No conseguía salir de los problemas que tanto me agobiaban, pero gracias a la labor de un buen amigo, obtuve un ofrecimiento de trabajo. Recién conseguí el empleo, me informaron que el antiguo apartamento donde vivía iba a ser entregado, por lo que debía sacar de allí los muebles que aún conservaba guardados. Por esos días mi madre se encontraba en Bogotá, y con diligencia maternal se prestó a ayudarme con el traslado de los mismos. No tenía un lugar a donde llevar mis pertenencias, pero, como enviado por mi ángel de la guarda, Guillermo apareció y ofreció su apartamento para guardarlas. Una semana después, Jaime me dijo que ya tendría que mudarme de su vivienda, y fue de nuevo mi gran amigo costeño quien acudió al rescate. “Brother, quédate en mi humilde morada, allá vemos cómo sobrevivimos”, me dijo el ‘currambero’. Me mudé a su apartamento – en el que actualmente vivo –, y un lazo de amistad que ya era fuerte, comenzó a volverse de hermandad. Yo trabajaba para Frecuencia Capital, una emisora online, mientras que Guillermo continuaba con sus estudios de Comunicación Social y Periodismo en La Sabana. Un año antes hice de locutor, a modo de práctica, junto con varios amigos de La Sabana en esta misma emisora, y gracias Luis Carlos Guerrero, me volvieron a contratar, esta vez, de manera remunerada. En esa nueva ocasión no sería para hacer locución, en esos meses trabajé promocionando una campaña de Brownies Mama Ía – los verdes – y Coffee Delight. Mi trabajo, básicamente, era pasearme en una Van por todos los colegios distritales de la capital colombiana, pararme frente a un centenar de ‘peladitos’ y lanzarles el siguiente discurso: “Bueno muchachos, el colegio que más empaques de brownies recoja, se ganará el derecho de aparecer en el vídeo musical del grupo… – ya ni me acuerdo de lo malo que era –, entonces pónganse las pilas, que yo voy a estar pasando a contar los paquetes. ¡Se tienen que ganar esta joda!” Sin ánimo de ofender a alguien o generalizar con estereotipos, tuve que visitar todos los colegios públicos de Bogotá, lidiar con jóvenes que son obligados a asistir a clases, que no le prestan atención ni a sus madres, que esperan a que suene el timbre para encenderse a cuchillo con la ‘liebre’ que tengan encima, y con todo y eso, lograba que me escucharan. Hubo uno que otro que se pasó de rebelde, pero con sólo ofrecerles un brownie – que abundaban en ese entonces – quedaban neutralizados, agachaban la cabeza y decían: “sí señor, lo que usted ordene”. Durante todo el 2011 vivimos la vida loca, no la de Ricky Martin, sino la vida loca de dos estudiantes provincianos en la capital. Por tanto problema, lejos de cambiar la actitud fiestera y perniciosa, la potencializamos. Recuerdo con mucha nostalgia ese año, estuvo lleno de problemas, pero también de alegrías. Creo yo, que gracias a esos trecientos sesenta y cinco días, estos textos llevan por nombre: “Años de pesadillas, años de maravillas”. En la sala de nuestro apartamento sólo había dos sillas de madera, un tapete que el portero le regaló a Guillermo y un montón de recibos pagados en la fecha límite. En nuestra nevera sólo había una cebolla, un cubo de hielo y un montón de salsas de McDonald’s. No vivíamos como la gran mayoría de nuestros amigos provincianos, quienes gozaban de facilidades económicas para llevar un ritmo de vida en el que la fiesta y el buen vivir se juntaban en una sola. A Guillermo le mandaban dinero para pagar los servicios y vivir medianamente bien – estaba castigado por gastarse cinco millones de pesos en llamadas internacionales a una gringa que, a mi parecer, es horrible –, y por mi parte, mi padre me enviaba “algo” de dinero y cajas de cartón llenas de atún y maíz. Luego de pagar los servicios, juntábamos el dinero sobrante y planificábamos los gastos obligatorios, él los de la universidad y yo los del trabajo. Después