EL AMOR

Les voy a contar una historia.

De amores les voy a hablar, de amores que quizás se puedan molestar. Les voy a contar un par de historias que no debería, que no debería contar. Mi pasado amoroso no fue muy bueno. Anhelos perdidos entre matches de Tinder y esporádicas conversaciones de Instagram y Facebook. Hola, ¿cómo estás? Súper bien, ¿y tú? Todo bien, todo bien. Ammm…, oye y, ¿qué vas a hacer hoy?, ¿quieres venir a mi casa y nos tomamos un vino? –Esto se puso extraño–.

Me voy a poner en los zapatos de la china. A ver, ¿de qué va todo esto?, ¿cómo así que un vino? Este man lo que me quiere es hacer la lap, o sea la tavuel, o sea la vuelta. Por supuesto, mi amor. ¿Y usted quién es?, ¿qué hace en mis pensamientos? No pregunte, mija, no pregunte y siga la conversación. Ok, ok. ¿Y por qué está tan seguro de que me quiere hacer la vuelta? Porque yo lo conozco, yo sé quién es y las ausencias que posee. ¿Ausencias de qué? Pues de amor, mamita, de amor del bueno. ¿Usted lo puede ver en este momento? ¡Sí!, yo lo puedo ver. ¡Cuénteme, cuénteme lo que está haciendo! ¿Segura que quiere saber? ¡¡¡¡¡¡¡Sí!!!!!!

Pues no, mañana le cuento.

Mentira, mentira. No le voy a contar lo que está haciendo en este momento, pero sí lo que hizo antes. ¿Ok? ¡Ok! Listo, aquí va.

El tipo siempre anduvo en busca de amor; una traga por aquí, otra traga por allá. Según él y su lengua, es posible enamorarse de 14 mujeres diferentes en un mismo fin de semana, incluso sin haberlas saludado jamás. ¡PFFF!, ¿y cómo es eso posible? ¡Ja! Querida, ese es el pan de cada día de muchos. Fin de semana 1: “No, mano, me enamoré”. Fin de semana 2: “Vago, esta es la mía, la madre”. Fin de semana 3: “Ya mismo me fui de anillo, ¡con esta me caso!”. Fin de semana 4: “Las tres pasadas eran unas ficticias, esta es la potranca de mi establo, mi pez”. Y así sucesivamente hasta agotar sus días.

La cuestión es que, siguiendo esta lógica, este joven hizo del amor un papel higiénico, y de tanto pasárselo por donde ya sabemos, lo acabó desgastando. ¡No!, ¡pero espere! Por lo menos cuente una de sus historias de desamor. ¿Y a usted quién le dijo que eran de desamor? ¿Acaso perder no es ganar? ¡Calmado, Maturana! (Jajajaja) ¡Cuente más bien! Ok, ok, aquí va. ¿Pero esta vez sí es en serio? Sí, esta vez va en serio, ¡aquí va!

9 de julio de 2015.

Pataclides, nuestro joven, estaba de cumpleaños; sabrá su abuela los años. Junto a su familia y amigos, la celebración ya alcanzaba altísimos niveles etílicos a la madrugada.

02:00 AM

Oigan, ya pasamos bueno con mi familia, exclamó un poco ansioso. Abrámonos ya para Le Parc –una reconocida discoteca bumanguesa de entonces–. Los demás, muy de acuerdo con su propuesta, asintieron con la cabeza y comenzaron a despedirse de todos sus familiares.

03:00 AM

Pataclides, junto a tres de sus mejores amigos, ingresó al establecimiento. ¿Sobrios? No les cuento. ¿Animados? ¡Como no se alcanzan a imaginar! ¿Y por qué? ¿Por qué qué? ¿Por qué tan animados? Mano, porque usted nunca sabe en cuál de esas salidas acabe encontrando al amor de su vida. Es como una ruleta rusa en la que, desgracia, o quizás fortuna, casi siempre acabamos perdiendo. En todo caso, paso a paso, subieron las escaleras.

Segundo piso, puerta de vidrio deslizante, aire acondicionado a tope y “Baila Morena” totiando por todo el lugar. La banda se dividió en dos: dos por un lado, dos por el otro. El cumpleañero, escoltado por su hermano del alma, Andrés, caminó hasta la barra cual vaquero gringo. ¡Dos JaggerBomb!, por favor, le gritó al mesero. Los dos se miraron fijamente y soltaron una risilla, una risilla que dejaba ver su clara intención de acabar inconscientes aquella noche.

