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En este canal amamos vivir y contar historias, sobre todo escritas. ¡Por eso entren y disfruten de este paseo en castellano!

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DIRECTO AL MANGO

CONFESIONARIO

PREGUNTE LO QUE QUIERA

IDENTIDAD Y PROPÓSITO

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1   UN FIN DE SEMANA ANÁLOGO
2   TATAN YA SE FUE
3   LOS DIABLOS SÍ EXISTEN
4   VOLVI POR USTEDES
5   NO LLAMES IMPURO LO QUE LIMPIO ESTA

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1.1
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A mi viejo le adeudo la locura

Desde pelaito las personas han tenido cierta empatía conmigo. Por ejemplo, mis vecinos de la niñez: Héctor Julián Grecco y su hermana Natalia. En pleno auge de la nueva era musical –Proyecto Uno, Fulanito, Rikarena–, timbraban en mi casa y le pedían a mis padres, generalmente a mi madre, un permiso: “Patricia, ¿será que nos puedes prestar a Tatán un momento?”. Mi madre, con su linda manera de ser, les decía que por supuesto. Esas solicitudes, ahora que lo pienso, representaban toda una cadena de eventos maquiavélicos con un único propósito: entretenimiento gratuito. Primero me atraían con palos de melcocha: “Tatancito, siéntate acá y te los comes”. Obviamente me sentaba y desaparecía la melcocha. Pasado un minuto, mi hiperactividad, que ya era caso de estudio, se triplicaba. Se acercaban al equipote de sonido creyendo que yo no me percataba de lo que estaba sucediendo, para acto seguido reproducir algo así: “Hay un baile muy moderno, que le gusta a todo el mundo, lo bailan en discotecas, y los niños lo vacilan, y las muchachas lo imitan, guau, guau, guau, y los muchachos lo bailan, guao, guao, guao”. Segundos después, tenían a una guatica de ocho años con problemas de crecimiento bajo los efectos del equivalente a un pase de cocaína materializado en melcocha, bailando el Baile del perrito como una bala perdida por toda la sala. ¡Qué entretenimiento en HD ni qué nada!

Así sucedió durante toda mi niñez y adolescencia. “¿Quién baila el vals con la gordita en sus quince?”, preguntaban. “Tatán, vaya que a usted no le da pena nada”, solían afirmar mis amigos. Ahora, a mis 22 años, he cambiado un poco. Conservo bastante de esa actitud temeraria en la que no sentía miedo a ser criticado. Pero cierto es que, a medida que los años avanzan, uno se va tiñendo de rigidez. Muchas veces quisiera volver a ser ese niño que le importaba un bledo tener la jeta llena de mocos.

Creo en que la carga genética de cada persona define, hasta cierto punto, su manera de ser. Pero esa creencia no camina sola. La educación que se recibe en el hogar es fundamental para formarnos como personas; ¡buenas personas! De mi hogar recibí mucho, tanto que no sé cómo agradecerles por toda la paciencia y tesón que tuvieron.

En resumidas cuentas, quiero hablarles de uno de los grandes responsables de que sea como soy; mi papá.

Si mi viejo fuera  transportado a esta época –habiéndole devuelto su juventud–, podría ser un éxito. Pero lo más seguro es que no. Probablemente, a las tres horas de su llegada a este modernizado y apenado mundo, sería linchado. ¿Pueden imaginarse un adulto de 20 años, en pleno siglo XXI, montado en un árbol leyendo libros del llanero solitario, esperando por algún gitano que asome su humanidad para encenderlo a cauchera? Yo sé que no. En la ciudad de Bucaramanga, Santander, El Basto –como lo apodaban en su cuadra– era el jefe supremo. Tenían que pedirle permiso para entrar a su territorio: La Cuadra de la Frescura.

El Basto madrugaba a juntar su pelotón para salir a marchar al ritmo de un cántico que, siéndoles francos, me parece patético. Sonaba en las calles de la siguiente manera: “¡Somos las panteras que vamos a luchar, a las montañitas del barrio del pilar!”. Diría mi hermano Víctor: “No, papá, con razón perdió la virginidad a los veintiuno”. Es que ¡Dios mío!, ¿diez tipos con más pelos en las gónadas que en la cabeza, sin nunca haber probado las bondades de una mujer, cantando a pulmón herido y cargando palos y escopetas de diábolos? ¡Virgen santísima!

En este caso hipotético, si mi viejo viviese en esta época, tuviese mi edad y conservara esas costumbres, le diría: “Si los ven patrullando por las calles, les meten un balazo”. A lo que él respondería de la única manera que lo sabe hacer, como papá. “Mijo, ¿pero por qué?”. ¿Las razones?  Primero porque parecen la secta de Helter Skelter. Y segundo, por guerrilleros.

Vivo en el norte de Bogotá, en una zona muy bonita, parecida a la que el combo de mi papá rondaba en sus tiempos. Les aseguro que si fuera caminando por este sector, llegando a mi casa, cansado por el largo trayecto en Transmilenio, y en medio del camino me tropiezo con El Basto y su pandilla –10 tipos con palos y dos escopetas–, reaccionaría mal. “¡Jueputa!, ahora sí vinieron a llevarme”, pensaría mientras corro a toda velocidad a la estación de policía más cercana. Agitadísimo les gritaría a los policías: “¡Señores agentes, hay un grupo de guerrilleros al lado de mi casa!”. A lo que seguro contestarían como lo hacen siempre: “joven, vuelva usted a su hogar, con toda seguridad lo más guerrillero que hay en su zona son los peluqueros de Norberto”. Los miraría con cara de “claro que sí, ya mismo vuelvo a mi casa”, mientras dentro mi cabeza los impulsos eléctricos producidos por no sé qué –porque no estudio medicina– estarían generando pensamientos como: “¿Por qué más bien no vuelve usted a la academia de policía y además se mete el uniforme, el bolillo, la moto, el radioteléfono y el mismísimo CAI por el orificio por que el que defeca?”. Luego de esos segundos en los cuales habría pensado en esa decente vulgaridad, me despediría para dirigirme a alistarme como Paraco. No, mentira, es sólo por seguir con la sátira.

Lectores, no se alarmen. Eso sólo sucedería en ese supuesto caso, que a decir verdad fue producto de la mezcla entre altas concentraciones de agua panela y una imaginación sin límite. La realidad era que no le hacían nada a nadie, por lo menos a nadie que importara. Sus remedos de batallas campales siempre tuvieron como enemigos a los caddies de golf del Club Campestre de Bucaramanga, y las únicas consecuencias de éstas eran un par de moretones y uno que otro correazo propinado por algún padre disgustado.

Puede ser que un espacio para mi padre en esta realidad sea difícil de conseguir. Pero sé también que no conozco ningún amigo mío ni conocido que baile como mi papá, que cante como él, que toque el tiple, la guitarra, la mesa con picador de hielo, la caneca del aseo,  el rayador de queso, las maracas y aquí paro, porque seguramente podría inventarme un instrumento de percusión ya y estaría completamente seguro de que él lo haría sonar armoniosamente. Por esas razones, mi mente se debate entre si  El Basto terminaría pasando la noche en una estación de policía o amaneciendo medio borracho en Andrés Carne de Res.

Además de su personalidad histriónica, Víctor Manuel Ospina Cadavid Londoño Henao –y digo todos los apellidos, porque sí que se siente orgulloso de ellos– es un señor que ha vivido mucho, tiene mucho que contar. Cuando éramos unos niños nos echaba historias que harían palpitar del susto, o algunas veces de la emoción, el corazón de cualquier inocente consciencia: un perro que se le apareció a mi abuelo lanzando candela por la nariz; la Virgen María tocándole la pierna a mi bisabuela para, mediante un milagro, curarla del cáncer que padecía; tres arañazos que tenía en el costado derecho de sus costillas, consecuencia, según él, de la feroz mordida de un tiburón tigre; en fin. En este punto más de uno debe pensar: “ese viejo miserable tenía más enredados a esos pobres chinos”.

Yo me creía todos los cuentos. Unos eran ciertos, otros no. La verdad, no conozco el primer perro que lance fuego por las ñatas. Lo más parecido me sucedió con un dálmata que tuve. Lo vi masticando algo y le introduje la mano dentro de la boca para extraerle lo que tenía. ¡Qué porquería! A mi mascotica no le dio sino por tragarse la mierda de un indigente, y yo, como todo buen amo, se la saqué. Y no crean que corrí a mi casa a poner una canción de Laura Pausini mientras celebraba, con el perro parado en dos patas, que estábamos llenos de mierda. Obviamente el perro se ganó su patada por sucio. !Eso sí es real!, mi querido Víctor Manuel.

Como bien me enseñaron en historia, en 1939 Adolf Hitler atacó Polonia y estalló la Segunda Guerra Mundial. Él fue malo, pero mi papá se lo tragaba vivo. No piensen que me daba latigazos, ni que intentó echarle ácido a mi ducha, tampoco… Les estoy revelando el temor que infundía mi progenitor, no sólo sobre sus tres hijos, sino sobre mis amigos del barrio, los del barrio de más arriba, mis primos, mis amigos del colegio, los del equipo de fútbol, etcétera. Siéndoles franco, dentro de su fuerte coraza, que ya no es tan fuerte, se esconde uno de los seres más blandos y vulnerables que conozco; hoy en día no puede ver un bus de Copetran salir del terminal porque lagrimea.

