por la que nunca saqué al tipo fue que él, y sólo él, sabía dónde estaba mi computador. Si lo echaba, jamás volvería a saber de éste. En realidad lo que más me importaba era la colección de música de los ochentas que en su interior guardaba. De mil maneras intenté persuadirlo de que me dijera dónde estaba, le dije en varias ocasiones que yo mismo iba y pagaba el arreglo para que me lo entregaran, pero no sé por qué siempre lograba convencerme de que al computador nada le iba a pasar. Volviendo a la historia, metí los brazos en las toallas donde había escondido el ordenador de Sergio y no lo encontré. Me volteé iracundo hacia el ladrón de computadores, que dormía en mi cama con la tranquilidad de un bebé, lo levanté a gritos e insultos reclamándole por la ausencia del portátil. El señor se levantó de la cama de un brinco, diciéndome entre sollozos que no lo culpara, que no lo hiciera sentir mal, que él no sabía nada. Mientras a este man le faltaban segundos para arrodillarse por consuelo, los tíos de Julián Pardo – el dueño del apartamento –, luego de escuchar mis fuertes reclamos hacia el visitante no deseado, salieron a preguntar qué sucedía. En la sala, el tío de Julián enfrentó la situación. “¿Qué es lo que está pasando?”. Delante del inquilino le respondí que se había perdido el computador de un amigo de la universidad, y que lo más seguro era que él fuera el culpable. “Pero, ¿cómo así?, ¡eso no puede pasar acá!”, afirmó con rabia el tío. Mientras el señor y su esposa llamaban a la policía, me comuniqué con Norman para preguntarle si sabía algo sobre el computador Hp – Hewlett-Packard – del Guajiro. Él, con su extraña manera de ser, se ofuscó más que yo, y de inmediato preguntó por su ordenador: “¿A mi computador le pasó algo?”. Le dije que no se preocupara, que el desaparecido era el de Sergio, que al de él nada le había sucedido. “Tatán, vaya a mi cuarto y revise mi maletín”, me aconsejó. Corrí a su habitación con el celular; todavía seguíamos hablando. Entré, revisé su cuarto, y por ningún lado encontré un maletín con las características que me dictó. Le informé que no había ningún maletín en su habitación, mucho menos su computador. Ustedes no se alcanzan a imaginar la desesperación que Norman transmitía por el móvil. En un tono de llanto, odio y angustia, la nueva víctima de robo moría lentamente al otro lado del auricular. “No Tatán, yo vivo de ese computador, ahí tengo todos mis proyectos, me van a echar del trabajo. ¡Hijueputa ese!, ¡lo voy a matar apenas llegue!, ya voy para allá”, y colgó. Salí de allí y les conté a los tíos de Julián sobre la desaparición del computador de Norman. La nueva víctima llegó al “hogar del pánico” con cara de desconcierto, profiriendo insultos al inquilino, quien sólo observaba la situación desde una esquina. Hasta ese momento yo no había hablado con Sergio sobre la desaparición de su computadora; me daba físico pánico contarle. Tomé aire y lo llamé. El guajiro me contestó el móvil con el tono amable que siempre tiene al hablar; yo sólo pensaba en cómo le iba a cambiar en unos segundos. Le dije, sin lubricación alguna, que el inquilino – con el que él había compartido en varias ocasiones – se había robado los computadores de todos. Apenas terminé con la última letra de mi frase, soltó el llanto, acompañado, obviamente, de insultos y reclamos hacia el Inqui. Me dijo que lo esperara en mi casa, que no demoraría en llegar. Reunidas las tres víctimas de hurto, hablamos con el portero, quien señaló al inquilino y afirmó haberle visto entrando al edificio la madrugada anterior junto con otros señores. Por primera vez sentí odio hacia alguien – ese sentimiento no suele aparecer en mí –, me dejé robar el computador en la cara, y a pesar de haberlo hurtado, el Inquilino tuvo el descaro de compartir techo conmigo durante meses, comer de mi comida, ponerse mi ropa, dormir en mi habitación, reír conmigo, en fin, ¡verme la cara de huevón! Además, no habiéndole bastado, ¿roba a mi compañero de apartamento y a un amigo de la universidad? Perdón por la expresión, pero, ¡mucho hijueputa! Un día después de la desaparición de los computadores, me encontraba, como para variar, durmiendo del desocupe matutino que caracterizaba ese semestre. Toda esa mañana el celular sonó y