Copa sube, copa baja. Otros dos, por favor, gritó de nuevo el joven mientras chequeaba la discoteca con mirada de don duro. Entonces… ¿Entonces qué? ¡Entonces algo pasó! ¿Qué, mano, qué pasó? ¡No me asuste así, mi pez!, que la historia iba bien tranquila como para que se comience a alterar de esa manera. Bueno, discúlpeme; voy a continuar narrando. Pasó que en un leve movimiento de cabeza, cuando se esperaba todo menos ver lo que vio, una pelinegra, cejona, blanquita, bajita, con cachetes rosados –como si se los hubieran cogido a arepazos– y una hermosa y protuberante boca, apareció en escena sin pedir permiso.

¡Cállese la jeta!, pensó nuestro joven con el corazón, el hígado, el páncreas, los párpados y toda su humanidad en la mano. ¡Oleeeee!, ¡pille a esa china! ¿Cuál?, preguntó Andrés. ¡Esa, mano!, contestó él. Ah, sí, está linda. ¡Cómo que linda!, reclamó Pataclides desconcertado,  ¡es el amor de mi vida! ¿Qué hago?, le preguntó a su amigo. Pues cómo así que qué hago, ¡háblele!, ¿se embobó o qué? Bueno sí, pensó él, ni que la china lo fuera a morder.

Cual niño de 10 años, pasó saliva y ¡PUMMM!, entró la policía al establecimiento. ¡Nadie se lo esperaba!, ¿sí o qué? Pero así fue. ¡Se acabó la fiesta! ¡Todo el mundo pa fuera!, gritó el comandante. ¿Y qué hora era?

LAS 03:30 AM

Pero tranquilos que esto sigue.

El joven, aprovechando la situación, se acercó a su futura esposa. ¿Sabes por qué acabaron la fiesta?, le preguntó. Jamás se habían visto en sus vidas y él, el loco ese, ¿de la nada se puso a preguntarle semejante pendejada? No, ni idea, respondió la chica. En ese instante hubo un terrible silencio y luego un cortocircuito en su mente, no en la de ella, sino en la de él, decidiéndose por abortar la misión con un: OK, chao.

Pataclides volvió derrotado a la seguridad de la barra, mientras en su interior se repetía: ¡Muchoooooo gilberto! ¡Cómo le voy a decir tremenda babosada! No sé, respondió Andrés. ¿Cómo así?, ¿Andrés puede leer los pensamientos? Sí, es raro, lo sé, pero él es el tipo de amigo que siempre tiene sus guardados. En fin, Andrés lo miró y le recordó que no era la primera vez que hacía algo así.

Lentamente salieron de la discoteca, y debido a que Pataclides se encontraba de cumpleaños, la mayoría de las personas agolpadas afuera se organizaron para continuar con la celebración. ¿Pa dónde la llevamos?, preguntó el agasajado. Para mi casa, respondió alguien a lo lejos. ¡Listo, ya le caemos! ¿Y por qué no fueron de una? Porque ya no tenía plata. ¿Quién? Pataclides, Pataclides ya no tenía plata; además tenía que recoger un sombrero de mariachi y una cabeza de ternero que siempre que llevaba cuando iba hacer algo épico.

¿Y qué pasó con la china?

Eche ojo. Resulta que cuando iban hacia su casa a recoger el dinero, el sombrero de mariachi y la cabeza del ternero, uno de sus amigos los venía siguiendo con la chica en cuestión. Reían, gritaban y se trataban como amigos de toda la vida. ¡Buenísimo!, se dijo a sus adentros nuestro héroe, ¡Rori es amiguísimo de la china! Nuestro joven se acercó a Rori, interrumpió su conversación con la chica y, haciéndolo a un lado, le puso los ojos encima. ¿Cómo se llama esta mujer, de por Dios?, le preguntó.  ¿Le gustó o qué?, respondió él.  ¡No!, es que le quiero poner un denuncio… ¡Pues obvio que me gustó!, ¡es divina! Rori miró a ambos lados susurrándole algo. Laura, se llama Laura. ¡Uffff!, pues mire, voy a subir a mi casa a bajar unas vainas, por favor no se le ocurra dejarla ir. ¡Listo!, respondió Rori mientras nuestro héroe corría escaleras arriba. ¡Ya bajo!, fue lo último que se escuchó.

Diez minutos, veinte minutos, media hora….Oiga, ¡pero a este man qué le pasa!, reclamó la chica de rosados cachetes; estaba perdiendo la paciencia. Mientras tanto en el apartamento, nuestro héroe buscaba por todos lados la cabeza del ternero. Ya contaba con el dinero y el sombrero de mariachi, pero no, sin la cabeza disecada no iba a salir. Buscó un poco más y ¡PUMMM!, ¡LA ENCONTRÓ!, se la echó al hombro y salió disparado al encuentro de su amada.