Es un señor como todos, lleno de virtudes y falencias. Pero en este escrito quiero dejar a un lado sus debilidades y agradecerle de corazón por pintarme un mundo de fantasía, de danza y canción, de ancestros qué recordar, de haberme hecho, junto con mi señora madre, el joven que me siento orgulloso de ser.

Qué bueno fue haber sido criado por él.

PDTA: “esto lo saben los lobos de la vieja cañada”.

Años de pesadillas 1

Mi nombre es Sebastián Ospina López – me presento para no tener que ocupar espacio con nombres en la parte superior de esta hoja – , soy estudiante de Comunicación Social y Periodismo, carrera que, después de cinco años de estar estudiándola,  en la Universidad de La Sabana primero y actualmente en la Jorge Tadeo Lozano, me tiene más que  convencido de ser el camino acertado para mi vida.

Duré mucho tiempo divagando, perdiendo tiempo y dinero que ni siquiera era mío. Pero bueno, ¡ya qué!, lo hecho, hecho está.  Ahora lo importante es empezar por el principio.

En el año 2008 me gradué del colegio con el mérito a la ‘espontaneidad’; vaya logro. Mientras casi todos mis compañeros estaban preparando la ceremonia de graduación en el Hotel Dann Carlton, yo me encontraba en colegio San Patricio recuperando física y matemáticas. Sentado en la coordinación académica con el profesor que dictaba las dos asignaturas, intentaba, afanosamente, alcanzar a presentarme al grado con los amigos que me acompañaron en el tramo final de la secundaria. Hacía y deshacía los ejercicios matemáticos: “Profesor, mire, ¿ya están bien?”, a lo que en varias ocasiones, José Ángel, el profesor, respondía: “No Ospina, hágale de nuevo a ver si llega a tiempo”. ¡Dios mío!, quería ‘emburundangar’ al man y que me pasara las materias, pero no, no se podía. Como al quinceavo intento, ¡por fin!, ¡pasé el año! Llegué al hotel y me gradué con birrete y todo. Terminé la secundaria en el tercer colegio al que asistí; estudié primero en La Salle, luego en el San Pedro Claever, para por fin terminar en el San Patricio.

Durante todo mi proceso escolar nunca fui un tipo brillante, de hecho, la única vez que icé bandera, lo hice por ser el mejor amigo del curso; ese título es medio extraño, pero fue oficial, con votación y todo. No es que fuera bruto, ni más faltaba, simplemente me costaba concentrarme. El profesor de matemáticas de La Salle, Augusto Tavera, explicaba algo sobre Baldor y su algebra, entretanto, yo intentaba poner atención, pero mis lapiceros siempre se transformaban en algún guerrero, nave, o ‘Pokemón’, haciéndome imposible enfocar mi atención en sus explicaciones; todos los estudiantes tenían el cuaderno lleno de apuntes, mientras que en mi pupitre ya habían estallado 4 guerras mundiales. No en todas las clases iniciaba batallas campales, algunas sí lograban captar mi atención. Eran el caso de Biología, Ciencias Sociales, Español, Dibujo y Geografía.  Contraria a mi afinidad con la academia, siempre destaqué en la educación física. Soy un deportista natural, de baja estatura, más culón que gimnasta ruso, piernón y muy, pero muy hiperactivo. Luego de culminar mis estudios secundarios, empecé a pensar en qué carajos iba a hacer con mi vida. ¿Será que lo mío es el derecho?, o, ¿mejor la comunicación social? La verdad, estaba más claro Andrés Pastrana en su presidencia, que yo en mi escogencia de carrera.

Es chistoso pensar cómo escogí mi primer intento de pregrado. Fue de la siguiente manera: “Me gusta el derecho, pero también la comunicación social… ¡fácil! Voy a estudiar Relaciones Internacionales” ¡Qué tal ese proceso de raciocinio! Remarcable.

Habiendo dejado pasar el tiempo de manera irresponsable – como casi siempre – , llamé a varias universidades de Bogotá para preguntar sobre las inscripciones; en la gran mayoría ya habían culminado. Me entró la preocupación: “¡Ahora me va tocar estudiar en Bucaramanga!” Pero, para mi consuelo, la universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano continuaba recibiendo nuevos estudiantes. Acordé la cita de admisión y me presenté en sus instalaciones días después.
Luego de la reunión con la persona encargada de hacerme la entrevista, recibí, después de un par de semanas, el mensaje de aceptación.  El alma se me llenó de alegría, y me decía a mí mismo: “¡Voy a ser Internacionalista!”; sonaba bello el título.

Pero, la alegría duró poco.  Año 2009. Recién inicié mis estudios en La Tadeo, todo se me hizo extrañísimo. Dentro de mi adolescente inmadurez, me dejé impactar por la diversidad cultural – de la cual me enorgullezco hoy como estudiante de esa universidad – que la institución ostenta con sus estudiantes como referencia. “¿Rastafaris?, ¿punketos?, ¿esta joda qué es?” Me preguntaba en esos momentos. Siéndoles sincero, eran meras excusas para no enfocarme en lo que de verdad importaba; estudiar. A mitad de semestre llamé a mi mamá y le comenté que la carrera no me había gustado, y que además, la universidad se me hacía algo extraña. Mi madre, alcahueta como ella sola, me dijo: “Termina el semestre con buenas notas y luego vemos qué hacemos”.
No terminé nada, y menos con buenas notas. (Mamá, sé que vas a leer esto. Lo importante es que ya estoy encaminado en la línea correcta).  Cuando llegué a Bucaramanga a disfrutar de unas inmerecidas vacaciones, camuflé las notas y las presenté como buenas.

Engañé a mis padres – de lo cual no me siento orgulloso – , pero mi único propósito era, así no hubiera estado bien enfocado en ese momento, no perder la oportunidad de estudiar en el epicentro universitario de Colombia. Luego de la catástrofe académica por la que pasé en la Tadeo, me presenté como aspirante al pregrado  de Comunicación Social y Periodismo en la universidad de La Sabana. La entrevista me la hizo Jairo Valderrama – profesor al que le debo mucho – , quien, según muchos amigos que estudiaban en esa institución, es el maestro de maestros en materia periodística. Las pruebas de admisión no tuvieron ningún percance. A decir verdad, lo único extraño que sucedió fue un comentario que me hizo otro aspirante a estudiante de periodismo. Estaba sentado en un pupitre realizando las pruebas, mientras el joven me miraba fijamente. Me volteé y le dije: “¿Qué pasó?”, a lo que contestó, con acento costeño: “Tú te hiciste la rinoplastia, ¿cierto?”. No voy a hacer comentarios al respecto.

Recibí la notificación por parte de La Sabana en la que aceptaban dejarme ingresar en sus filas, y recién empezó el 2010, inicié mi travesía en el periodismo. Durante ese año hice muy buenos amigos. Teníamos un combo de ‘primiparos’ fácil de identificar. Siempre andábamos en manada, nunca había un naipe fuera de la baraja. El problema fue, que mientras todas las cartas se preocupaban por sacar buenas notas, yo, que pensaba que era el as de picas, estaba perdiendo en todas las apuestas. Académicamente fue un año mediocre. Más que estudiante, mi papel fue de funcionario del DAS. Engañé, me aproveché y abusé de la amabilidad de muchos de mis compañeros y profesores; sólo me faltó chuzar las líneas telefónicas de los curas del Opus Dei.

Si no entregaba un trabajo a tiempo, si no me presentaba a un parcial, entre otras muchas faltas, no pasaba nada, ya tenía la táctica para solucionarlo. Me acercaba al profesor, y con un tono de tristeza y cara de marido recién abandonado, soltaba mi discurso: “Profesor, la verdad es que he estado pasando por un momento muy difícil. Mis padres se están separando, mis hermanitos están sufriendo mucho y tengo que ir a Bucaramanga a cuidarlos cada tanto. Le imploro entienda”. La gran mayoría de docentes, como buenos seres humanos, se sobrecogían ante mi falsa situación y me permitían reponer lo que no había hecho. Era todo un timo. ¿Cuál separación?, ¿Cuáles hermanitos? Mis padres se separaron hace diez años, y mis hermanos son mayores que yo; hace más de una década que se pasan una máquina Gillette por la cara. Pero bueno, como en la vida todo se paga, al final tuve el mismo destino que el DAS, me liquidaron.

Debo confesarles que no sabía por qué estudiaba lo que estaba estudiando, no tenía idea de cuál era el por qué y el para qué de esa hermosa carrera, no sentía lo que siento ahora, y por eso me iba como a los travestis en misa. Siempre me dejé llevar por los comentarios de mis allegados: “Tatán, el periodismo sí es lo suyo”; “Enano, lo felicito, escogió lo que era”. Sentía pena por mí y por la gente, esa gente que esperaba tanto de mí.  A pesar de mi falta de vocación, aprobé los dos semestres que cursé durante ese año. Pero, fueron más los absurdos de los que fui protagonista fuera de la universidad, que lo que aprendí en la academia. Voy a contar sólo una anécdota, porque si cuento más, el texto se extendería mucho; debe estar diciendo más de un perezoso: “Manda huevo este tipo, ¿le parece pescado todo este poco de palabras?” ¡Pues No!, apenas van mil cuatrocientas cincuenta y dos, y contando.