de extraer los gastos generales, nos quedaba “alguito” de plata. El proceso para gastar ese “dinerito” se llevaba a cabo en tres pasos: Primero. “Hey brother, por ahí me habló una ‘peladita’ por el Blacberry, que hoy hay ‘culo’ de ‘verguero’ ‘hijueputa’ en un ‘rumbeadero’, pero ‘nojoda’, dizque hay que pagar cover”, me decía el barranquillero. Yo siempre le respondía que no pasaba nada, que ahí mirábamos cómo hacíamos para ‘enrumbarnos’. Segundo, nos poníamos la pinta. Este personaje entonaba, casi siempre, un merengue bien ‘pachanguero’, se ponía una camisa negra – que casi nunca cambiaba –, la cadena de oro que la abuela le regaló y un pantalón que hacía que sus testículos aparecieran en la superficie del mismo como dos protuberancias dignas de ser cancerígenas, para acto seguido, voltearse y preguntarme: “papi, ¿cómo se me ve la armadura?”. Yo casi que ni podía cambiarme de lo mucho que me reía con ese man; era bien chistoso. Tercero y último. Salíamos del apartamento a cualquier tienda donde vendieran aguardiente. Nos tomábamos la caja de Néctar acompañada de un par de cervezas, nos la dábamos de buenos samaritanos gastándole unas papas y una gaseosa a cualquier indigente que pasara y arrancábamos a buscar ‘vagas’. Gracias a Guillermo y a mi facilidad para hacer amigos, conocí muchas personas de la costa, específicamente de Barranquilla. Una de esas personas cambió drásticamente el rumbo del año, su nombre es Juan Fernando Gutiérrez. Un tipo bajito, con aspecto de turco –Tiene más barba que todos los personajes del señor de los anillos juntos –, enfermo por el fútbol, fiestero como él solo, bumangués de nacimiento y, así suena superficial, con una billetera bastante gruesa. El barbado acababa de terminar una relación de varios años con su novia, y teniendo en cuenta que Guillermo en esa época era un poco dormido para algunas cosas, encontró en mí el compañero de fiesta perfecto. Voy a contarles un par de experiencias que resumen el 2011, pero antes, permítanme abrir una botella de vino, ya que requiero de fluidez lingüística y anímica. Eran las cuatro de la mañana y mi celular soltó el loco; empezó a timbrar y vibrar sin parar. Lo revisé y noté que era Juan Fernando, quien seguramente se había quedado con ganas de seguir la fiesta. Teniendo en cuenta la hora, puse el ‘aparatejo’ en silencio y seguí durmiendo. Ese mismo día, a las diez de la mañana, volví a recibir una llamada de Barbad –es que no se imaginan la barba que tiene –, esta vez sí contesté. Le pregunté que cuál era la jodedera que tenía en la madrugada, a lo que contestó: “Cómete una verga, arréglate que en cinco minutos paso por tu casa, me tienes que contar cómo te fue ayer, y de paso te hago un update de anoche”. Me puse un pantalón de pijama, un buzo, los Crocs, y salí a la portería a esperarlo. Me recogió y nos fuimos para su apartamento. Entramos, me senté en el sofá de su sala, prendí el PlayStation3 y continué con una liga que jugaba con el Madrid. Desde su cuarto, el barranquillero-santandereanizado empezó a contarme detalle por detalle lo acontecido en su noche, mientras que alistaba maleta para irse a Medellín. Me encontraba a punto de meter un gol con Cristiano Ronaldo, y escuché un grito proveniente de su cuarto: “Hey Tato, camina pa’ Medallo”. Pausé el juego y le respondí que no podía, que no tenía casi plata y todavía faltaba mucho para que culminara el mes. Me aconsejó que llamara a la terminal de buses para preguntar por el precio del tiquete por tierra. Llamé, negocié, y al final decidí no ir; había derrumbes en el camino, por lo tanto el bus se demoraría mucho en llegar, además no podía gastar nada de plata. Le informé que no iría, que no tenía mucho dinero y era un acto de irresponsabilidad irme así como así. Con lo terco que es, me respondió: “Eche ‘carepicha’, ¿quieres ir o no?, yo llamo ya mismo a la agencia de viajes de mi familia y compro el tiquete en avión, pero decídete, después me lo pagas”. Dentro de mi conciencia había una lucha de poderes espirituales. El ángel: “¡Dios mío!, yo quiero ir, pero…¿después cómo le pago a este man?”