AÑOS DE PESADILLAS, AÑOS DE MARAVILLAS (PARTE 1)
Mi nombre es Sebastián Ospina López – me presento para no tener que ocupar espacio con nombres en la parte superior de esta hoja – , soy estudiante de Comunicación Social y Periodismo, carrera que, después de cinco años de estar estudiándola, en la Universidad de La Sabana primero y actualmente en la Jorge Tadeo Lozano, me tiene más que convencido de ser el camino acertado para mi vida.
Duré mucho tiempo divagando, perdiendo tiempo y dinero que ni siquiera era mío. Pero bueno, ¡ya qué!, lo hecho, hecho está. Ahora lo importante es empezar por el principio.
En el año 2008 me gradué del colegio con el mérito a la ‘espontaneidad’; vaya logro. Mientras casi todos mis compañeros estaban preparando la ceremonia de graduación en el Hotel Dann Carlton, yo me encontraba en colegio San Patricio recuperando física y matemáticas. Sentado en la coordinación académica con el profesor que dictaba las dos asignaturas, intentaba, afanosamente, alcanzar a presentarme al grado con los amigos que me acompañaron en el tramo final de la secundaria. Hacía y deshacía los ejercicios matemáticos: “Profesor, mire, ¿ya están bien?”, a lo que en varias ocasiones, José Ángel, el profesor, respondía: “No Ospina, hágale de nuevo a ver si llega a tiempo”. ¡Dios mío!, quería ‘emburundangar’ al man y que me pasara las materias, pero no, no se podía. Como al quinceavo intento, ¡por fin!, ¡pasé el año! Llegué al hotel y me gradué con birrete y todo. Terminé la secundaria en el tercer colegio al que asistí; estudié primero en La Salle, luego en el San Pedro Claever, para por fin terminar en el San Patricio.
Durante todo mi proceso escolar nunca fui un tipo brillante, de hecho, la única vez que icé bandera, lo hice por ser el mejor amigo del curso; ese título es medio extraño, pero fue oficial, con votación y todo. No es que fuera bruto, ni más faltaba, simplemente me costaba concentrarme. El profesor de matemáticas de La Salle, Augusto Tavera, explicaba algo sobre Baldor y su algebra, entretanto, yo intentaba poner atención, pero mis lapiceros siempre se transformaban en algún guerrero, nave, o ‘Pokemón’, haciéndome imposible enfocar mi atención en sus explicaciones; todos los estudiantes tenían el cuaderno lleno de apuntes, mientras que en mi pupitre ya habían estallado 4 guerras mundiales. No en todas las clases iniciaba batallas campales, algunas sí lograban captar mi atención. Eran el caso de Biología, Ciencias Sociales, Español, Dibujo y Geografía. Contraria a mi afinidad con la academia, siempre destaqué en la educación física. Soy un deportista natural, de baja estatura, más culón que gimnasta ruso, piernón y muy, pero muy hiperactivo. Luego de culminar mis estudios secundarios, empecé a pensar en qué carajos iba a hacer con mi vida. ¿Será que lo mío es el derecho?, o, ¿mejor la comunicación social? La verdad, estaba más claro Andrés Pastrana en su presidencia, que yo en mi escogencia de carrera.
Es chistoso pensar cómo escogí mi primer intento de pregrado. Fue de la siguiente manera: “Me gusta el derecho, pero también la comunicación social… ¡fácil! Voy a estudiar Relaciones Internacionales” ¡Qué tal ese proceso de raciocinio! Remarcable.
Habiendo dejado pasar el tiempo de manera irresponsable – como casi siempre – , llamé a varias universidades de Bogotá para preguntar sobre las inscripciones; en la gran mayoría ya habían culminado. Me entró la preocupación: “¡Ahora me va tocar estudiar en Bucaramanga!” Pero, para mi consuelo, la universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano continuaba recibiendo nuevos estudiantes. Acordé la cita de admisión y me presenté en sus instalaciones días después.
Luego de la reunión con la persona encargada de hacerme la entrevista, recibí, después de un par de semanas, el mensaje de aceptación. El alma se me llenó de alegría, y me decía a mí mismo: “¡Voy a ser Internacionalista!”; sonaba bello el título.