Acá va a la anécdota: Un día, sediento por el ‘guayabo’, salí de mi habitación – que era tan pequeña y oscura como la de Harry Potter – urgido por beber algo. Antes de salir, por cosas de la vida, tomé un copito Johnson & Johnson y lo introduje en mi oreja derecha. Caminé hasta la cocina mientras me restregaba el interior del oído, me pasé la herramienta de limpieza a la oreja izquierda y la dejé allí para poder agarrar el vaso y así revolver el té que tenía pensado beber.  Mientras batía la mezcla de polvo y agua, la novia de mi hermano – la dueña del apartamento – apareció por detrás de mí. Llevábamos unos días peleados, por lo que no le presté mucha atención. Yo todavía tenía el copito dentro de la oreja. Mi ex cuñada soltó un: “Por fin saliste de la cueva, ¿ah?”, a lo que respondí que sí, que por fin. Creo yo, que al ver mi desinteresada respuesta, la ‘Cuñis’ quiso darme un gesto de amor, por lo que saltó encima de mí y me abrazó. “¡Ay, Jueputa!”, grité como una loca recién cogida. Me perforó la membrana timpánica con un copito Johnson. No… ¡vaya y charle con su tía abuela! ¿Cómo me pasa una joda de esas?  Ese día fue toda una tortura. Con el oído roto, fui a la universidad a presentar un examen, pero los intensos dolores no me permitieron realizarlo. El profesor me mandó a la enfermería, donde el médico encargado me sentó en la camilla, sacó su pistolita de luz – la de las orejas –  y la introdujo en mi cavidad auditiva para ver qué sucedía. “¡Uy!”, dijo el señor. ¿Cómo así que Uy?, le cuestiné. “Joven, usted se tiene que ir ya mismo a una clínica, tiene la oreja llena de sangre”, afirmó el “experimentado” médico. Agarré mis chiros y me fui directo a una clínica. Llegué rápidamente a ‘urgencias’ de la clínica Cardio Infantil. “Muchacho,  su número de cédula”, dijo la señorita que estaba al otro lado del vidrio. Se lo di y me informó que no aparecía en el sistema. Todo tenía una explicación. Las anteriores vacaciones había trabajado con un amigo de la familia , y al haber cotizado como mayor de edad  para mi seguridad social y para una tal ARP, perdí  todos los beneficios de la EPS de mi madre. Desconsolado, llamé a Claudia Patricia – mi mamá –  y le informé sobre lo que me dijeron. Escuchó, se desesperó y me colgó; la pobre no sabía qué hacer. Tuve que pagar la cita con el médico general. El tipo sacó la misma pistolita del médico de La Sabana y la introdujo en mi oído. “¡Ushhhh!”, soltó el impreciso médico. En ese momento pensé: “¿Es que estos manes sólo saben decir ‘Uy’, ‘ay’ y ‘Ush’?” Señor, por favor dígame algo que no sepa. El médico, viendo mi preocupación, sentenció: “Mire ‘pelao’, si a usted no le realizan un procedimiento de timpanoplastia hoy mismo, el tímpano se le puede infectar, y si eso sucede, esa infección puede subir hasta su cabeza, dejándolo – no me acuerdo de la palabra, pero era más o menos, ‘retardado’ –…” Las lágrimas se me escurrieron por los cachetes. No quería, de ninguna manera, andar por el mundo regando babas y yéndome de jeta cada tres pasos. El problema se terminó solucionando después de ir a un par de clínicas más. Mi ex cuñada apareció y pagó las consultas. El último médico que me revisó, dictaminó: “Tienes el 10% de la membrana timpánica perforada, pero no te preocupes, es un tejido, y como tal, se reconstruirá” Pues señor médico, déjeme comentarle, si llega a leer esto, que al día de hoy todavía escuchó como si tuviera un audífono dañado. Además, gracias a ese chistecito del copito, tengo una enfermedad que no tiene nadie. Se llama: “Dolor de Cara”. Me da únicamente cuando viajo por tierra. Me duelen los dientes, las encías, las orejas, la nariz…en fin, ¡la cara!

¿Si ven?, me emocioné y alargué el cuento.

Continuemos. Recién terminé el segundo semestre del 2010, me fui para Bucaramanga a pasar, de nuevo, otras inmerecidas vacaciones. Yo creía, dentro de mi ‘autoprotectora’ consciencia, que había pasado todas las materias, y que además, lo había hecho con muy buenas notas. Cuando llegué a mi ciudad natal mis padres me preguntaron que cómo me había ido, a lo que, convencido contesté: “¡Muy bien!, dejé el promedio altísimo”. Pusieron cara de felicidad y todo marchó de maravilla. Esas vacaciones estuvieron llenas de regalos que no merecía. Me obsequiaron Un PlaySation3, un Ipod Touch de cuarta generación, ropa, guayos, sacaba la camioneta en las noches, etc.  Un 26 de diciembre, luego de andar más enrumbado que Diomedes Díaz – pernicioso cantante vallenato –, ingresé a la página de la universidad para revisar las notas. ¡Vaya sorpresa! De las siete materias que había inscrito, dos aparecían con calificación de cero. Pensé: “Pero, ¿por qué?, en Inglés y Religión presenté los exámenes y los pasé”. Pues querido, hablándote como si fuera tu mamá, te recuerdo que la universidad tiene normas de asistencia, y si las incumples, tu nota será CERO. Tenía Inglés Nivel seis y Vida Razón y Fe en cero. Las dos materias más fáciles de todo el semestre las había perdido por irresponsable, por no ir.

Desesperado, llamé a la universidad para que me dieran alguna solución. Un funcionario de la  institución me dijo: “En este momento todos los empleados están en vacaciones, sería que viniera en enero cuando abran las oficinas”. Recuerdo que sólo pensaba en la manera en que mis padres me asesinarían. Mi mamá ya había pagado la matrícula que, en ese entonces, redondeaba los diez millones de pesos.

Averigüé por medio de varios amigos que se encontraban en mi situación, sobre qué debía hacer para seguir estudiando. Todos conocían de antemano su situación académica, y dentro de los tiempos establecidos por la universidad, enviaron una solicitud para cursar un semestre de prueba. Mientras que yo, 16 días después, vine a enterarme de la dichosa solicitud.

Llegó el 2011. Comenzando enero les dije a mis progenitores que iba a para Bogotá, que tenía que solucionar un problema con unos créditos que no se me estaban teniendo en cuenta.  Agarré el bus y, con el rabo entre las patas, me vine para Bogotá.

Mandé cuanta solicitud me pidieron, pero todas  fueron negadas. Los directivos me hicieron saber que mi promedio no era tan malo, que para haber perdido dos materias en cero, un ponderado de tres con doce no debía preocuparme mucho, pero eso sí,  que debido a mi tardía solicitud, les era imposible aceptarme para ese semestre. La única salvedad que hicieron fue que para el segundo semestre del 2011 podría entrar sin problema alguno. Sarcásticamente pensé: “Muchísimas gracias, los quiero mucho”.

En esos momentos cargaba un peso inimaginable encima, no sabía qué hacer. Luego de mucho pensarlo, decidí que la universidad debía guardar el dinero de la matrícula. Yo, mientras tanto, sostendría la mentira hasta que el peso de la misma me pudiera aplastar.

Para no levantar ninguna sospecha, asistía a la universidad casi todos los días. Jugaba el torneo de fútbol interno, hablaba ‘paja’ con la gente, me fumaba un par de cigarrillos y luego me iba a la casa. Mis amigos molestaban con que había pagado la inscripción en el torneo más caro del mundo. “Este marica pagó diez millones por el torneo, y no viene con uniforme”, decían; tan chistosos los ‘huevones’. Luego de un tiempo en el que me percaté del golpe económico que representaba para mi bolsillo estar yendo innecesariamente a la universidad, le mermé a la asistencia.

En el mes de febrero, más o menos, un amigo de mi hermano mayor me llamó. Me preguntó si era posible que le diera hospedaje en mi apartamento, me  dijo que iba a tener un hijo y no tenía donde quedarse. Yo lo conocía, pero sólo por los ratos que compartíamos cuando estaba con mi hermano. Conozco a muchos miembros de su familia. Son gente muy honesta y echada ‘palante’, gracias a esos valores les ha ido muy bien en la vida. A ese “amiguito” de treinta y dos años lo conocí  firmando litros de Whisky en el Club Campestre de Bucaramanga, invitando comida en restaurantes, y dando muestra de derroche económico sin medida alguna; me imagino que conocen ese tipo de persona. La verdad, nunca vi nada de malo en aceptarlo en mi morada, por lo consiguiente, le dije que llegara, que lo iba a hospedar.

Desde que mi “amigo” de treinta y dos años – que no hacía mucho por su vida – llegó a mi apartamento, las cosas se revolucionaron. Al comienzo, todo era fiesta, trago, jugar PlayStation3, y de vez en cuando ir a la universidad a hacer presencia. Pero las cosas fueron tomando un tinte oscuro. El “amiguito” se ponía mi ropa sin autorización. En repetidas ocasiones le dije que si me pedía permiso, no le iba a negar nada, pero, terco como él sólo, nunca  lo hizo. En una ocasión salimos de fiesta, y gracias a su facilidad para encontrar problemas, un joven bogotano resultó gravemente herido.

Mi inquilino fastidió tanto a un tal Tío – reconocido Skinhead de Bogotá –  , que éste, sin nada de paciencia, le metió un cabezazo que casi acaba con lo poquito de cara que tenía. Dentro de la revuelta que se formó, un joven – delgado él –  ayudó a mi “amigo”, quien casi ni veía por el fuerte golpe que había recibido.  Por haber ayudado al hombre sin rostro, uno de los amigos del Tío arremetió contra él, tirándolo contra un taxi en movimiento. En ese momento cerré los ojos pensando que el taxi había atropellado al ‘chino’. Los abrí, y suspiré aliviado: “Gracias a Dios no le pasó nada”. El muchacho cayó con la cara al lado de la llanta del vehículo, y el Skinhead, no habiendo tenido suficiente,  se acercó y le propinó una patada en la cara.  El golpe tenía como cómplice unas botas Dr. Martens, que con su fuerte suela y cuero,  abrieron de manera horizontal, por casi diez centímetros, el pómulo izquierdo del joven.