El ascensor marcó el primero piso y ¡SHAZZZZ!, se abrió la compuerta. Pataclides se bajó, caminó unos pasos, abrió la reja de la portería y, con una enorme sonrisa de cumpleañero mexicano, gritó: ¡¡¡Óraleeee, carnales!!! Pero no, la chica no estaba, ¡¡¡desapareció!!! ¿Y Rori? Rori tampoco estaba. No puede ser, ¿qué es este nivel de ineficiencia?, se reclamó a sí mismo, uno no puede ausentarse 45 minuticos porque ya se abren pa la casa. ¡Oigan!, ¿para dónde se fue Rori?, preguntó el desesperado joven. Usted se demoró una eternidad, le respondieron. ¡Pero cómo se va ir!, yo le dije que me esperara. ¿Y por qué tanto afán por Rori?, preguntó Andrés. Nuestro héroe se tomó la frente y le respondió: No es por Rori, es por la china que estaba con él. Pues ya qué, para qué se demora, sentenció su gran amigo. Más bien cojamos un taxi y echemos pa donde Fergie, que allá está todo el mundo esperándonos.

La tropa entera comenzó a caminar buscando un ¡TAXIIIII!, gritaban sin suerte. Pero nuestro héroe no estaba allí; estaba perdido; lucía taciturno, nefelibato, medio atolondrado. Quizás su cuerpo hacía presencia, pero su mente y corazón se habían ido hace rato con la pelinegra de baja estatura. ¡No puede ser que vaya a dejar ir a esa china así como así!, se repetía en voz baja. Entonces de repente, muy de repente, se le ocurrió una idea. ¡Oigaannnnnn!, ¿alguno tiene número de Rori?, le preguntó a la masa. Noooo, respondió ella, o sea la masa. ¡Cállese le jeta!, cómo que ninguno tiene el número de Rori, ¡si ese vago no se pela un bazar! Pues no, no lo tenemos…, le respondieron. ¿Y usted qué está haciendo por allá solo? Estoy buscando a la china esa. Pataclides, deje de joder ya con esa china y más bien ayúdenos a conseguir un taxi. Nuestro héroe los miró y, OBVIAMENTE, hizo caso omiso a su propuesta de desistir; de hecho, hizo todo lo contrario, y cual Pointer de cacería, continuó con su búsqueda amorosa.

A ver, a ver, ¿quién me podrá dar el número de Rori?, pensó en voz baja mientras esculcaba la carpeta de contactos en su Nokia de linternita. ¡Pedro!, ¡Pedro seguro lo tiene!

04:00 AM

Piiiiiii, sonaba al otro lado del celular. Piiiiiii…. ¿Aló? ¡Ole, Pedrooooo!, ¡con Pataclides! Mano, ¡qué son estas horas! Sí, yo sé, terrible, pero espere, hágame un cruce. A ver, cuente, ya igual me despertó. Mano, necesito el teléfono de Rori, ¿usted lo tiene? Mmmm…, espere miro. Nuestro héroe se tomó la cabeza con una mano y con la otra levantó el celular y se lo puso en la oreja. ¿Lo tiene o no?, volvió a preguntar con impaciencia. Sí, aquí lo tengo; a ver, anote… Pataclides anotó el número de Rori y le dio las gracias por no perder la paciencia con su nocturna y nada agradable llamada, luego colgó el teléfono y de inmediato llamó a su única fuente de información, Rori. Conteste, Rori, conteste…, pensaba Pataclides con sus labios. El teléfono timbraba sin suerte. Lo volvió a intentar y ¡PRRRRAAA!, ¡contestó Rori! ¿Qué pasó, enanito?, le preguntó con voz de recién levantado. Manoooo, ¿usted por qué se fue?, ¡le dije que se quedara abajo! Usted manda es huevo, a lo bien, ¡se demoró una hora! Bueno, tiene razón…, ¿y qué terminó haciendo? Mano, yo cogí un taxi y me fui con Laura y Daniela. ¿Y ellas dónde están? Pues yo las dejé en sus casa.  Pataclides hizo de tripas valentía y le preguntó: Mi pez, ¿me podría dar el número de Laura? Al otro lado se escuchó un silenció fúnebre, y luego un: ¡Anote! Nuestro héroe anotó el teléfono de la chica que tanto anhelaba ver, se despidió de su amigo y, de inmediato, guardó el contacto como: “MI CACAITO”.