Pero, la alegría duró poco. Año 2009. Recién inicié mis estudios en La Tadeo, todo se me hizo extrañísimo. Dentro de mi adolescente inmadurez, me dejé impactar por la diversidad cultural – de la cual me enorgullezco hoy como estudiante de esa universidad – que la institución ostenta con sus estudiantes como referencia. “¿Rastafaris?, ¿punketos?, ¿esta joda qué es?” Me preguntaba en esos momentos. Siéndoles sincero, eran meras excusas para no enfocarme en lo que de verdad importaba; estudiar. A mitad de semestre llamé a mi mamá y le comenté que la carrera no me había gustado, y que además, la universidad se me hacía algo extraña. Mi madre, alcahueta como ella sola, me dijo: “Termina el semestre con buenas notas y luego vemos qué hacemos”.
No terminé nada, y menos con buenas notas. (Mamá, sé que vas a leer esto. Lo importante es que ya estoy encaminado en la línea correcta). Cuando llegué a Bucaramanga a disfrutar de unas inmerecidas vacaciones, camuflé las notas y las presenté como buenas.
Engañé a mis padres – de lo cual no me siento orgulloso – , pero mi único propósito era, así no hubiera estado bien enfocado en ese momento, no perder la oportunidad de estudiar en el epicentro universitario de Colombia. Luego de la catástrofe académica por la que pasé en la Tadeo, me presenté como aspirante al pregrado de Comunicación Social y Periodismo en la universidad de La Sabana. La entrevista me la hizo Jairo Valderrama – profesor al que le debo mucho – , quien, según muchos amigos que estudiaban en esa institución, es el maestro de maestros en materia periodística. Las pruebas de admisión no tuvieron ningún percance. A decir verdad, lo único extraño que sucedió fue un comentario que me hizo otro aspirante a estudiante de periodismo. Estaba sentado en un pupitre realizando las pruebas, mientras el joven me miraba fijamente. Me volteé y le dije: “¿Qué pasó?”, a lo que contestó, con acento costeño: “Tú te hiciste la rinoplastia, ¿cierto?”. No voy a hacer comentarios al respecto.
Recibí la notificación por parte de La Sabana en la que aceptaban dejarme ingresar en sus filas, y recién empezó el 2010, inicié mi travesía en el periodismo. Durante ese año hice muy buenos amigos. Teníamos un combo de ‘primiparos’ fácil de identificar. Siempre andábamos en manada, nunca había un naipe fuera de la baraja. El problema fue, que mientras todas las cartas se preocupaban por sacar buenas notas, yo, que pensaba que era el as de picas, estaba perdiendo en todas las apuestas. Académicamente fue un año mediocre. Más que estudiante, mi papel fue de funcionario del DAS. Engañé, me aproveché y abusé de la amabilidad de muchos de mis compañeros y profesores; sólo me faltó chuzar las líneas telefónicas de los curas del Opus Dei.
Si no entregaba un trabajo a tiempo, si no me presentaba a un parcial, entre otras muchas faltas, no pasaba nada, ya tenía la táctica para solucionarlo. Me acercaba al profesor, y con un tono de tristeza y cara de marido recién abandonado, soltaba mi discurso: “Profesor, la verdad es que he estado pasando por un momento muy difícil. Mis padres se están separando, mis hermanitos están sufriendo mucho y tengo que ir a Bucaramanga a cuidarlos cada tanto. Le imploro entienda”. La gran mayoría de docentes, como buenos seres humanos, se sobrecogían ante mi falsa situación y me permitían reponer lo que no había hecho. Era todo un timo. ¿Cuál separación?, ¿Cuáles hermanitos? Mis padres se separaron hace diez años, y mis hermanos son mayores que yo; hace más de una década que se pasan una máquina Gillette por la cara. Pero bueno, como en la vida todo se paga, al final tuve el mismo destino que el DAS, me liquidaron.