Esa noche me dediqué a  insultar a mi “amiguito”; aún no podía creer que un tipo de treinta y dos años siguiera generando problemas como el que acababa de presenciar. Días después, mi compañero de apartamento – Norman – me comentó que le había prestado un celular al inquilino, y que éste, le había dicho que ya no lo tenía. En tres ocasiones indagué con el susodicho sobre el paradero del móvil, y la única información que saqué fue  que el celular se le había perdido.  Todos esos abusos de confianza apuntaban a que el señor tendría que salir de mi residencia. Una noche salí de fiesta con mis amigos de Bucaramanga; Daniel Ramírez, gran amigo, había llegado de Estados Unidos, y le íbamos a recibir como buenos colombianos, comiendo y bebiendo . Salí del apartamento y dejé al visitante no deseado acostado en mi cama jugando Play . Esa noche dormí en el apartamento de Daniel. A la mañana siguiente recibí una llamada de un amigo de la Guajira, Sergio De Avila. Me pidió el favor de que le llevara su computador –  que en ese momento estaba en mi casa –  porque tenía que hacer un trabajo para la universidad. Pedí un taxi y me fui para mi domicilio. Entré al apartamento, miré al inquilino durmiendo en mi cama, busqué el computador de mi amigo, y…

Continuará…

Años de pesadillas (2)
… No estaba, el portátil de Sergio – mi amigo guajiro –  no estaba donde lo había dejado; ¡vaya ‘mierdero’ el que se me iba a formar! El episodio contaba con un agravante. Un mes antes de la tragedia que les estoy narrando, estuve en Carmen de Apicalá – un pueblo aledaño a Melgar – de paseo con varios amigos de la universidad de La Sabana. Cuando llegué del viaje, me percaté de que en la habitación faltaba algo; nada más y nada menos que mi computador. Como señor sin paciencia haciendo fila para cobrar la pensión, armé magno escándalo; grité que dónde estaba el portátil, que quién lo había cogido. Al comienzo nadie respondió – el inquilino no se encontraba en ese momento –, hasta que, después de tanto lanzar alaridos, Norman – mi compañero de apartamento –  soltó información sobre el paradero del desaparecido artefacto.  El susodicho, con cara de sapo que está “sapeando”, me dijo: “Tatán, lo que pasa es que al inquilino se le cayó y lo rompió, pero no se preocupe, él ya lo mandó a arreglar”. Ese día el Inqui, como le voy a llamar de cariño, llegó a mi habitación con un perro caliente. Su inteligencia lo llevó a pensar que con ese detalle olvidaría el computador. Lo peor del asunto, es que me dio risa, me comí el perro, prendí el PlayStation3, y con tono de voz firme, le dije que necesitaba mi computador arreglado lo antes posible. La razón por la que nunca saqué al tipo fue que él, y sólo él, sabía dónde estaba mi computador. Si lo echaba, jamás volvería a saber de éste. En realidad lo que más me importaba era la colección de música de los ochentas que en su interior guardaba. De mil maneras intenté persuadirlo de que me dijera dónde estaba, le dije en varias ocasiones que yo mismo iba y pagaba el arreglo para que me lo entregaran, pero no sé por qué siempre lograba convencerme de que al computador nada le iba a pasar. Volviendo a la historia, metí los brazos en las toallas donde había escondido el ordenador de Sergio y no lo encontré. Me volteé iracundo hacia el ladrón de computadores, que dormía en mi cama con la tranquilidad de un bebé, lo levanté a gritos e insultos reclamándole por la ausencia del portátil. El señor se levantó de la cama de un brinco, diciéndome entre sollozos que no lo culpara, que no lo hiciera sentir mal, que él no sabía nada. Mientras a este man le faltaban segundos para arrodillarse por consuelo, los tíos de Julián Pardo – el dueño del apartamento –, luego de escuchar mis fuertes reclamos hacia el visitante no deseado, salieron a preguntar qué sucedía. En la sala, el tío de Julián enfrentó la situación. “¿Qué es lo que está pasando?”. Delante del inquilino le respondí que se había perdido el computador de un amigo de la universidad, y que lo más seguro era que él fuera el culpable. “Pero, ¿cómo así?, ¡eso no puede pasar acá!”, afirmó con rabia el tío. Mientras el señor y su esposa llamaban a la policía, me comuniqué con  Norman para preguntarle si sabía algo sobre el computador Hp – Hewlett-Packard – del Guajiro. Él, con su extraña manera de ser, se ofuscó más que yo, y de inmediato preguntó por su ordenador: “¿A mi computador le pasó algo?”. Le dije que no se preocupara, que el desaparecido era el de Sergio, que al de él nada le había sucedido. “Tatán, vaya a mi cuarto y revise mi maletín”, me aconsejó. Corrí a su habitación con el celular; todavía seguíamos hablando. Entré, revisé su cuarto, y por ningún lado encontré un maletín con las características que me dictó. Le informé que no había ningún maletín en su habitación, mucho menos su computador. Ustedes no se alcanzan a imaginar la desesperación que Norman transmitía por el móvil. En un tono de llanto, odio y angustia, la nueva víctima de robo moría lentamente al otro lado del auricular. “No Tatán, yo vivo de ese computador, ahí tengo todos mis proyectos, me van a echar del trabajo. ¡Hijueputa ese!, ¡lo voy a matar apenas llegue!, ya voy para allá”, y colgó. Salí de allí y les conté a los tíos de Julián sobre la desaparición del computador de Norman.   La nueva víctima llegó al “hogar del pánico” con cara de desconcierto, profiriendo insultos al inquilino, quien sólo observaba la situación desde una esquina. Hasta ese momento yo no había hablado con Sergio sobre la desaparición de su computadora; me daba físico pánico contarle. Tomé aire y lo llamé. El guajiro me contestó el móvil con el tono amable que siempre tiene al hablar; yo sólo pensaba en cómo le iba a cambiar en unos segundos. Le dije, sin lubricación alguna, que el inquilino – con el que él había compartido en varias ocasiones – se había robado los computadores de todos. Apenas terminé con la última letra de mi frase, soltó el llanto, acompañado, obviamente, de insultos y reclamos hacia el Inqui. Me dijo que lo esperara en mi casa, que no demoraría en llegar. Reunidas las tres víctimas de hurto, hablamos con el portero, quien señaló al inquilino y afirmó haberle visto entrando al edificio la madrugada anterior junto con otros señores. Por primera vez sentí odio hacia alguien – ese sentimiento no suele aparecer en mí –, me dejé robar el computador en la cara, y a pesar de haberlo hurtado, el Inquilino tuvo el descaro de compartir techo conmigo durante meses, comer de mi comida, ponerse mi ropa, dormir en mi habitación, reír conmigo, en fin, ¡verme la cara de huevón! Además, no habiéndole bastado, ¿roba a mi compañero de apartamento y a un amigo de la universidad? Perdón por la expresión, pero, ¡mucho hijueputa! Un día después de la desaparición de los computadores, me encontraba, como para variar, durmiendo del desocupe matutino que caracterizaba ese semestre. Toda esa mañana el celular sonó y sonó, y en un par de ocasiones me levanté a revisar quién llamaba insistentemente; era mi mamá. Cuando el celular por fin logró desesperarme, contesté. Saludé a mi mamá, quien con un tono poco alentador, me preguntó que por qué no contestaba el móvil. Le respondí que estaba en clase, hubo una pausa aterradora, y Claudia Patricia confirmó lo que ya venía temiendo. “Sebastián, acabo de llamar a la universidad y me dijeron que tú no estás estudiando este semestre”, Sentenció. Luego de escuchar esas dolorosas palabras, no fui capaz de producir sonido alguno, quedé como cuando te pica el gusano de la seca, petrificado. Con ese perpetuo silencio, acepté todos los cargos que me acababan de imputar. Pegada al celular, como me imagino que estaba, la mujer que me parió comenzó a llorar, más que con rabia, con el alma destrozada. Intentó decirme algo, pero…Colgó. Puse el celular en la mesa de noche y me recosté en la cama. Ese día dormí mañana y tarde, si me levantaba, los demonios de la culpa se me abalanzaban enseguida, por lo que me volvía a sumergir en profundo sueño. A eso de las siete de la noche, después de durar casi todo el día postrado en la cama, sentí la presión de una mano tocándome, y una voz que me hizo levantar con un: “Brother, párate, ponte algo y camina a comer, tampoco te vas a morir”, era mi buen amigo costeño, Guillermo Rafael Salgado. Salimos del edificio y caminamos hasta una pizzería cercana. Guillo debió pensar que tal vez la mezcla entre la piña y el grasiento queso derretido, harían que olvidara, aunque sea por un momento, mis terribles penas.  Luego de comer, mi brother me entregó un billete de cincuenta mil pesos y me dijo que los hiciera rendir, que mis padres no me iban a mandar un peso. Entré a mi habitación, tomé el IpodTouch e ingresé al correo electrónico. El primero correo en lista era de mi mamá. Acá está el archivo: Sebastián, pienso, pienso y pienso y no alcanzo a entender cómo, en qué momento me equivoqué tanto…………….te quiero pedir perdón por no haberte criado como debí hacerlo, por haber sido tan permisiva, por no haberte dado ejemplo en veracidad, por haber  sido tan débil…por todos los errores que cometí. No puedo dejar de expresarte la tristeza que siento al ver cómo has perdido el tiempo, las oportunidades y todo lo bueno que la vida te ha puesto en el camino……..Hoy que tienes que asumir tu propia existencia sin ayuda económica, por lo menos de parte mía , espero tomes decisiones radicales por tu propio bien. Por favor me ayudas con la devolución del dinero de la matrícula. Ojalá Dios te ayude y puedas salir adelante. Mamá Terminé de leer el correo, y después de muchos intentos fallidos por contactarme con Patricia, contestó. Me dijo que había llamado a Julián para decirle que no seguiría pagando arriendo, por lo que debía desalojarme apenas culminara el mes – faltaban pocos días para ello –. Yo sabía, muy en el fondo, que si accedía a volver a mi ciudad natal, mis padres me ayudarían a solucionar el problema. Pero, como cuando hay que ponerse los pantalones bien puestos, le dije a mi mamá que no se preocupara, que yo vería cómo salía del lío. Tenía diecinueve años, mi familia no me quería ver ni en pintura, debía dos computadores, me acababan de dejar sin techo, y estaba en bancarrota; manejaba más liquidez económica el que recicla las basuras de McDonald’s, que yo. Era lo más bajo que había llegado en toda mi vida. Patricia se mantuvo  firme en la decisión de no enviar dinero, mientras que mi papá, con lo bravo que es, no quiso verme como un indigente y cedió a mandarme alguito de plata. Sin tener a dónde ir, Jaime Cardona, otro gran amigo, ofreció hospedarme en su apartamento. Allá estuve durante veintinueve días, de los cuales, todos estuve anestesiado. El veintinueveavo día recibí una llamada de aliento: “Tatán, ¿cómo estás?, hablas con Maca. Te llamo para ver si estarías interesado en trabajar. ¿Qué dices?” En ese momento pensé: “No, pues…la verdad, ando muy ocupado rascándome las huevas todos los días, si quieres llámame en un mes a ver si se me despierta el interés”.  Me dio risa el impulsivo pensamiento y le respondí: “¡Por supuesto que me interesa!, ¿cuándo y dónde empiezo?” Emocionado, colgué el celular y llamé Luis Carlos Guerrero – otro buen amigo -, le di las gracias por el trabajo que me acababan de ofrecer; en el fondo sabía que él había sido el encargado de gestionar el empleo. Para celebrar pedí una avena de canela, dos ‘ponquecitos’ Bimbo, medio de Marlboro Light y una película porno; la última es mentira. Uno ya no pide películas porno, el Internet facilitó esa ‘vaina’. Al día siguiente tuve la entrevista de trabajo. No fue en un edificio de veinte pisos, mucho menos en saco y corbata; nada de eso. Fue bastante informal y,  básicamente, desde que entré ya contaba con el: “Está contratado”.  Me explicaron qué y cómo tendría que hacer el trabajo, me despedí de todos y arranqué para el apartamento. En el camino iba muy feliz, me decía enérgicamente: “Enanito, ¡a lo hecho, pecho!”. Me sentía aliviado, comenzaba a salir de tanto lío. Continuará… PDTA: Esta entrada va dedicada a la mujer que más quiero en el mundo, mi mamá.
No conseguía salir de los problemas que tanto me agobiaban, pero gracias a la labor de un buen amigo, obtuve un ofrecimiento de trabajo. Recién conseguí el empleo, me informaron que el antiguo apartamento donde vivía iba a ser entregado, por lo que debía sacar de allí los muebles que aún conservaba guardados. Por esos días mi madre se encontraba en Bogotá, y con diligencia maternal se prestó a ayudarme con el traslado de los mismos. No tenía un lugar a donde llevar mis pertenencias, pero, como enviado por mi ángel de la guarda, Guillermo apareció y ofreció su apartamento para guardarlas. Una semana después, Jaime me dijo que ya tendría que mudarme de su vivienda, y fue de nuevo mi gran amigo costeño quien acudió al rescate. “Brother, quédate en mi humilde morada, allá vemos cómo sobrevivimos”, me dijo el ‘currambero’. Me mudé a su apartamento – en el que actualmente vivo –, y un lazo de amistad que ya era fuerte, comenzó a volverse de hermandad. Yo trabajaba para Frecuencia Capital, una emisora online, mientras que Guillermo continuaba con sus estudios de Comunicación Social y Periodismo en La Sabana. Un año antes hice de locutor, a modo de práctica, junto con varios amigos de La Sabana en esta misma emisora, y gracias Luis Carlos Guerrero, me volvieron a contratar, esta vez, de manera remunerada. En esa nueva ocasión no sería para hacer locución, en esos meses trabajé promocionando una campaña de Brownies Mama Ía – los verdes – y Coffee Delight. Mi trabajo, básicamente, era pasearme en una Van por todos los colegios distritales de la capital colombiana, pararme frente a un centenar de ‘peladitos’ y lanzarles el siguiente discurso: “Bueno muchachos, el colegio que más empaques de brownies recoja, se ganará el derecho de aparecer en el vídeo musical del grupo… – ya ni me acuerdo de lo malo que era –, entonces pónganse las pilas, que yo voy a estar pasando a contar los paquetes. ¡Se tienen que ganar esta joda!” Sin ánimo de ofender a alguien o generalizar con estereotipos, tuve que visitar todos los colegios públicos de Bogotá, lidiar con jóvenes que son obligados a asistir a clases, que no le prestan atención ni a sus madres, que esperan a que suene el timbre para encenderse a cuchillo con la ‘liebre’ que tengan encima, y con todo y eso, lograba que me escucharan. Hubo uno que otro que se pasó de rebelde, pero con sólo ofrecerles un brownie – que abundaban en ese entonces – quedaban neutralizados, agachaban la cabeza y decían: “sí señor, lo que usted ordene”. Durante todo el 2011 vivimos la vida loca, no la de Ricky Martin, sino la vida loca de dos estudiantes provincianos en la capital. Por tanto problema, lejos de cambiar la actitud fiestera y perniciosa, la potencializamos. Recuerdo con mucha nostalgia ese año, estuvo lleno de problemas, pero también de alegrías. Creo yo, que gracias a esos trecientos sesenta y cinco días, estos textos llevan por nombre: “Años de pesadillas, años de maravillas”. En la sala de nuestro apartamento sólo había dos sillas de madera, un tapete que el portero le regaló a Guillermo y un montón de recibos pagados en la fecha límite. En nuestra nevera sólo había una cebolla, un cubo de hielo y un montón de salsas de McDonald’s. No vivíamos como la gran mayoría de nuestros amigos provincianos, quienes gozaban de facilidades económicas para llevar un ritmo de vida en el que la fiesta y el buen vivir se juntaban en una sola. A Guillermo le mandaban dinero para pagar los servicios y vivir medianamente bien – estaba castigado por gastarse cinco millones de pesos en llamadas internacionales a una gringa que, a mi parecer, es horrible –, y por mi parte, mi padre me enviaba “algo” de dinero y cajas de cartón llenas de atún y maíz. Luego de pagar los servicios, juntábamos el dinero sobrante y planificábamos los gastos obligatorios, él los de la universidad y yo los del trabajo. Después de extraer los gastos generales, nos quedaba “alguito” de plata. El proceso para gastar ese “dinerito” se llevaba a cabo en tres pasos: Primero. “Hey brother, por ahí me habló una ‘peladita’ por el Blacberry, que hoy hay ‘culo’ de ‘verguero’ ‘hijueputa’ en un ‘rumbeadero’, pero ‘nojoda’, dizque hay que pagar cover”, me decía el barranquillero. Yo siempre le respondía que no pasaba nada, que ahí mirábamos cómo hacíamos para ‘enrumbarnos’. Segundo, nos poníamos la pinta. Este personaje entonaba, casi siempre, un merengue bien ‘pachanguero’, se ponía una camisa negra – que casi nunca cambiaba –, la cadena de oro que la abuela le regaló y un pantalón que hacía que sus testículos aparecieran en la superficie del mismo como dos protuberancias dignas de ser cancerígenas, para acto seguido, voltearse y preguntarme: “papi, ¿cómo se me ve la armadura?”