¿Qué está haciendo por allá, Pataclides?, ¿se volvió loco o qué?, le reclamaron de nuevo sus amigos. No jodan, esperen que estoy haciendo algo importante. Todo estaba en su contra, ¡TODO! Solo había cruzado dos palabras con la chica, y fueron las dos palabras más tontas que alguna vez habían salido de su boca.

Eran las 04:10 AM…

…Y las probabilidades de que la chica le contestara eran nulas, además era hija de un artista importante –se enteró después– por lo cual, y muy seguramente, estaría bien escoltada. ¡Pues qué carajos!, se dijo a sí mismo. ¡Batazos más duros me han dado! Tomó su Nokia de linternita y se quedó observando el contacto de “MI CACAITO”, hasta que, muy decidido, le hundió ENTER. El timbre comenzó a sonar al otro lado; una vez, dos veces, tres veces…. ¡Qué es esta paridera, de por Dios!, pensaba mientras sudaba como un burro. Esto está peor que el primer beso de Betty con don Armando –esto último no lo pensó, claramente–.

¿Aló? Ay, juemadre, contestó. En ese instante algo pasó con Pataclides. Fue como si se hubiera transformado en el hombre más seguro del mundo. Tanto, que le soltó a la china algo así: Mira, hablas con Pataclides… Sí, yo sé quién eres, interrumpió Laura. Nuestro héroe alejó el teléfono de su oído y le hizo una pregunta al aire. ¿Cómo así que me conoce? Entonces el aire, muy decente él, le respondió. Quién lo manda a grabarse la jeta en Instagram. Bueno, es verdad, concluyó. Mira, lo que pasa es que me encantas, y yo sé que no son las horas ni es la manera, pero me gustaría que me acompañaras en lo poco que me queda de cumpleaños. Entonces apareció el silencio eterno. 1, 2, 3, 4, 5 y QUÉ, respondió ella. Y que…, que me digas dónde vives y ya mismo voy por ti. Colinas del Arroyo, respondió Laura. ¡Listo! Ya voy para… ¿aló?, ¿aló?, ¿Laura? Pataclides levantó el celular para mirar su pantalla y exclamó: ¡juemadre!, ¡me colgó! Súbitamente la desesperanza poseyó a nuestro joven héroe, transformando por completo sus intenciones románticas en un desamor que ni siquiera había sido amor. ¿Colinas del Arroyo? Ni idea. ¿Habría de encontrarla? Ni idea. ¿Y entonces? Pues mano, si usted no sabe cómo hacer algo, busque a alguien que sí lo sepa. ¡Taxiiiiiii!, le gritó Pataclides a un auto amarillo que pasaba, en contra de todas las probabilidades, frente a su pálido y ansioso rostro. El servicio frenó en seco, Pataclides abrió la puerta trasera y, antes de ingresar, dirigió la jeta hacia sus amigos. ¡NOS VEMOS DONDE FERGIE!, gritó. Entonces ellos, con cara de extrañeza, le respondieron que si se estaba volviendo loco, que qué iban a hacer con la cabeza del ternero y el sombrero de mariachi. ¡Llévenlos que yo les caigo segurísimo!, ¡segurísimo!

Buenas noches, manito, ¿cómo le va? Muy bien, sí señor, ¿a dónde lo llevo? Hermano, le voy a decir la verdad, ¡no tengo ni idea! O sea, no sé dónde queda, pero sé que se llama Colinas del Arroyo. ¿Usted sabe dónde es? Sé que hay dos, uno en Cañaveral y otro en Lagos. Pataclides le pidió al señor un minuto para tomar una decisión. Entonces recordó que Rori vivía en Cañaveral, por lo que tendría más sentido dirigirse hacia allá. ¡Vamos a Cañaveral!, sentenció. Pero hágame un favor. ¿Qué favor?, preguntó el taxista. ¡Estalle ese equipo de sonido y despertemos a toda Bucaramanga! ¡Listo, patrón!

04:40 AM

A toda velocidad, y con un taxi que parecía más chiva que taxi, el conductor y Pataclides cruzaban, de punta a punta, la capital santandereana, LA CIUDAD BONITA. Mientras lo hacían, nuestro héroe iba contándole a su cómplice la historia de la que estaba siendo partícipe, y este, sabiéndose el chofer de aquel sueño amoroso, le metió la chancleta diez veces más, dejando en el aire una estela musical que decía así: “Siempre siempre, que se cumpla un sueño, en el ser humano, qué felicidad, na na na…”.