Debo confesarles que no sabía por qué estudiaba lo que estaba estudiando, no tenía idea de cuál era el por qué y el para qué de esa hermosa carrera, no sentía lo que siento ahora, y por eso me iba como a los travestis en misa. Siempre me dejé llevar por los comentarios de mis allegados: “Tatán, el periodismo sí es lo suyo”; “Enano, lo felicito, escogió lo que era”. Sentía pena por mí y por la gente, esa gente que esperaba tanto de mí. A pesar de mi falta de vocación, aprobé los dos semestres que cursé durante ese año. Pero, fueron más los absurdos de los que fui protagonista fuera de la universidad, que lo que aprendí en la academia. Voy a contar sólo una anécdota, porque si cuento más, el texto se extendería mucho; debe estar diciendo más de un perezoso: “Manda huevo este tipo, ¿le parece pescado todo este poco de palabras?” ¡Pues No!, apenas van mil cuatrocientas cincuenta y dos, y contando.
Acá va a la anécdota: Un día, sediento por el ‘guayabo’, salí de mi habitación – que era tan pequeña y oscura como la de Harry Potter – urgido por beber algo. Antes de salir, por cosas de la vida, tomé un copito Johnson & Johnson y lo introduje en mi oreja derecha. Caminé hasta la cocina mientras me restregaba el interior del oído, me pasé la herramienta de limpieza a la oreja izquierda y la dejé allí para poder agarrar el vaso y así revolver el té que tenía pensado beber. Mientras batía la mezcla de polvo y agua, la novia de mi hermano – la dueña del apartamento – apareció por detrás de mí. Llevábamos unos días peleados, por lo que no le presté mucha atención. Yo todavía tenía el copito dentro de la oreja. Mi ex cuñada soltó un: “Por fin saliste de la cueva, ¿ah?”, a lo que respondí que sí, que por fin. Creo yo, que al ver mi desinteresada respuesta, la ‘Cuñis’ quiso darme un gesto de amor, por lo que saltó encima de mí y me abrazó. “¡Ay, Jueputa!”, grité como una loca recién cogida. Me perforó la membrana timpánica con un copito Johnson. No… ¡vaya y charle con su tía abuela! ¿Cómo me pasa una joda de esas? Ese día fue toda una tortura. Con el oído roto, fui a la universidad a presentar un examen, pero los intensos dolores no me permitieron realizarlo. El profesor me mandó a la enfermería, donde el médico encargado me sentó en la camilla, sacó su pistolita de luz – la de las orejas – y la introdujo en mi cavidad auditiva para ver qué sucedía. “¡Uy!”, dijo el señor. ¿Cómo así que Uy?, le cuestiné. “Joven, usted se tiene que ir ya mismo a una clínica, tiene la oreja llena de sangre”, afirmó el “experimentado” médico. Agarré mis chiros y me fui directo a una clínica. Llegué rápidamente a ‘urgencias’ de la clínica Cardio Infantil. “Muchacho, su número de cédula”, dijo la señorita que estaba al otro lado del vidrio. Se lo di y me informó que no aparecía en el sistema. Todo tenía una explicación. Las anteriores vacaciones había trabajado con un amigo de la familia , y al haber cotizado como mayor de edad para mi seguridad social y para una tal ARP, perdí todos los beneficios de la EPS de mi madre. Desconsolado, llamé a Claudia Patricia – mi mamá – y le informé sobre lo que me dijeron. Escuchó, se desesperó y me colgó; la pobre no sabía qué hacer. Tuve que pagar la cita con el médico general. El tipo sacó la misma pistolita del médico de La Sabana y la introdujo en mi oído. “¡Ushhhh!”, soltó el impreciso médico. En ese momento pensé: “¿Es que estos manes sólo saben decir ‘Uy’, ‘ay’ y ‘Ush’?” Señor, por favor dígame algo que no sepa. El médico, viendo mi preocupación, sentenció: “Mire ‘pelao’, si a usted no le realizan un procedimiento de timpanoplastia hoy mismo, el tímpano se le puede infectar, y si eso sucede, esa infección puede subir hasta su cabeza, dejándolo – no me acuerdo de la palabra, pero era más o menos, ‘retardado’ –…” Las lágrimas se me escurrieron por los cachetes. No quería, de ninguna manera, andar por el mundo regando babas y yéndome de jeta cada tres pasos. El problema se terminó solucionando después de ir a un par de clínicas más. Mi ex cuñada apareció y pagó las consultas. El último médico que me revisó, dictaminó: “Tienes el 10% de la membrana timpánica perforada, pero no te preocupes, es un tejido, y como tal, se reconstruirá” Pues señor médico, déjeme comentarle, si llega a leer esto, que al día de hoy todavía escuchó como si tuviera un audífono dañado. Además, gracias a ese chistecito del copito, tengo una enfermedad que no tiene nadie. Se llama: “Dolor de Cara”. Me da únicamente cuando viajo por tierra. Me duelen los dientes, las encías, las orejas, la nariz…en fin, ¡la cara!