A MI VIEJO LE ADEUDO LA LOCURA

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO A MI VIEJO LE ADEUDO LA LOCURA Desde pelaito las personas han tenido cierta empatía conmigo. Por ejemplo, mis vecinos de la niñez: Héctor Julián Grecco y su hermana Natalia. En pleno auge de la nueva era musical –Proyecto Uno, Fulanito, Rikarena–, timbraban en mi casa y le pedían a mis padres, generalmente a mi madre, un permiso: “Patricia, ¿será que nos puedes prestar a Tatán un momento?”. Mi madre, con su linda manera de ser, les decía que por supuesto. Esas solicitudes, ahora que lo pienso, representaban toda una cadena de eventos maquiavélicos con un único propósito: entretenimiento gratuito. Primero me atraían con palos de melcocha: “Tatancito, siéntate acá y te los comes”. Obviamente me sentaba y desaparecía la melcocha. Pasado un minuto, mi hiperactividad, que ya era caso de estudio, se triplicaba. Se acercaban al equipote de sonido creyendo que yo no me percataba de lo que estaba sucediendo, para acto seguido reproducir algo así: “Hay un baile muy moderno, que le gusta a todo el mundo, lo bailan en discotecas, y los niños lo vacilan, y las muchachas lo imitan, guau, guau, guau, y los muchachos lo bailan, guao, guao, guao”. Segundos después, tenían a una guatica de ocho años con problemas de crecimiento bajo los efectos del equivalente a un pase de cocaína materializado en melcocha, bailando el Baile del perrito como una bala perdida por toda la sala. ¡Qué entretenimiento en HD ni qué nada! Así sucedió durante toda mi niñez y adolescencia. “¿Quién baila el vals con la gordita en sus quince?”, preguntaban. “Tatán, vaya que a usted no le da pena nada”, solían afirmar mis amigos. Ahora, a mis 22 años, he cambiado un poco. Conservo bastante de esa actitud temeraria en la que no sentía miedo a ser criticado. Pero cierto es que, a medida que los años avanzan, uno se va tiñendo de rigidez. Muchas veces quisiera volver a ser ese niño que le importaba un bledo tener la jeta llena de mocos. Creo en que la carga genética de cada persona define, hasta cierto punto, su manera de ser. Pero esa creencia no camina sola. La educación que se recibe en el hogar es fundamental para formarnos como personas; ¡buenas personas! De mi hogar recibí mucho, tanto que no sé cómo agradecerles por toda la paciencia y tesón que tuvieron. En resumidas cuentas, quiero hablarles de uno de los grandes responsables de que sea como soy; mi papá. Si mi viejo fuera transportado a esta época –habiéndole devuelto su juventud–, podría ser un éxito. Pero lo más seguro es que no. Probablemente, a las tres horas de su llegada a este modernizado y apenado mundo, sería linchado. ¿Pueden imaginarse un adulto de 20 años, en pleno siglo XXI, montado en un árbol leyendo libros del llanero solitario, esperando por algún gitano que asome su humanidad para encenderlo a cauchera? Yo sé que no. En la ciudad de Bucaramanga, Santander, El Basto –como lo apodaban en su cuadra– era el jefe supremo. Tenían que pedirle permiso para entrar a su territorio: La Cuadra de la Frescura. El Basto madrugaba a juntar su pelotón para salir a marchar al ritmo de un cántico que, siéndoles francos, me parece patético. Sonaba en las calles de la siguiente manera: “¡Somos las panteras que vamos a luchar, a las montañitas del barrio del pilar!”. Diría mi hermano Víctor: “No, papá, con razón perdió la virginidad a los veintiuno”. Es que ¡Dios mío!, ¿diez tipos con más pelos en las gónadas que en la cabeza, sin nunca haber probado las bondades de una mujer, cantando a pulmón herido y cargando palos y escopetas de diábolos? ¡Virgen santísima! En este caso hipotético, si mi viejo viviese en esta época, tuviese mi edad y conservara esas costumbres, le diría: “Si los ven patrullando por las calles, les meten un balazo”. A lo que él respondería de la única manera que lo sabe hacer, como papá. “Mijo, ¿pero por qué?”