La nave amarilla ingresó a Cañaveral con Rikarena al frente y Pataclides atrás. Rodaron unos cuantos metros, pasando entre La Florida y el C.C. Cañaveral, y entonces el hombre, nuestro hombre, le pidió al conductor que se detuviera en la licorera. ¿En cuál?, preguntó el señor. En esa, señaló Pataclides con la boca, esa de ahí adelantico. El auto se detuvo y Pataclides descendió con el pedido en la punta de la lengua. ¿Me regala una barra de Halls y un Gatorade rojo? ¿De qué color la barra?, preguntó la señora que atendía. De la negra, respondió él. En ese momento nuestro héroe giró su cabeza hacia el taxi y le preguntó al conductor si quería algo. Una Coca Cola de las grandes, respondió él. ¿Seguro nada más? Sí, sí señor, nada más, contestó con cara de perro regañado. Pataclides reclamó su cambio, le dio las gracias a la señora, tomó el pedido, se subió al taxi y le indicó al conductor que arrancara ese tiesto.

El taxi despegó mientras Pataclides estiraba su brazo en dirección al piloto. Pille su Coca Cola, le dijo. Muchas gracias, respondió él. Subieron un par de cuadras hacia el sur, y luego de bajar un poco, el conductor detuvo el taxi al frente del que se suponía debía ser el conjunto de Laura. ¿Está seguro de que es aquí? Sí, aquí es, respondió el taxista con mucha más seguridad que su cliente. Mano, ¿está seguro de que este es el conjunto? Pues chino, véalo usted mismo. Nuestro joven giró su cabeza 180º, corroborando que sí, efectivamente ese era el conjunto que estaba buscando, o por lo menos eso decía en el letrero del frente: “COLINAS DEL ARROYO”. Dios mío, ¿y ahora qué hago?, se cuestionó. Pues pregúntele al portero si ahí vive la china, y ya, no pierde nada. Bueno, sí, concluyó Pataclides.

Acercándose el amanecer, a eso de las 05:00 AM, nuestro héroe se acercó lentamente al portero del conjunto –quien en ese preciso instante se encontraba regando las matas del antejardín–y, de manera súbita, lo interrumpió con un inesperado: ¡RAMÍREZ! El viejo, brincando de un susto, enfocó el rostro de nuestro héroe y, dándose cuenta de que no tenía ni idea quién estaba en frente suyo, le preguntó que cómo se sabía su apellido. Lo leí en su placa, le contestó Pataclides. El  señor miró el pedazo de metal que colgaba en su bolsillo derecho, como dudando de su apellido, y, un poco confundido, le preguntó al joven que qué quería. Señor, ¿aquí vive Laura? El vigilante no le respondió, por lo menos no con la boca. Lo hizo con un movimiento certero. Soltó la manguera y entró a su cabina, tomando el citófono lentamente. ¿Cuál Laura?, preguntó. Pataclides no tenía ni idea del apellido de su amada, no se lo alcanzó a preguntar, entonces le respondió lo primero que se le vino a la mente. Hermano, ella debió llegar hace poco. Aquella respuesta desarmó por completo al portero, porque sí, efectivamente había llegado hace unos minutos. Regáleme un segundo, sentenció Ramírez  con el citófono en la mano.

El aparatejo sonó, volvió a sonar y Pataclides, angustiado por primera vez, dudó de que Laura continuara despierta. En ese instante giró su cabeza en dirección al taxi y su amigo, su compañero de batalla, lo miró con ojos de intriga. ¿Qué pasó?, preguntó con los hombros levantados. Nada, le respondió Pataclides, nada que me da respuesta. ¡Aghhhhh!, exclamó el taxista mientras metía su cabeza en el vehículo.

El cubículo del celador era polarizado, característica que le dificultaba la interacción con los visitantes. Solo era posible tener contacto con él a través de un huequito en forma de arco que se abría en medio del vidrio. Aquellos minutos fueron eternos, realmente eternos. Cada tanto, el taxista asomaba la cabeza preguntando que qué pasaba, y Pataclides, como si fueran amigos de toda la vida, lo mandaba a callar con un: ¡Shhhhhhto, mano!