¿Si ven?, me emocioné y alargué el cuento.
Continuemos. Recién terminé el segundo semestre del 2010, me fui para Bucaramanga a pasar, de nuevo, otras inmerecidas vacaciones. Yo creía, dentro de mi ‘autoprotectora’ consciencia, que había pasado todas las materias, y que además, lo había hecho con muy buenas notas. Cuando llegué a mi ciudad natal mis padres me preguntaron que cómo me había ido, a lo que, convencido contesté: “¡Muy bien!, dejé el promedio altísimo”. Pusieron cara de felicidad y todo marchó de maravilla. Esas vacaciones estuvieron llenas de regalos que no merecía. Me obsequiaron Un PlaySation3, un Ipod Touch de cuarta generación, ropa, guayos, sacaba la camioneta en las noches, etc. Un 26 de diciembre, luego de andar más enrumbado que Diomedes Díaz – pernicioso cantante vallenato –, ingresé a la página de la universidad para revisar las notas. ¡Vaya sorpresa! De las siete materias que había inscrito, dos aparecían con calificación de cero. Pensé: “Pero, ¿por qué?, en Inglés y Religión presenté los exámenes y los pasé”. Pues querido, hablándote como si fuera tu mamá, te recuerdo que la universidad tiene normas de asistencia, y si las incumples, tu nota será CERO. Tenía Inglés Nivel seis y Vida Razón y Fe en cero. Las dos materias más fáciles de todo el semestre las había perdido por irresponsable, por no ir.
Desesperado, llamé a la universidad para que me dieran alguna solución. Un funcionario de la institución me dijo: “En este momento todos los empleados están en vacaciones, sería que viniera en enero cuando abran las oficinas”. Recuerdo que sólo pensaba en la manera en que mis padres me asesinarían. Mi mamá ya había pagado la matrícula que, en ese entonces, redondeaba los diez millones de pesos.
Averigüé por medio de varios amigos que se encontraban en mi situación, sobre qué debía hacer para seguir estudiando. Todos conocían de antemano su situación académica, y dentro de los tiempos establecidos por la universidad, enviaron una solicitud para cursar un semestre de prueba. Mientras que yo, 16 días después, vine a enterarme de la dichosa solicitud.
Llegó el 2011. Comenzando enero les dije a mis progenitores que iba a para Bogotá, que tenía que solucionar un problema con unos créditos que no se me estaban teniendo en cuenta. Agarré el bus y, con el rabo entre las patas, me vine para Bogotá.
Mandé cuanta solicitud me pidieron, pero todas fueron negadas. Los directivos me hicieron saber que mi promedio no era tan malo, que para haber perdido dos materias en cero, un ponderado de tres con doce no debía preocuparme mucho, pero eso sí, que debido a mi tardía solicitud, les era imposible aceptarme para ese semestre. La única salvedad que hicieron fue que para el segundo semestre del 2011 podría entrar sin problema alguno. Sarcásticamente pensé: “Muchísimas gracias, los quiero mucho”.
En esos momentos cargaba un peso inimaginable encima, no sabía qué hacer. Luego de mucho pensarlo, decidí que la universidad debía guardar el dinero de la matrícula. Yo, mientras tanto, sostendría la mentira hasta que el peso de la misma me pudiera aplastar.
