A MI VIEJO LE ADEUDO LA LOCURA
Desde pelaito las personas han tenido cierta empatía conmigo. Por ejemplo, mis vecinos de la niñez: Héctor Julián Grecco y su hermana Natalia. En pleno auge de la nueva era musical –Proyecto Uno, Fulanito, Rikarena–, timbraban en mi casa y le pedían a mis padres, generalmente a mi madre, un permiso: “Patricia, ¿será que nos puedes prestar a Tatán un momento?”. Mi madre, con su linda manera de ser, les decía que por supuesto. Esas solicitudes, ahora que lo pienso, representaban toda una cadena de eventos maquiavélicos con un único propósito: entretenimiento gratuito. Primero me atraían con palos de melcocha: “Tatancito, siéntate acá y te los comes”. Obviamente me sentaba y desaparecía la melcocha. Pasado un minuto, mi hiperactividad, que ya era caso de estudio, se triplicaba. Se acercaban al equipote de sonido creyendo que yo no me percataba de lo que estaba sucediendo, para acto seguido reproducir algo así: “Hay un baile muy moderno, que le gusta a todo el mundo, lo bailan en discotecas, y los niños lo vacilan, y las muchachas lo imitan, guau, guau, guau, y los muchachos lo bailan, guao, guao, guao”. Segundos después, tenían a una guatica de ocho años con problemas de crecimiento bajo los efectos del equivalente a un pase de cocaína materializado en melcocha, bailando el Baile del perrito como una bala perdida por toda la sala. ¡Qué entretenimiento en HD ni qué nada!
Así sucedió durante toda mi niñez y adolescencia. “¿Quién baila el vals con la gordita en sus quince?”, preguntaban. “Tatán, vaya que a usted no le da pena nada”, solían afirmar mis amigos. Ahora, a mis 22 años, he cambiado un poco. Conservo bastante de esa actitud temeraria en la que no sentía miedo a ser criticado. Pero cierto es que, a medida que los años avanzan, uno se va tiñendo de rigidez. Muchas veces quisiera volver a ser ese niño que le importaba un bledo tener la jeta llena de mocos.
Creo en que la carga genética de cada persona define, hasta cierto punto, su manera de ser. Pero esa creencia no camina sola. La educación que se recibe en el hogar es fundamental para formarnos como personas; ¡buenas personas! De mi hogar recibí mucho, tanto que no sé cómo agradecerles por toda la paciencia y tesón que tuvieron.
En resumidas cuentas, quiero hablarles de uno de los grandes responsables de que sea como soy; mi papá.
Si mi viejo fuera transportado a esta época –habiéndole devuelto su juventud–, podría ser un éxito. Pero lo más seguro es que no. Probablemente, a las tres horas de su llegada a este modernizado y apenado mundo, sería linchado. ¿Pueden imaginarse un adulto de 20 años, en pleno siglo XXI, montado en un árbol leyendo libros del llanero solitario, esperando por algún gitano que asome su humanidad para encenderlo a cauchera? Yo sé que no. En la ciudad de Bucaramanga, Santander, El Basto –como lo apodaban en su cuadra– era el jefe supremo. Tenían que pedirle permiso para entrar a su territorio: La Cuadra de la Frescura.
El Basto madrugaba a juntar su pelotón para salir a marchar al ritmo de un cántico que, siéndoles francos, me parece patético. Sonaba en las calles de la siguiente manera: “¡Somos las panteras que vamos a luchar, a las montañitas del barrio del pilar!”. Diría mi hermano Víctor: “No, papá, con razón perdió la virginidad a los veintiuno”. Es que ¡Dios mío!, ¿diez tipos con más pelos en las gónadas que en la cabeza, sin nunca haber probado las bondades de una mujer, cantando a pulmón herido y cargando palos y escopetas de diábolos? ¡Virgen santísima!
En este caso hipotético, si mi viejo viviese en esta época, tuviese mi edad y conservara esas costumbres, le diría: “Si los ven patrullando por las calles, les meten un balazo”. A lo que él respondería de la única manera que lo sabe hacer, como papá. “Mijo, ¿pero por qué?”. ¿Las razones? Primero porque parecen la secta de Helter Skelter. Y segundo, por guerrilleros.