. ¿Las razones? Primero porque parecen la secta de Helter Skelter. Y segundo, por guerrilleros. Vivo en el norte de Bogotá, en una zona muy bonita, parecida a la que el combo de mi papá rondaba en sus tiempos. Les aseguro que si fuera caminando por este sector, llegando a mi casa, cansado por el largo trayecto en Transmilenio, y en medio del camino me tropiezo con El Basto y su pandilla –10 tiposcon palos y dos escopetas–, reaccionaría mal. “¡Jueputa!, ahora sí vinieron a llevarme”, pensaría mientras corro a toda velocidad a la estación de policía más cercana. Agitadísimo les gritaría a los policías: “¡Señores agentes, hay un grupo de guerrilleros al lado de mi casa!”. A lo que seguro contestarían como lo hacen siempre: “joven, vuelva usted a su hogar, con toda seguridad lo más guerrillero que hay en su zona son los peluqueros de Norberto”. Los miraría con cara de “claro que sí, ya mismo vuelvo a mi casa”, mientras dentro mi cabeza los impulsos eléctricos producidos por no sé qué –porque no estudio medicina– estarían generando pensamientos como: “¿Por qué más bien no vuelve usted a la academia de policía y además se mete el uniforme, el bolillo, la moto, el radioteléfono y el mismísimo CAI por el orificio por que el que defeca?”. Luego de esos segundos en los cuales habría pensado en esa decente vulgaridad, me despediría para dirigirme a alistarme como Paraco. No, mentira, es sólo por seguir con la sátira. Lectores, no se alarmen. Eso sólo sucedería en ese supuesto caso, que a decir verdad fue producto de la mezcla entre altas concentraciones de agua panela y una imaginación sin límite. La realidad era que no le hacían nada a nadie, por lo menos a nadie que importara. Sus remedos de batallas campales siempre tuvieron como enemigos a los caddies de golf del Club Campestre de Bucaramanga, y las únicas consecuencias de éstas eran un par de moretones y uno que otro correazo propinado por algún padre disgustado. Puede ser que un espacio para mi
AÑOS DE PESADILLAS, AÑOS DE MARAVILLAS (PARTE 1)

BLOG SERVICIOS AUTOBIOGRAFÍA TIENDA CONTACTO AÑOS DE PESADILLAS, AÑOS DE MARAVILLAS (PARTE 1) Mi nombre es Sebastián Ospina López – me presento para no tener que ocupar espacio con nombres en la parte superior de esta hoja – , soy estudiante de Comunicación Social y Periodismo, carrera que, después de cinco años de estar estudiándola, en la Universidad de La Sabana primero y actualmente en la Jorge Tadeo Lozano, me tiene más que convencido de ser el camino acertado para mi vida. Duré mucho tiempo divagando, perdiendo tiempo y dinero que ni siquiera era mío. Pero bueno, ¡ya qué!, lo hecho, hecho está. Ahora lo importante es empezar por el principio. En el año 2008 me gradué del colegio con el mérito a la ‘espontaneidad’; vaya logro. Mientras casi todos mis compañeros estaban preparando la ceremonia de graduación en el Hotel Dann Carlton, yo me encontraba en colegio San Patricio recuperando física y matemáticas. Sentado en la coordinación académica con el profesor que dictaba las dos asignaturas, intentaba, afanosamente, alcanzar a presentarme al grado con los amigos que me acompañaron en el tramo final de la secundaria. Hacía y deshacía los ejercicios matemáticos: “Profesor, mire, ¿ya están bien?”, a lo que en varias ocasiones, José Ángel, el profesor, respondía: “No Ospina, hágale de nuevo a ver si llega a tiempo”. ¡Dios mío!, quería ‘emburundangar’ al man y que me pasara las materias, pero no, no se podía. Como al quinceavo intento, ¡por fin!, ¡pasé el año! Llegué al hotel y me gradué con birrete y todo. Terminé la secundaria en el tercer colegio al que asistí; estudié primero en La Salle, luego en el San Pedro Claever, para por fin terminar en el San Patricio. Durante todo mi proceso escolar nunca fui un tipo brillante, de hecho, la única vez que icé bandera, lo hice por ser el mejor amigo del curso; ese título es medio extraño, pero fue oficial, con votación y todo. No es que fuera bruto, ni más faltaba, simplemente me costaba concentrarme. El