Joven, joven, pareció decir una mano que sobresalía por el huequito de la negra ventana. ¿Qué pasó, señor?, preguntó Pataclides con el corazón en el suelo. Que ya sale, confirmó el vigilante. En ese instante el rostro de nuestro Romeo, junto al resto de su cuerpo, sufrió una serie de transformaciones. Aventura, traga, ¿traga? ¡Cállese la jeta!, si la acaba de conocer. Pues sí, mi fish, la acaba de conocer, pero es que hay personas que tienen corazón de trigo, o sea corazón de amor, o sea corazón enamoradizo, poético y romántico, y otras que tienen corazón de cizaña, o sea corazón un peye. Ok, ¿y a qué va con esta extrañísima explicación? Voy a que Pataclides era, o es, porque todavía no se ha muerto, un amante del romance; un hombre que prefiere una conversación, un buen merengue a paso lento y un beso sentido y romántico, a una orgía gomorráica en cualquier motel. Por eso en ese momento, más allá de un posible polvo nocturno, aquella locura significaba un potencial amor para siempre. ¿Factible? ¡Nah! ¿Riesgoso? ¡Por supuesto! Sobre todo porque los corazones de trigo, cuando no están firmes sobre La Roca, suelen creer que cualquier sentimiento es AMOR.

Al frente, un portón de madera y estructuras metálicas; a la izquierda, el cubículo del vigilante; y atrás, el taxista en su nave. Con la pintura dibujándose en el lienzo, y como premio al esfuerzo y determinación de nuestro héroe, la puerta pequeña del gran portón de madera emitió el sonido que emiten las puertas pequeñas de madera cuando los celadores espichan el botón –que jamás sabré dónde está– que las libera de su triste y cerrado estado. Acto seguido, se abrió en dirección al joven, y entonces Laura, la bella y esperada Laura, hizo su aparición en la obra.

Estaba hermosa. Tenía unos leggins rosados de Hello Kitti y una gorra del Atlético Bucaramanga (Jajajaja, mentira, mentira). Tenía unos leggins negros y una blusa azul de pepitas blancas. Sus labios eran rojos, maravillosamente rojos y carnuditos, protuberantes. Era bajita y de pelo negro. Cejona y de cachetes rosados, y en ese momento caminaba a paso lento, cual salvavidas de Baywatch, al encuentro de su recién conocido.

Tú estás loco, fue su primera frase. Pataclides se rió, y mientras le abría la puerta del taxi, le prometió que no se arrepentiría. ¿Seguro? Créeme, no te vas a arrepentir. La dama entró primero y el caballero después, luego este cerró la puerta con cuidado y le indicó a su amigazo, el taxista, hacia dónde dirigirse. En ese momento el conductor, con toda la actitud de un UberBlack, se volteó a verlos. Señorita, ¿desea que le ponga alguna emisora en especial? Relajado, mi pez, ponga lo que quiera, sentenció Pataclides con ojitos de “arranque esta joda rápido”. Entonces el taxista, muy obediente, prendió el carro, le metió primera y ¡FUMMMM!, lo puso a rodar.

Bueno, quiero que me digas algo, comentó Laura. A ver, dime, respondió Pataclides.  ¿Por qué me sacaste de mi casa? La verdad no sé, no tenía nada planeado, simplemente me dejé llevar. ¿Y por qué yo?, preguntó de nuevo Laura. Porque te vi y quedé loco. ¿Ah, sí? Sí, pero ahora no se me vaya a creer Angelina Jolie.
Nuestra pelinegra soltó una carcajada y lo miró a los ojos, directo a los ojos. Tranquilo, yo estoy contenta siendo Laura, no Angelina. Eso me alegra, Laura, que la tenga clara. ¿Y usted por qué no me tutea, señorito? No sé, ¿quieres que te tutee? Pues sí, es más bonito.

Nuestro par de tortolitos conversaban y reían sin parar, entonces, luego de un largo viaje, llegaron a la casa de Fergie. ¿Y aquí quiénes están?, preguntó Laura. Mis amigos, respondió él. ¿Y estás seguro de que están aquí? No sé, me imagino. El joven pagó la carrera y se despidió de su nuevo y fugaz amigo. Se dieron un abrazo y este, su nuevo compañero de aventura, le picó el ojo como gesto de aprobación. “Hágale, mijito, que su china lo está esperando”.

El taxi se marchó, dejando a Pataclides y a Laura al frente de una solitaria portería. En ese momento un vigilante asomó su humanidad fuera del cubículo y les preguntó que qué se les ofrecía. Buenas noches, señor, vamos para la casa de Fergie, respondió Pataclides, ¿le podría timbrar? Sí, contestó el celador, déjenme lo llamo. Eran las 05:20 de la mañana y el cielo, dentro de poco, comenzaría a tornarse azul oscuro.

Pataclides miró su celular, notando que estaba a punto de descargarse, entonces, previendo lo inevitable, le pidió el favor a Laura de que guardara el contacto de uno de sus amigos. Mientras tanto el vigilante, un poco frustrado, luchaba con el citófono, ya que nadie lo contestaba en la casa del anfitrión. ¿Y tú no tienes el teléfono de él? No, le respondió Pataclides. Señor, ¿nada que contestan? No, nada. Esto no me puede estar pasando, se decía así mismo nuestro héroe. ¡POR QUÉ NO CONTESTAN!