Vivo en el norte de Bogotá, en una zona muy bonita, parecida a la que el combo de mi papá rondaba en sus tiempos. Les aseguro que si fuera caminando por este sector, llegando a mi casa, cansado por el largo trayecto en Transmilenio, y en medio del camino me tropiezo con El Basto y su pandilla –10 tiposcon palos y dos escopetas–, reaccionaría mal. “¡Jueputa!, ahora sí vinieron a llevarme”, pensaría mientras corro a toda velocidad a la estación de policía más cercana. Agitadísimo les gritaría a los policías: “¡Señores agentes, hay un grupo de guerrilleros al lado de mi casa!”. A lo que seguro contestarían como lo hacen siempre: “joven, vuelva usted a su hogar, con toda seguridad lo más guerrillero que hay en su zona son los peluqueros de Norberto”. Los miraría con cara de “claro que sí, ya mismo vuelvo a mi casa”, mientras dentro mi cabeza los impulsos eléctricos producidos por no sé qué –porque no estudio medicina– estarían generando pensamientos como: “¿Por qué más bien no vuelve usted a la academia de policía y además se mete el uniforme, el bolillo, la moto, el radioteléfono y el mismísimo CAI por el orificio por que el que defeca?”. Luego de esos segundos en los cuales habría pensado en esa decente vulgaridad, me despediría para dirigirme a alistarme como Paraco. No, mentira, es sólo por seguir con la sátira.
Lectores, no se alarmen. Eso sólo sucedería en ese supuesto caso, que a decir verdad fue producto de la mezcla entre altas concentraciones de agua panela y una imaginación sin límite. La realidad era que no le hacían nada a nadie, por lo menos a nadie que importara. Sus remedos de batallas campales siempre tuvieron como enemigos a los caddies de golf del Club Campestre de Bucaramanga, y las únicas consecuencias de éstas eran un par de moretones y uno que otro correazo propinado por algún padre disgustado.
Puede ser que un espacio para mi padre en esta realidad sea difícil de conseguir. Pero sé también que no conozco ningún amigo mío ni conocido que baile como mi papá, que cante como él, que toque el tiple, la guitarra, la mesa con picador de hielo, la caneca del aseo, el rayador de queso, las maracas y aquí paro, porque seguramente podría inventarme un instrumento de percusión ya y estaría completamente seguro de que él lo haría sonar armoniosamente. Por esas razones, mi mente se debate entre si El Basto terminaría pasando la noche en una estación de policía o amaneciendo medio borracho en Andrés Carne de Res.
Además de su personalidad histriónica, Víctor Manuel Ospina Cadavid Londoño Henao –y digo todos los apellidos, porque sí que se siente orgulloso de ellos– es un señor que ha vivido mucho, tiene mucho que contar. Cuando éramos unos niños nos echaba historias que harían palpitar del susto, o algunas veces de la emoción, el corazón de cualquier inocente consciencia: un perro que se le apareció a mi abuelo lanzando candela por la nariz; la Virgen María tocándole la pierna a mi bisabuela para, mediante un milagro, curarla del cáncer que padecía; tres arañazos que tenía en el costado derecho de sus costillas, consecuencia, según él, de la feroz mordida de un tiburón tigre; en fin. En este punto más de uno debe pensar: “ese viejo miserable tenía más enredados a esos pobres chinos”.
Yo me creía todos los cuentos. Unos eran ciertos, otros no. La verdad, no conozco el primer perro que lance fuego por las ñatas. Lo más parecido me sucedió con un dálmata que tuve. Lo vi masticando algo y le introduje la mano dentro de la boca para extraerle lo que tenía. ¡Qué porquería! A mi mascotica no le dio sino por tragarse la mierda de un indigente, y yo, como todo buen amo, se la saqué. Y no crean que corrí a mi casa a poner una canción de Laura Pausini mientras celebraba, con el perro parado en dos patas, que estábamos llenos de mierda. Obviamente el perro se ganó su patada por sucio. !Eso sí es real!, mi querido Víctor Manuel.
Como bien me enseñaron en historia, en 1939 Adolf Hitler atacó Polonia y estalló la Segunda Guerra Mundial. Él fue malo, pero mi papá se lo tragaba vivo. No piensen que me daba latigazos, ni que intentó echarle ácido a mi ducha, tampoco… Les estoy revelando el temor que infundía mi progenitor, no sólo sobre sus tres hijos, sino sobre mis amigos del barrio, los del barrio de más arriba, mis primos, mis amigos del colegio, los del equipo de fútbol, etcétera. Siéndoles franco, dentro de su fuerte coraza, que ya no es tan fuerte, se esconde uno de los seres más blandos y vulnerables que conozco; hoy en día no puede ver un bus de Copetran salir del terminal porque lagrimea.
Es un señor como todos, lleno de virtudes y falencias. Pero en este escrito quiero dejar a un lado sus debilidades y agradecerle de corazón por pintarme un mundo de fantasía, de danza y canción, de ancestros qué recordar, de haberme hecho, junto con mi señora madre, el joven que me siento orgulloso de ser.
Qué bueno fue haber sido criado por él.
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