. Yo casi que ni podía cambiarme de lo mucho que me reía con ese man; era bien chistoso. Tercero y último. Salíamos del apartamento a cualquier tienda donde vendieran aguardiente. Nos tomábamos la caja de Néctar acompañada de un par de cervezas, nos la dábamos de buenos samaritanos gastándole unas papas y una gaseosa a cualquier indigente que pasara y arrancábamos a buscar ‘vagas’. Gracias a Guillermo y a mi facilidad para hacer amigos, conocí muchas personas de la costa, específicamente de Barranquilla. Una de esas personas cambió drásticamente el rumbo del año, su nombre es Juan Fernando Gutiérrez. Un tipo bajito, con aspecto de turco –Tiene más barba que todos los personajes del señor de los anillos juntos –, enfermo por el fútbol, fiestero como él solo, bumangués de nacimiento y, así suena superficial, con una billetera bastante gruesa. El barbado acababa de terminar una relación de varios años con su novia, y teniendo en cuenta que Guillermo en esa época era un poco dormido para algunas cosas, encontró en mí el compañero de fiesta perfecto. Voy a contarles un par de experiencias que resumen el 2011, pero antes, permítanme abrir una botella de vino, ya que requiero de fluidez lingüística y anímica. Eran las cuatro de la mañana y mi celular soltó el loco; empezó a timbrar y vibrar sin parar. Lo revisé y noté que era Juan Fernando, quien seguramente se había quedado con ganas de seguir la fiesta. Teniendo en cuenta la hora, puse el ‘aparatejo’ en silencio y seguí durmiendo. Ese mismo día, a las diez de la mañana, volví a recibir una llamada de Barbad –es que no se imaginan la barba que tiene –, esta vez sí contesté. Le pregunté que cuál era la jodedera que tenía en la madrugada, a lo que contestó: “Cómete una verga, arréglate que en cinco minutos paso por tu casa, me tienes que contar cómo te fue ayer, y de paso te hago un update de anoche”. Me puse un pantalón de pijama, un buzo, los Crocs, y salí a la portería a esperarlo. Me recogió y nos fuimos para su apartamento. Entramos, me senté en el sofá de su sala, prendí el PlayStation3 y continué con una liga que jugaba con el Madrid. Desde su cuarto, el barranquillero-santandereanizado empezó a contarme detalle por detalle lo acontecido en su noche, mientras que alistaba maleta para irse a Medellín. Me encontraba a punto de meter un gol con Cristiano Ronaldo, y escuché un grito proveniente de su cuarto: “Hey Tato, camina pa’ Medallo”. Pausé el juego y le respondí que no podía, que no tenía casi plata y todavía faltaba mucho para que culminara el mes. Me aconsejó que llamara a la terminal de buses para preguntar por el precio del tiquete por tierra. Llamé, negocié, y al final decidí no ir; había derrumbes en el camino, por lo tanto el bus se demoraría mucho en llegar, además no podía gastar nada de plata. Le informé que no iría, que no tenía mucho dinero y era un acto de irresponsabilidad irme así como así. Con lo terco que es, me respondió: “Eche ‘carepicha’, ¿quieres ir o no?, yo llamo ya mismo a la agencia de viajes de mi familia y compro el tiquete en avión, pero decídete, después me lo pagas”. Dentro de mi conciencia había una lucha de poderes espirituales.  El ángel: “¡Dios mío!, yo quiero ir, pero…¿después cómo le pago a este man?”. El demonio: “Ay Enano, deje de ser tan abuelo, cuando le paguen le paga y listo”. Después del debate interno entre mi parte buena y mi parte mala, decidí: “Ole mano, compre esa joda, después miro qué hago”, le dije al barbado. Compró el tiquete, me lanzó las llaves de su camioneta y me dijo que fuera a alistar maleta. Llegué a mi casa gritando: “Me voy para Medellín, ¡Jueputa!”. Guillermo me miró como a un demente, me dijo que me cuidara, alisté la maleta y me devolví al edificio de Juan. Arrancamos en un taxi para el aeropuerto, y en treinta y cinco minutos estábamos en Medellín. Llamé a mi papá: “Gordito, nosotros tenemos bastante familia en Medellín, ¿será que me pueden hospedar?”. A lo que, con tono de sequedad, respondió: “Ay Sebastián, deje la ‘huevonada’, deje de mamar gallo, más bien cuente cómo le ha ido”. Le dije que era en serio y casi se va de culo. Del viaje sólo tengo fotografías en mi mente. Primera: Un paisa fumando marihuana en un balcón, segunda: Una discoteca, tercera: Su querido escritor con un sombrero ‘vueltiao’ hablándole, en un inglés bastante enredado, a unas irlandesas, cuarta: Las irlandesas en nuestro apartamento, y quinta: Oscuridad total; me desmayé de la borrachera. Ahí sí, como dijo Sócrates: “Sólo sé, que nada sé”. ¡La pasé delicioso! Lo único malo fue que tuve que devolverme en bus y, ¡Ah!, le quedé debiendo setecientos mil pesos a Juan Fernando; cuando me pagaron, él mismo me llevó a cobrar, y los billetes pasaron de mis manos directo a las suyas. Después de terminar el contrato con la emisora, gestioné un viaje a Estados Unidos –Auspiciado por mi madre – para conseguir una beca estudiantil jugando fútbol. Arranqué el siete de julio del 2011. Llegué a la ciudad de Orlando después de tres horas y media de viaje. Como armas de guerra llevaba mis guayos, mi lengua bífida y un par de cojones que me hacen jugar cada partido como si fuera el último. Lograr mi propósito no iba a ser fácil, ya que viajaba junto con doscientos cuarenta y nueve jóvenes de distintas partes del mundo, todos con la esperanza de conseguir una beca en alguna universidad de los “United”. Al segundo día ya había hecho amigos de distintas partes del mundo, había anotado dos goles y recibido dos ofertas de beca; una en Misuri y otra en Wisconsin. Lo estaba haciendo muy bien y, como buen colombiano, me relajé. Pasé noches en vela jugando fútbol-tenis con un grupo de brasileros, salí de fiesta al Down Town de Daytona con varios españoles, y para rematar, unos negros me robaron la billetera; me les acerqué a pedir un cigarrillo, me vieron bajito y, ¡toma tu robada! – luego mi madre me envió más dinero –. Uno de esos días llegué borracho a la universidad, me acosté a dormir desnudo y, minutos después, la alarma de la universidad se encendió. Llegó la policía y los bomberos, quienes rápidamente desalojaron la universidad. Adivinen quién fue el único que no salió del cuarto, claramente fue Tatán. El día siguiente me desperté con las nalgas heladas por el aire acondicionado, y mis compañeros de cuarto me comentaron acerca de lo sucedido la noche anterior. Ahora me parece chistoso, pero ese día les recriminé el hecho de que mientras ellos bailaban YMCA con la policía y los bomberos, yo pude haber muerto quemado y desnudo. Faltando tres días para regresar a Colombia, salí de fiesta con la gran mayoría de jóvenes y entrenadores. Nos metimos a una discoteca muy conocida en Daytona, yo apenas tenía veinte años, por lo que no podía consumir bebidas embriagantes dentro de ningún establecimiento. Los mayores de edad me pasaban uno que otro traguito, y yo me encargaba de ‘echar ojo’ a ver si alguna gringa me daba luz verde con su mirada. Bailé varias canciones con las rubias esas; todas expertas en apoyar sus culos en mi miembro y agitarlo hasta que me hicieran pedir permiso para ir al baño a orinar. Yo quería bailar salvajemente, pero también quería preguntarles: “¿What’s your name?, ¿Are you studying or working? – que es el famoso ‘¿estudias o trabajas?’ –, ¿don’t you think that its a pretty night to go to the beach?”, entre otras. Lo único cierto es que a esas viejas no les importó ni cinco si la noche era bonita, o si yo estudiaba o trabajaba, ellas simplemente querían hacerme el doggy Style, que me callara la jeta, y que siguiera bajando. Todos los hombres deben estar preguntándose: “Es que este man es marica, ¿o qué? No, yo pateo con la derecha – sin ánimo de ofender a los amigos homosexuales –, y la razón por la que no me animaba tanto era que las gringas con las que bailé eran muy feítas; a dos de ellas les faltaban dientes. Las bonitas me dieron ‘bate’ apenas les dije que era colombiano; fue como si les hubiera confesado que tenía SIDA, lepra, una sola hueva y mi papá era Osama Bin Laden. Aburrido por no conquistar a ninguna gringa con mis dotes latinos, opté por seguir el consejo de un amigo de Puerto Rico que se encontraba en mi misma situación. “Seba’, tengo elugá pefecto pa’ eta noche, vamoa Lollipop”, recomendó el puertorriqueño. No tenía ni la más mínima idea de qué era Lollipop, pero con el desespero que me poseía, acepté sin titubear. Caminamos durante cinco minutos por el centro de la ciudad, y después de cruzar varias cuadras, llegamos a un club de bailarinas. “¿Este tipo me trajo a un puteadero? Bueno, ya qué carajos, ¡vamos pa’ dentro!”, me dije a mí mismo. A él le cobraron diez dólares en la entrada, y a mí, por ser menor de edad, veinte. Dentro del lugar, me pareció estar en una película de Hollywood; cuatro escenarios con tubos, cada uno con varias bailarinas danzando al ritmo de la estruendosa música, y varios señores de edad introduciendo billetes de un dólar en sus apretados calzones. El sitio se me hizo inmenso, lleno de mesas por las que se paseaban en patines las meseras semidesnudas. Mi compañero de guerra me dio un empujón y nos sentamos  a observar. Casi ipso facto, una señorita mexicana se acercó a mi amigo, se sentó en sus piernas y, como si estuviera teniendo un orgasmo, soltó un: “Papi, ¿quieres un show privado?”. El puertorriqueño respondió que sí, pero que trajera una amiguita para mí. La bailarina mexicana caminó hacia el fondo del lugar, entró a un salón –que alumbraba con luces de neón rojas –, se demoró un minuto y salió con una gringa de dos metros, que más que puta o bailarina, parecía sacada de un campeonato internacional de Lucha Libre. Apenas la vi, le dije a mi amigo: “Ole, ¿usted está loco?, ¡a mí me cambian esa vieja!”. Yo soy bajito de estatura, y no tengo ningún complejo por ello, pero es que cada teta de esa mujer podía alimentar a Bucaramanga y su área metropolitana; así quién no se va a intimidar. Me demoré más en decirle algo al puertorriqueño, que ellas en llegar. La gigante rubia me agarró de la mano y, como miquito de Kipling, me llevó colgando de su brazo hasta el cuarto rojo. En la entrada había una rueda de bus – de esas que marcan la entrada del pasajero en los buses colombianos – custodiada por un harlista gordo y barbón, quien nos cobró veinte dólares por ingresar al colorado salón. Las señoritas nos informaron que cada canción que bailaran nos costaría treinta dólares, a lo que, sin muchos peros, respondimos al unísono: “Yes, yes, no problem”. Entramos al alumbrado recinto y caminamos por un largo pasillo. Por cada paso que daba en ese largo camino, observaba a las señoritas completamente desnudas, encaramadas encima de los gringos, quienes con cara de perros arrechos, ni atención prestarón a nuestras expiatorias miradas. Después de caminar viendo tanta vieja empelota, llegamos a nuestro sofá, nos acomodamos y  preparamos para disfrutar de nuestro espectáculo.  Comenzó la canción, las luces se apagaron, no veía nada, pero…de pronto aparecieron ante mí un par de tetas enormes. Las dos alumbraban con un verde fosforescente que exaltaba la majestuosidad de la silicona que en su interior guardaban.  Yo ni me enteré de qué pasó con la mexicana; sólo tenía ojos para la guerrera de dos metros que tenía encima. En un momento pensé que me iba a desnucar para luego llevarse mi dinero, pero no, la mona sólo me estaba practicando el pollo asado a la inversa múltiple; sin penetración, claro está. Se terminó el show y sólo nos bailaron una canción. Pero, según el criterio de medición de las señoritas, fueron tres, cuestión por la que casi tengo que quedarme a vivir en aquella casa de citas. El puertorriqueño tuvo que ir a la universidad a traer más dinero, mientras yo lo esperaba custodiado por el harlista, la mexicana y la luchadora con exceso de crecimiento. Luego de unos días bastante amenos en Estados Unidos, regresé a Bogotá. Estando en esta fría ciudad, analicé los ofrecimientos de beca que me habían hecho, y luego de mucho pensarlo, decidí que no valía la pena que mis padres pagaran el doble de dinero por universidades que académicamente eran deficientes. Teniendo en cuenta que mi promedio en La Sabana no era tan malo, y que el dinero de la matrícula continuaba en manos de esa institución, pasé la solicitud de semestre de prueba, la cual, unos días después, fue aceptada. En agosto del año 2011 comencé mi semestre académico, y un mes después renuncié al mismo. Mis padres no me devolvieron nada de lo que antes tenía y, como lo venía haciendo, abandoné mi deber. El veintinueve de octubre de ese año, por robarme un Blacberry, un niño de aproximadamente 14 años me apuñaló la mano en un bus, y mi padre, desesperado por tanta tragedia, me obligó a regresar a Bucaramanga. Pasé el resto del 2011 en mi ciudad natal, y ya me empezaba a acostumbrar al hecho de estudiar allí. En diciembre de ese año, mi madre me comentó que se mudaría a Bogotá, y que me daría la última oportunidad de reivindicarme. Trabajé durante el primer semestre del 2012 en ISC – una empresa que gestiona becas en universidades de USA –, y fue allí donde empecé a valorar el dinero. Procuré no pedirles dinero a mis padres, comprar mi propia ropa, financiarme los viajes, salidas y menesteres que se me antojaran, en pocas palabras, ser autosuficiente. En agosto del 2012, mi madre, viendo el buen comportamiento que estaba teniendo, me dio la oportunidad de continuar con mis estudios de Comunicación Social y Periodismo, y como todo buen hijo, volví a mi hogar; validé en La Tadeo los semestres cursados en la Universidad de La Sabana. Estaba convencido de que lo mío era el periodismo, y los resultados del primer semestre que cursé en La Tadeo, fueron fiel reflejo de ello. En el 2013 continué con la misma actitud, aprobé de manera sobresaliente cada materia que vi, excepto por una que otra que me costó algo de trabajo. Los problemas de irresponsabilidad fueron disminuyendo, las locuras que caracterizaban mi vida también, y fue entonces cuando empezó en mi vida la lucha por limpiar el nombre de Tatán. No dejo de tener una actitud alegre y dicharachera, sigo siendo el mismo. Simplemente, he decidido que de lo que haga en mi juventud, dependerá mi futuro. En el presente año he tomado la decisión de alimentar mi espíritu de cosas importantes y de alejarme de banalidades y estupideces que me hagan retroceder en el largo trecho que he recorrido. Y, No habiendo más qué decir, les agradezco por leer esta “breve” historia, que más un texto lleno de letras y más letras, fueron en mi vida unos “años de pesadillas, años de maravillas”.