La razón por la que no contestaban era que Fergie, no sé por qué carajos, tenía dentro de su casa un bunker en el que se enfiestaba cada que podía, entonces las posibilidades de que contestaran en aquel sitio eran casi nulas. ¿Y tú para qué me hiciste guardar el contacto de tu amigo?, preguntó Laura. ¡Ayyyy, sí! ¡ANDRÉS! Llámalo, por favor. Laura buscó el contacto que recién había guardado y le hundió el botón de llamar. Ven, pásame el celular, le dijo Pataclides mientras estiraba su brazo. En repetidas ocasiones sonó y sonó, pero nada, no contestó. De verdad que esto no puede ser, se repetía nuestro joven en silencio. Por otro lado Laura, casi que sedada, mantenía su calmada y hermosa sonrisa. Bueno, ¡pues qué carajos!, pidamos un taxi y te llevo a tu casa, concluyó nuestro héroe.

Entonces, cuando toda esperanza estaba perdida, un sonido de llanta frenando rasgó toda la tristeza y desilusión que comenzaba a embargar los corazones. A lo lejos, un taxi Atos, de esos que parecen un sacapuntas, apareció en escena con una tropa de jóvenes adentro y una cabeza de ternero asomada por la ventana. ¡Qué pajó, mi roñeeeee!, le gritó uno de sus pasajeros, ¿qué pensó, que lo íbamoos a dejar tirado? Nuestro héroe soltó una carcajada y miró a Laura, que en ese momento lo miraba con cara de intriga, como quien sabe que algo increíble está por suceder.

De un solo trancazo se bajaron todos, incluido Fergie, y, para variar, como todo buen amigo chismoso, Andrés quiso averiguar lo que nadie quería ocultar. Le hizo ojitos a Laura, y con mirada de “quédese ahí, mamita”, apartó a Pataclides hacia un rincón de la portería. ¡Mano!, ¿sacó a la china de la casa? No, perrito, es un holograma renítido, le respondió Pataclides. Su amigo soltó una risilla y continuó con el cuestionario. Yo sé, la pregunta estuvo mal formulada, ¡claro que la sacó!, pero la vaina es cómo, ¿cómo lo hizo? Andrés, dijo Pataclides, entremos y después le cuento. ¡No!, cuénteme ya. ¡Ashhh, Andrés!, mire la cara que tiene, está asustada con la cabeza del ternero, déjeme estar con ella. Bueno, vaya a ver, concluyó su gran amigo.

Suavemente, nuestro héroe tomó a su chica del hombro y le agradeció por su paciencia. De repente apareció otro taxi en escena, completando así la tropa que habría de ingresar al bunker. Manito, todos ellos entran conmigo, le ordenó el patrón al vigilante. ¡Listo!, respondió él. ¡BIIIII!, sonó la puerta de madera. Sigue, le susurró Pataclides a su chica. La verdad es que nuestro héroe estaba emocionado y a la vez confundido. En el fondo no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Simplemente estaba dejando que las cosas pasaran.

La tropa entera cruzó la puerta del conjunto, caminando unos cuantos pasos en dirección a la casa de Fergie, luego, estando adentro, comenzaron a pasar la sala con sumo cuidado; ninguno quería despertar a los dueños del inmueble. Shhhh, en silencio, advirtió el anfitrión mientras bajaba las escaleras que llevaban al bunker. Siguiéndolo, todos comenzaron a descender, hasta que ¡PUMMM!, se encontraron de frente con la cueva del lobo, el lugar en el que Pataclides y Laura habrían de ir más allá.