. El demonio: “Ay Enano, deje de ser tan abuelo, cuando le paguen le paga y listo”. Después del debate interno entre mi parte buena y mi parte mala, decidí: “Ole mano, compre esa joda, después miro qué hago”, le dije al barbado. Compró el tiquete, me lanzó las llaves de su camioneta y me dijo que fuera a alistar maleta. Llegué a mi casa gritando: “Me voy para Medellín, ¡Jueputa!”. Guillermo me miró como a un demente, me dijo que me cuidara, alisté la maleta y me devolví al edificio de Juan. Arrancamos en un taxi para el aeropuerto, y en treinta y cinco minutos estábamos en Medellín. Llamé a mi papá: “Gordito, nosotros tenemos bastante familia en Medellín, ¿será que me pueden hospedar?”. A lo que, con tono de sequedad, respondió: “Ay Sebastián, deje la ‘huevonada’, deje de mamar gallo, más bien cuente cómo le ha ido”. Le dije que era en serio y casi se va de culo. Del viaje sólo tengo fotografías en mi mente. Primera: Un paisa fumando marihuana en un balcón, segunda: Una discoteca, tercera: Su querido escritor con un sombrero ‘vueltiao’ hablándole, en un inglés bastante enredado, a unas irlandesas, cuarta: Las irlandesas en nuestro apartamento, y quinta: Oscuridad total; me desmayé de la borrachera. Ahí sí, como dijo Sócrates: “Sólo sé, que nada sé”. ¡La pasé delicioso! Lo único malo fue que tuve que devolverme en bus y, ¡Ah!, le quedé debiendo setecientos mil pesos a Juan Fernando; cuando me pagaron, él mismo me llevó a cobrar, y los billetes pasaron de mis manos directo a las suyas. Después de terminar el contrato con la emisora, gestioné un viaje a Estados Unidos –Auspiciado por mi madre – para conseguir una beca estudiantil jugando fútbol. Arranqué el siete de julio del 2011. Llegué a la ciudad de Orlando después de tres horas y media de viaje. Como armas de guerra llevaba mis guayos, mi lengua bífida y un par de cojones que me hacen jugar cada partido como si fuera el último. Lograr mi propósito no iba a ser fácil, ya que viajaba junto con doscientos cuarenta y nueve jóvenes de distintas partes del mundo, todos con la esperanza de conseguir una beca en alguna universidad de los “United”. Al segundo día ya había hecho amigos de distintas partes del mundo, había anotado dos goles y recibido dos ofertas de beca; una en Misuri y otra en Wisconsin. Lo estaba haciendo muy bien y, como buen colombiano, me relajé. Pasé noches en vela jugando fútbol-tenis con un grupo de brasileros, salí de fiesta al Down Town de Daytona con varios españoles, y para rematar, unos negros me robaron la billetera; me les acerqué a pedir un cigarrillo, me vieron bajito y, ¡toma tu robada! – luego mi madre me envió más dinero –. Uno de esos días llegué borracho a la universidad, me acosté a dormir desnudo y, minutos después, la alarma de la universidad se encendió. Llegó la policía y los bomberos, quienes rápidamente desalojaron la universidad. Adivinen quién fue el único que no salió del cuarto, claramente fue Tatán. El día siguiente me desperté con las nalgas heladas por el aire acondicionado, y mis compañeros de cuarto me comentaron acerca de lo sucedido la noche anterior. Ahora me parece chistoso, pero ese día les recriminé el hecho de que mientras ellos bailaban YMCA con la policía y los bomberos, yo pude haber muerto quemado y desnudo. Faltando tres días para regresar a Colombia, salí de fiesta con la gran mayoría de jóvenes y entrenadores. Nos metimos a una discoteca muy conocida en Daytona, yo apenas tenía veinte años, por lo que no podía consumir bebidas embriagantes dentro de ningún establecimiento. Los mayores de edad me pasaban uno que otro traguito, y yo me encargaba de ‘echar ojo’ a ver si alguna gringa me daba luz verde con su mirada. Bailé varias canciones con las rubias esas; todas expertas en apoyar sus culos en mi miembro y agitarlo hasta que me hicieran pedir permiso para ir al baño a orinar. Yo quería bailar salvajemente, pero también quería preguntarles: “¿What’s your name?, ¿Are you studying or working? – que es el famoso ‘¿estudias o trabajas?’ –, ¿don’t you think that its a pretty night to go to the beach?”, entre otras. Lo único cierto es que a esas viejas no les importó ni cinco si la noche era bonita, o si yo estudiaba o trabajaba, ellas simplemente querían hacerme el doggy Style, que me callara la jeta, y que siguiera bajando. Todos los hombres deben estar preguntándose: “Es que este man es marica, ¿o qué? No, yo pateo con la derecha – sin ánimo de ofender a los amigos homosexuales –, y la razón por la que no me animaba tanto era que las gringas con las que bailé eran muy feítas; a dos de ellas les faltaban dientes. Las bonitas me dieron ‘bate’ apenas les dije que era colombiano; fue como si les hubiera confesado que tenía SIDA, lepra, una sola hueva y mi papá era Osama Bin Laden. Aburrido por no conquistar a ninguna gringa con mis dotes latinos, opté por seguir el consejo de un amigo de Puerto Rico que se encontraba en mi misma situación. “Seba’, tengo elugá pefecto pa’ eta noche, vamoa Lollipop”, recomendó el puertorriqueño. No tenía ni la más mínima idea de qué era Lollipop, pero con el desespero que me poseía, acepté sin titubear. Caminamos durante cinco minutos por el centro de la ciudad, y después de cruzar varias cuadras, llegamos a un club de bailarinas. “¿Este tipo me trajo a un puteadero? Bueno, ya qué carajos, ¡vamos pa’ dentro!”, me dije a mí mismo. A él le cobraron diez dólares en la entrada, y a mí, por ser menor de edad, veinte. Dentro del lugar, me pareció estar en una película de Hollywood; cuatro escenarios con tubos, cada uno con varias bailarinas danzando al ritmo de la estruendosa música, y varios señores de edad introduciendo billetes de un dólar en sus apretados calzones. El sitio se me hizo inmenso, lleno de mesas por las que se paseaban en patines las meseras semidesnudas. Mi compañero de guerra me dio un empujón y nos sentamos a observar. Casi ipso facto, una señorita mexicana se acercó a mi amigo, se sentó en sus piernas y, como si estuviera teniendo un orgasmo, soltó un: “Papi, ¿quieres un show privado?”. El puertorriqueño respondió que sí, pero que trajera una amiguita para mí. La bailarina mexicana caminó hacia el fondo del lugar, entró a un salón –que alumbraba con luces de neón rojas –, se demoró un minuto y salió con una gringa de dos metros, que más que puta o bailarina, parecía sacada de un campeonato internacional de Lucha Libre. Apenas la vi, le dije a mi amigo: “Ole, ¿usted está loco?, ¡a mí me cambian esa vieja!”. Yo soy bajito de estatura, y no tengo ningún complejo por ello, pero es que cada teta de esa mujer podía alimentar a Bucaramanga y su área metropolitana; así quién no se va a intimidar. Me demoré más en decirle algo al puertorriqueño, que ellas en llegar. La gigante rubia me agarró de la mano y, como miquito de Kipling, me llevó colgando de su brazo hasta el cuarto rojo. En la entrada había una rueda de bus – de esas que marcan la entrada del pasajero en los buses colombianos – custodiada por un harlista gordo y barbón, quien nos cobró veinte dólares por ingresar al colorado salón. Las señoritas nos informaron que cada canción que bailaran nos costaría treinta dólares, a lo que, sin muchos peros, respondimos al unísono: “Yes, yes, no problem”. Entramos al alumbrado recinto y caminamos por un largo pasillo. Por cada paso que daba en ese largo camino, observaba a las señoritas completamente desnudas, encaramadas encima de los gringos, quienes con cara de perros arrechos, ni atención prestarón a nuestras expiatorias