Mi amor, tú y yo ya somos novios, ¿o es que estar un semestre juntos no te parece suficiente?  Enrique, yo creo que deberías tomarte las cosas con más calma. Ahorita tú estás en tu ciudad y yo en la mía, además ya casi vamos a tener tiempo para estar juntos y hablar las cosas de frente. Más bien dime qué haces, que se escucha música atrás. Negrita, estoy afuera de una fiesta de electrónica. No te alcanzas a imaginar el lugar. En este momento estoy en el parqueadero del sitio, sentado en una piedra hablando contigo. Me voy a poner romántico. Imagínate una casa muy grande, cuya terraza sobresale por el borde de una oscura montaña. Ya, me la estoy imaginando. Ay, negrita, de verdad imagínatela. ¡Nojoda!, Enrique, que sí me la estoy imaginando, ¡sigue!, ¡sigue! Ok, es que te escuchaba distraída. Bueno, la casa es increíble, desde la terraza ves cómo cae la montaña debajo de tus pies, y si te asomas y miras para abajo, ves un hueco negro de frondosa vegetación que te hace imaginar cualquier cantidad de locuras. Si levantas un poco la mirada, te encuentras con la ciudad bonita; coqueta ella, mirándote fijamente y haciéndote un guiño, un guiño alcahueta, porque la vergaja sabe que te estás portando mal. ¡Cómo así!, ¿te estás portando mal? Un poquito, pero nada grave. ¡Explícate, Enrique, cómo es eso de un poquito mal! Mi amor, sí, ahorita fumé un poquito de marihuana con mis amigos, pero nada más. Ah, ya, pensé que te habías metido con alguien más. No, nada de eso, tú sabes que mis labios, mi pecho, mi nariz y mi penumbra son solo tuyas. Bueno, eso me gusta. Ajá, sigue pues. Bueno, el aire que respiras es de otro mundo, del mundo de lo verde. Hace un poco de frío, un frío agradable. Apenas para bailar lo que están poniendo…