profesor de matemáticas de La Salle, Augusto Tavera, explicaba algo sobre Baldor y su algebra, entretanto, yo intentaba poner atención, pero mis lapiceros siempre se transformaban en algún guerrero, nave, o ‘Pokemón’, haciéndome imposible enfocar mi atención en sus explicaciones; todos los estudiantes tenían el cuaderno lleno de apuntes, mientras que en mi pupitre ya habían estallado 4 guerras mundiales. No en todas las clases iniciaba batallas campales, algunas sí lograban captar mi atención. Eran el caso de Biología, Ciencias Sociales, Español, Dibujo y Geografía. Contraria a mi afinidad con la academia, siempre destaqué en la educación física. Soy un deportista natural, de baja estatura, más culón que gimnasta ruso, piernón y muy, pero muy hiperactivo. Luego de culminar mis estudios secundarios, empecé a pensar en qué carajos iba a hacer con mi vida. ¿Será que lo mío es el derecho?, o, ¿mejor la comunicación social? La verdad, estaba más claro Andrés Pastrana en su presidencia, que yo en mi escogencia de carrera. Es chistoso pensar cómo escogí mi primer intento de pregrado. Fue de la siguiente manera: “Me gusta el derecho, pero también la comunicación social… ¡fácil! Voy a estudiar Relaciones Internacionales” ¡Qué tal ese proceso de raciocinio! Remarcable. Habiendo dejado pasar el tiempo de manera irresponsable – como casi siempre – , llamé a varias universidades de Bogotá para preguntar sobre las inscripciones; en la gran mayoría ya habían culminado. Me entró la preocupación: “¡Ahora me va tocar estudiar en Bucaramanga!” Pero, para mi consuelo, la universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano continuaba recibiendo nuevos estudiantes. Acordé la cita de admisión y me presenté en sus instalaciones días después.Luego de la reunión con la persona encargada de hacerme la entrevista, recibí, después de un par de semanas, el mensaje de aceptación. El alma se me llenó de alegría, y me decía a mí mismo: “¡Voy a ser Internacionalista!”; sonaba bello el título. Pero, la alegría duró poco. Año 2009. Recién inicié mis estudios en La Tadeo, todo se me hizo extrañísimo. Dentro de mi adolescente inmadurez, me dejé impactar por la diversidad cultural – de la cual me enorgullezco hoy como estudiante de esa universidad – que la institución ostenta con sus estudiantes como referencia. “¿Rastafaris?, ¿punketos?, ¿esta joda qué es?” Me preguntaba en esos momentos. Siéndoles sincero, eran meras excusas para no enfocarme en lo que de verdad importaba; estudiar. A mitad de semestre llamé a mi mamá y le comenté que la carrera no me había gustado, y que además, la universidad se me hacía algo extraña. Mi madre, alcahueta como ella sola, me dijo: “Termina el semestre con buenas notas y luego vemos qué hacemos”.No terminé nada, y menos con buenas notas. (Mamá, sé que vas a leer esto. Lo importante es que ya estoy encaminado en la línea correcta). Cuando llegué a Bucaramanga a disfrutar de unas inmerecidas vacaciones, camuflé las notas y las presenté como buenas. Engañé a mis padres – de lo cual no me siento orgulloso – , pero mi único propósito era, así no hubiera estado bien enfocado en ese momento, no perder la oportunidad de estudiar en el epicentro universitario de Colombia. Luego de la catástrofe académica por la que pasé en la Tadeo, me presenté como aspirante al pregrado de Comunicación Social y Periodismo en la universidad de La Sabana. La entrevista me la hizo Jairo Valderrama – profesor al que le debo mucho – , quien, según muchos amigos que estudiaban en esa institución, es el maestro de maestros en materia periodística. Las pruebas de admisión no tuvieron ningún percance. A decir verdad, lo único extraño que sucedió fue un comentario que me hizo otro aspirante a estudiante de periodismo. Estaba sentado en un pupitre realizando las pruebas, mientras el joven me miraba fijamente. Me volteé y le dije: “¿Qué pasó?”, a lo que contestó, con acento costeño: “Tú te hiciste la rinoplastia, ¿cierto?”. No voy a hacer comentarios al respecto. Recibí la notificación por parte de La Sabana en la que