La puerta de vidrio que sellaba el bunker se deslizó, dejando entrar a la jauría ansiosa de fiesta. Uno a uno ingresaron, y en poco tiempo se adueñaron del espacio con plena seguridad. Aire acondicionado a tope, una mesa de billar al fondo, una rocola de las antiguas –adaptada para sonar con cable auxiliar–, varios muebles de cuero y dos baños hacían del bunker el lugar perfecto para continuar la juerga. Un aguardiente iba y otro venía; así era entonces. Y digo entonces porque ya no lo es, por lo menos no para Pataclides. En esos tiempos, nuestro héroe jugaba constantemente con su fortuna, arriesgándolo todo, siempre en las manos equivocadas. De borrachera en borrachera, iba por el mundo alegrándole la vida a los demás y haciendo de la suya un bulto de escombros que no solo afectaba a su familia, sino a la maravillosa promesa que le fue designada desde antes de respirar su primera bocanada de aire. Él, al igual que todos los corazones de trigo que andan por ahí, tenía un propósito grande por cumplir, un propósito que requería del respaldo adecuado para llevarse a acabo.  Pero no, en ese momento él no lo sabía. Entonces alzó su copa y brindó con Laura. ¡Salud!, dijo ella. ¡Salud!, respondió Pataclides con la copa arriba. Nuestro héroe estaba completamente seguro de que las cosas le habrían de salir bien con su hermosa obsesión, entonces procedió a aplicar la que siempre aplicaba: ¡LA MAGNUN LOOK! Esta mirada fulminante tenía más de: “me quiero casar contigo”, que de: “te quiero llevar a la cama”. Era amor puro hecho pupila; además, venía cargada de conversaciones agradables y sinceras –acuérdense que siempre estaba buscando al amor de su vida–. En ese orden de ideas, Laura, al igual que muchas de las víctimas de su MAGNUN LOOK, comenzó a ceder terreno.

¿Bailamos?, le preguntó nuestro héroe. ¡Claro!, respondió ella. La tomó de la mano, y agarrándola por la espalda lentamente, comenzó a guiarla por la baldosa en un suave movimiento merengoso. “Anooooother Night, parapá, otra noche sin tenerte, otra noche sin tenerte, eeé…”, sonaba en la rocola, y él, llevado de la concupiscencia, puso su mirada en el jardín, que para entonces ya alumbraba con el potente sol mañanero.

Nuestro joven creía estar viviendo el momento más romántico de su vida. ¿Romántico? Sí ¿Dos garrafas de aguardiente, una mesa de billar, todo el mundo amanecido y lagañoso, aplican como una escena romántica? Mire mano, en ese momento el chino tenía los estándares bajos. No joda y déjeme seguir echando la historia. Bueno, siga.

Laura parecía ser la mujer ideal. Hablaba con sus amigos y se reía de todo lo que ellos decían. Andrés, de cuando en vez, alzaba su mirada con un gesto de aprobación, como quien dice: lo veo bien, manito. Sin embargo, había muchas cosas que Pataclides quería preguntar, pero que, por andar bailando y mamando gallo con sus amigos, no lo había hecho. ¡Ven!, le dijo a Laura, sentémonos. La chica lo tomó de la mano, acompañándolo luego hasta el sofá de cuero que reposaba frente a la puerta corrediza. Cuéntame una cosa, comentó Pataclides, ¿te gustaría ser tu propia jefa? ¿Sabes qué es Herbalife? (Jajaja, no mentiras). ¿Dónde vives?, le preguntó –esto ya es serio–. En Bogotá, contestó ella. En ese momento una bomba estalló en la mente de nuestro héroe. ¡Él también vivía en Bogotá! ¡No puede ser!, pensó. ¿Será que esta es mi mujer?, ¿será que compro perro?, ¿será que busco apartamento en arriendo? ¡Dios mío!, ¿qué hago?, le preguntó Pataclides al Dios del que en ese momento dudaba. Sin embargo, y antes de recibir respuesta alguna, Laura, su querida Laura, le devolvió la pregunta. ¡Sí!, yo también vivo en Bogotá, contestó él. ¿Y tienes novia?, inquirió nuestra pelinegra, metiendo la conversación en terrenos un poco más delicados. No, no tengo, contestó Pataclides, ¿y tú? ———— Pongo todas estas líneas porque en ese instante, para desgracia de nuestro joven, ella respondió ¡NO!, pero –este PERO fue mortal–, en este momento me estoy hablando con alguien. ¡PUUUUUMMMMM! ¡A lo profundooooooooooooo, no no no no no, dígale que no a esa pelota! Cientos de pensamientos atacaron vilmente el cerebro de nuestro pequeño enamorado, pensamientos como: ¿Entonces por qué salió conmigo?, ¿qué le pasa a esta china?, ¿será que sí lo quiere?, MAGNUN LOOK, me fallaste. Pailas, se acabó todo. No obstante, cuando todos sus pensamientos parecían hundirlo, o, más bien, indicarle que respetara lo ajeno, hubo uno, uno que generalmente se paseaba por su materia gris, que le susurró que siguiera adelante con su misión porque habría de completarla.

Pero espera, preguntó él,  ¿están saliendo o son novios? No, novios no, solo estábamos saliendo, respondió ella. ¿Y por qué hablas en pasado? Porque no sé, siento que las cosas no están tan bien. Para Pataclides, ese “no sé, siento que las cosas no están tan bien”, fue como un semáforo verde en plena autopista alemana. 

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