… Al otro lado del teléfono Enrique escuchó un bostezo.

Negrita, acuéstate a dormir, ya van a ser las cuatro y no quiero que te sigan saliendo ojeras por mi culpa. Bueno, gordito, hasta mañana, no te portes tan mal. Nada de eso, te lo prometo. Te quiero. Yo también…

…Y se escucharon dos besos de lado y lado.

A las cinco y treinta minutos de la mañana de aquel día, Enrique murió por sobredosis de cocaína.

Le advierto que este escrito es sobre ser humano. Si ser muy humano, con todo lo que esto implica, lo hiere, entonces deténgase aquí mismo.

Esta tarde, mientras corregía algunos textos en un café de la universidad, un retorcijón estomacal me obligó a detener la marcha. En aquel instante me encontraba sentado en uno de los tronos del café: el privilegiado puesto junto al enchufe de energía. No quería perder el asiento, sin embargo, las ganas de hacer del cuerpo lograron someterme. Antes de pararme de la mesa le dije a unos jóvenes que estaban a mi lado que por favor me cuidaran la maleta y el computador. No hubo lío, aceptaron sin titubeos; de hecho las niñas se mostraron muy risueñas. Les agradecí, tomé a Los Detectives Salvajes, un libro de Roberto Bolaño, y me dirigí corriendo al baño.

No tengo problema alguno con reposar mis nalgas en cualquier inodoro. Honestamente, he evacuado en árboles, ríos, bosques, estadios, cajeros, discotecas, restaurantes, clínicas, hospitales, aviones, buses y desiertos… entonces, sinceramente, no le veo nada de malo a hacerlo en la universidad.

Generalmente soy yo quien se mete al baño sin importarle que los demás escuchen mi ataque gaseoso. Al fin y al cabo es natural en el hombre mear y cagar. No obstante, a todos nos avergüenza un poco que nos escuchen en esas. Es por eso que siempre que entro al baño –casi siempre a uno alejado de las multitudes– con el estómago gruñendo como un Bulldog, me pongo los audífonos, le subo al volumen y me hago el pendejo mientras el solo de trompeta suena. Hoy fue distinto. Hoy no tenía audífonos y solo llevaba un libro como distracción.

Me acerqué al baño y éste tenía un letrero de mantenimiento en su entrada. “En 15 minutos se desocupa”, decía el mensaje amarillo. Lo siento, letrero, pero tiene más reversa un río que esta cagada. Me asomé y de inmediato me topé con una aseadora. “Siga, no se preocupe”, me dijo. Le sonreí y entré a buen paso. Estaba afanado. Me bajé los pantalones, abrí el libro en la página en la que iba y retomé la lectura. Casi al instante la casilla de al lado se abrió. ¡No me joda!, ahora me tocó aguantarme la cagada de otro, pensé. La mía estaba muy tranquila. En esta ocasión le puse el silenciador al fusil. ¡Pero Jesús!, ¡Virgen Santísima!, la del señor de al lado parecía un audio de Al Capone con una ametralladora Thompson, disparando indiscriminada y sonoramente contra el espacio, ¡el espacio que yo compartía a pocos centímetros suyos!