miradas. Después de caminar viendo tanta vieja empelota, llegamos a nuestro sofá, nos acomodamos y preparamos para disfrutar de nuestro espectáculo. Comenzó la canción, las luces se apagaron, no veía nada, pero…de pronto aparecieron ante mí un par de tetas enormes. Las dos alumbraban con un verde fosforescente que exaltaba la majestuosidad de la silicona que en su interior guardaban. Yo ni me enteré de qué pasó con la mexicana; sólo tenía ojos para la guerrera de dos metros que tenía encima. En un momento pensé que me iba a desnucar para luego llevarse mi dinero, pero no, la mona sólo me estaba practicando el pollo asado a la inversa múltiple; sin penetración, claro está. Se terminó el show y sólo nos bailaron una canción. Pero, según el criterio de medición de las señoritas, fueron tres, cuestión por la que casi tengo que quedarme a vivir en aquella casa de citas. El puertorriqueño tuvo que ir a la universidad a traer más dinero, mientras yo lo esperaba custodiado por el harlista, la mexicana y la luchadora con exceso de crecimiento. Luego de unos días bastante amenos en Estados Unidos, regresé a Bogotá. Estando en esta fría ciudad, analicé los ofrecimientos de beca que me habían hecho, y luego de mucho pensarlo, decidí que no valía la pena que mis padres pagaran el doble de dinero por universidades que académicamente eran deficientes. Teniendo en cuenta que mi promedio en La Sabana no era tan malo, y que el dinero de la matrícula continuaba en manos de esa institución, pasé la solicitud de semestre de prueba, la cual, unos días después, fue aceptada. En agosto del año 2011 comencé mi semestre académico, y un mes después renuncié al mismo. Mis padres no me devolvieron nada de lo que antes tenía y, como lo venía haciendo, abandoné mi deber. El veintinueve de octubre de ese año, por robarme un Blacberry, un niño de aproximadamente 14 años me apuñaló la mano en un bus, y mi padre, desesperado por tanta tragedia, me obligó a regresar a Bucaramanga. Pasé el resto del 2011 en mi ciudad natal, y ya me empezaba a acostumbrar al hecho de estudiar allí. En diciembre de ese año, mi madre me comentó que se mudaría a Bogotá, y que me daría la última oportunidad de reivindicarme. Trabajé durante el primer semestre del 2012 en ISC – una empresa que gestiona becas en universidades de USA –, y fue allí donde empecé a valorar el dinero. Procuré no pedirles dinero a mis padres, comprar mi propia ropa, financiarme los viajes, salidas y menesteres que se me antojaran, en pocas palabras, ser autosuficiente. En agosto del 2012, mi madre, viendo el buen comportamiento que estaba teniendo, me dio la oportunidad de continuar con mis estudios de Comunicación Social y Periodismo, y como todo buen hijo, volví a mi hogar; validé en La Tadeo los semestres cursados en la Universidad de La Sabana. Estaba convencido de que lo mío era el periodismo, y los resultados del primer semestre que cursé en La Tadeo, fueron fiel reflejo de ello. En el 2013 continué con la misma actitud, aprobé de manera sobresaliente cada materia que vi, excepto por una que otra que me costó algo de trabajo. Los problemas de irresponsabilidad fueron disminuyendo, las locuras que caracterizaban mi vida también, y fue entonces cuando empezó en mi vida la lucha por limpiar el nombre de Tatán. No dejo de tener una actitud alegre y dicharachera, sigo siendo el mismo. Simplemente, he decidido que de lo que haga en mi juventud, dependerá mi futuro. En el presente año he tomado la decisión de alimentar mi espíritu de cosas importantes y de alejarme de banalidades y estupideces que me hagan retroceder en el largo trecho que he recorrido. Y, No habiendo más qué decir, les agradezco por leer esta “breve” historia, que más un texto lleno de letras y más letras, fueron en mi vida unos “años de pesadillas, años de maravillas”.
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