Para no levantar ninguna sospecha, asistía a la universidad casi todos los días. Jugaba el torneo de fútbol interno, hablaba ‘paja’ con la gente, me fumaba un par de cigarrillos y luego me iba a la casa. Mis amigos molestaban con que había pagado la inscripción en el torneo más caro del mundo. “Este marica pagó diez millones por el torneo, y no viene con uniforme”, decían; tan chistosos los ‘huevones’. Luego de un tiempo en el que me percaté del golpe económico que representaba para mi bolsillo estar yendo innecesariamente a la universidad, le mermé a la asistencia.
En el mes de febrero, más o menos, un amigo de mi hermano mayor me llamó. Me preguntó si era posible que le diera hospedaje en mi apartamento, me dijo que iba a tener un hijo y no tenía donde quedarse. Yo lo conocía, pero sólo por los ratos que compartíamos cuando estaba con mi hermano. Conozco a muchos miembros de su familia. Son gente muy honesta y echada ‘palante’, gracias a esos valores les ha ido muy bien en la vida. A ese “amiguito” de treinta y dos años lo conocí firmando litros de Whisky en el Club Campestre de Bucaramanga, invitando comida en restaurantes, y dando muestra de derroche económico sin medida alguna; me imagino que conocen ese tipo de persona. La verdad, nunca vi nada de malo en aceptarlo en mi morada, por lo consiguiente, le dije que llegara, que lo iba a hospedar.
Desde que mi “amigo” de treinta y dos años – que no hacía mucho por su vida – llegó a mi apartamento, las cosas se revolucionaron. Al comienzo, todo era fiesta, trago, jugar PlayStation3, y de vez en cuando ir a la universidad a hacer presencia. Pero las cosas fueron tomando un tinte oscuro. El “amiguito” se ponía mi ropa sin autorización. En repetidas ocasiones le dije que si me pedía permiso, no le iba a negar nada, pero, terco como él sólo, nunca lo hizo. En una ocasión salimos de fiesta, y gracias a su facilidad para encontrar problemas, un joven bogotano resultó gravemente herido.
Mi inquilino fastidió tanto a un tal Tío – reconocido Skinhead de Bogotá – , que éste, sin nada de paciencia, le metió un cabezazo que casi acaba con lo poquito de cara que tenía. Dentro de la revuelta que se formó, un joven – delgado él – ayudó a mi “amigo”, quien casi ni veía por el fuerte golpe que había recibido. Por haber ayudado al hombre sin rostro, uno de los amigos del Tío arremetió contra él, tirándolo contra un taxi en movimiento. En ese momento cerré los ojos pensando que el taxi había atropellado al ‘chino’. Los abrí, y suspiré aliviado: “Gracias a Dios no le pasó nada”. El muchacho cayó con la cara al lado de la llanta del vehículo, y el Skinhead, no habiendo tenido suficiente, se acercó y le propinó una patada en la cara. El golpe tenía como cómplice unas botas Dr. Martens, que con su fuerte suela y cuero, abrieron de manera horizontal, por casi diez centímetros, el pómulo izquierdo del joven.
Esa noche me dediqué a insultar a mi “amiguito”; aún no podía creer que un tipo de treinta y dos años siguiera generando problemas como el que acababa de presenciar. Días después, mi compañero de apartamento – Norman – me comentó que le había prestado un celular al inquilino, y que éste, le había dicho que ya no lo tenía. En tres ocasiones indagué con el susodicho sobre el paradero del móvil, y la única información que saqué fue que el celular se le había perdido. Todos esos abusos de confianza apuntaban a que el señor tendría que salir de mi residencia. Una noche salí de fiesta con mis amigos de Bucaramanga; Daniel Ramírez, gran amigo, había llegado de Estados Unidos, y le íbamos a recibir como buenos colombianos, comiendo y bebiendo . Salí del apartamento y dejé al visitante no deseado acostado en mi cama jugando Play . Esa noche dormí en el apartamento de Daniel. A la mañana siguiente recibí una llamada de un amigo de la Guajira, Sergio De Avila. Me pidió el favor de que le llevara su computador – que en ese momento estaba en mi casa – porque tenía que hacer un trabajo para la universidad. Pedí un taxi y me fui para mi domicilio. Entré al apartamento, miré al inquilino durmiendo en mi cama, busqué el computador de mi amigo, y…
Continuará…
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