Alcancé a verle los zapatos al hombre –juzgando por el estado de los mismos estoy seguro de que era un joven descomplicado– por la ranura inferior de mi casilla, me lo imaginé riéndose, disfrutando de su arremetida contra mis oídos… el muy cabrón. Pero no había modo de contraatacar, estaba cagando como una cabra, como un conejo. Usted sabe de qué hablo. Intenté concentrarme en el libro, pero fue imposible. A mis adentros me decía: Tatán, siga leyendo, no sea bobo, pille, tan chévere esta parte –señalando un fragmento de la página–, es una cagada, nomás eso, igual que la que usted se está metiendo. Pero no, no eran iguales. La mía se estaba comportando con delicadeza y la de él no. La suya era una cagada desjuiciada, retrechera, bullosa, terrible… Mientras que la mía, precisamente en esta tarde, parecía la de un diminuto hervíboro. Y es que, y esto lo saben todos y todas – hago la aclaración porque las mujeres siempre se hacen las locas cuando de estos temas se trata, es como si evacuaran con un filtro de cafetera–, las cagadas propias no huelen mal, mientras que las ajenas ¡HIEDEN! Hoy, de mi trasero, salieron dorados perfumes de Dolce&Gabbana. Podría ser la ida al baño más elegante que haya tenido en años. Pero la de señor, déjeme decirle, parecía el parto de un fara. Nunca he estado en uno, sí en un aborto, suficientemente repugnante, créanme.

Cuando de cagadas se trata, es difícil pedir discreción. No obstante, hasta en eso debemos ser cautos. Todas, o la gran mayoría de personas, hemos tenido que hacer nuestras necesidades en lugares públicos: aquel incómodo momento en el que entramos a un baño público pidiendo pista, añorando paz, tranquilidad y mucho silencio. Se sienta uno en el inodoro. Suena la música del centro comercial, que parece dirigida, únicamente, a los evacuadores. De repente empiezan a aparecer pies caminando por doquier. Se pasean de aquí a allá. Uno los ve por la ranura de la casilla. Suena el secador de manos; suenan las llaves de los lavamanos; suenan los orinales descargando; en fin, del añorado silencio poco o nada. ¡Urge cagar, coño, urge mandar todo al garete y soltar la bomba sin contemplaciones! Pero bueno, uno espera pacientemente a que se larguen del baño. Y si no lo hacen, se suelta la bomba suavemente, sin brusquedades. Es que es molesto, a nadie le gusta escuchar u oler cagadas ajenas, por más natural que sea.

Y bien, volviendo a la universidad, terminé lo más pronto que pude, salí del casillero como secuestrado recién liberado y me retiré del baño reflexionando en que, hasta cagando, se debe ser educado.

Rodeada de frondosos árboles, de una quebrada que alguna vez fue cristalina y de una montaña que suspira tranquilos rocíos matutinos, la cuadra del Jardín luce hermosa ante cualquiera que se le presente. Crecí en aquel lugar, y creo que su mística se aferró a mi alma como una garrapata al pellejo de un equino. Juegos en el bosque, expediciones botánicas que acababan con la captura de un centenar de hormigas, un par de desafortunados saltamontes y, si contaba con suerte, de alguna velluda araña. Ascensos bordeando la quebrada que siempre pensamos nos llevaría hasta su nacimiento. Casas en el árbol que, siéndoles sincero, nunca fueron en el árbol. Todas se erguían en la montaña frente a mi casa, y siempre acababan derrumbadas debido a las constantes quejas de los vecinos, quienes alegando cuidar la fachada de la cuadra, llamaban a la policía para que procediese con la demolición. Además de crecer en este escenario sacado de mi propia película del Señor de los Bolillos –porque todos los celadores me querían dar bolillo–, mi padre me inyectó una dosis exagerada de magia. El hombre sacaba un libro de su biblioteca, el lugar más grande de la amplia casa, me sentaba y decía: “mira, Sebastián, tú tienes tu nombre por tu tatarabuelo, Sebastián Ospina, General de la Guerra de los Mil Días”. Y continuaba, “esas espadas que están ahí –dos espadas que reposaban cruzadas en lo alto de la biblioteca– son de esa guerra”. Cada una de sus historias terminaba con una frase que, estoy seguro, le repetiré a los hijos que aún no tengo: “Esto lo saben los lobos de la vieja cañada”. Un poco más grande supe que no todo lo que decían los lobos de la vieja cañada era cierto. Si no me lo mostraba en un libro, no le creía.

Somos tres hermanos en nuestro hogar, los tres muy distintos pero a la vez muy parecidos. Nuestro padre nos engañó durante años con el cuento de que un tiburón le había rasgado con sus filosos dientes el costado izquierdo de su cuerpo, en las costillas, precisamente. Lucía orgulloso sus cuatro cicatrices en forma de arañazo de tigre cada vez que se quitaba la camisa. “uy, Tatán, ¿qué le pasó a su papá?”, preguntaba más de un curioso. “Un tiburón lo mordió en Santa Marta, ¿mucho teso, ah?”, les respondía orgulloso. Como si ser atacado por un tiburón lo hiciese digno de admiración. Más adelante confesó que se había dado en la jeta con un negro en el Rodadero y que, debido al delicado estado de su piel por la larga bronceada con aceite de coco, un arañazo de éste le había causado las cuatro heridas de guerra. Gracias a mi papá aprendí a recordar, no con la cabeza, sino con el corazón.

Una noche, mientras dormíamos en nuestro pequeño castillo, un grupo de ladrones merodeaba el sector con maléficas intenciones. Los atemorizantes árboles que cubrían la calle danzaban al ritmo del viento emanado por la montaña, mientras que el oscuro silencio era interrumpido, únicamente,  por el intermitente cantar de los grillos y las chicharras. La cuadra del Jardín es un callejón sin salida, en ese entonces culminaba en una gran pared de ladrillo enredada entre la vegetación de años de abandono. Las diez casas que forman la cuadra contaban con la intermitente ronda del celador de turno como única seguridad. Luego de acechar por horas, los ladrones decidieron acercarse a la casa número 17 A, la mía. En esos momentos Juan Diego Ospina López, Víctor Manuel Ospina López, Claudia Patricia López Cordero, Víctor Manuel Ospina Cadavid y su narrador dormían con la tranquilidad que una madriguera le proporciona a una indefensa liebre. La puerta de la casa contaba con una chapa de seguridad que era todo menos de segura.

Es de conocimiento general que los corazones de los ladrones van mucho más rápido que los de sus víctimas, y este caso no era la excepción. Entretanto, el pastor de mi rebaño dormía la luna como lo hacen los celadores, pendientes a que llegue un  alicorado residente a timbrar. Su instinto de padre protector, siempre activo, no permite la intromisión de extraños que vulneren la seguridad de los suyos. En su frágil sueño sintió el rasgar metálico proveniente de la puerta principal. Abrió sus ojos, agudizó su audición y se cercioró de que lo que estaba escuchando pudiese ser lo que sospechaba. Disimuladamente, para no despertar a mi mamá, se quitó las cobijas de encima y emprendió paso hacia la puerta de su habitación. En ese momento los ladrones estaban por terminar con la apertura de la puerta. Desde la puerta de su cuarto, a través de las rejillas de un balcón interior, vio como los ladrones ingresaban a la casa donde descansaban las personas más importantes en su vida. El corazón le latía como a un guepardo que se dispone a atacar a una gacela, la adrenalina se había esparcido en segundos por todo su torrente sanguíneo. Al ver que demoraban su entrada, mi padre fue poseído por los valientes espíritus de los que tanto hablaban los lobos de la vieja cañada. Tal vez mi tatarabuelo, el general de la guerra de los mil días, Sebastián Ospina, se apoderó de su cuerpo y lo impulsó a hacer lo que en esos momentos se disponía a perpetuar.

Sigilosamente subió las pocas escalas que llevaban a la biblioteca, observando de reojo los movimientos de los intrusos. Miró hacia la pared donde estaban las ancestrales armas y las tomó. Con las espadas en mano, bajó con el mismo sigilo  hacia el nivel de las habitaciones, esperando algún movimiento de los ladrones. Cuando éstos se disponían a cerrar la puerta, Víctor Manuel Ospina Cadavid, mi padre, al mejor estilo de William Wallace, saltó de las escaleras hasta el nivel en el que los ladrones se encontraban, chocando sus armas entre sí, gritando como un loco y profiriendo groserías de todo tipo. Fue tan impactante y ensordecedor el movimiento de mi padre, que los ladrones huyeron despavoridos de nuestro castillo.

Pensándolo bien, mi padre contó con suerte.  Su improvisada reacción se alineó con la falta de experticia de  los ladrones. Unos profesionales le hubiesen metido un tiro entre ceja y ceja, para luego sentenciar, a lo Arnold Schwarzenegger: “Hasta la vista, mi pez”. Otro pensamiento que juguetea por mi mente es, ¿qué debieron comentar los ladrones mientras volvían a sus hogares después del fallido intento de robo?

_ Jueputa, Carlos, yo le dije que esa casa no. ¡La del lado!, mano, ¡la del lado!

_ Y, ¿es que usted cree que yo sabía que nos iba a estar esperando un loco con dos machetes?

_ ¡No!, coma mierda, yo no vuelvo a robar con usted, siempre es la misma vaina. Mire como dejaron a Edwin la vez pasada, ¿ahora me va a decir que eso tampoco fue culpa suya?

En ese momento el líder de la banda hubiese interrumpido la discusión para darle fin.

_ ¡Ya cállense la jeta los dos! Lo que estamos es cagados.

Bueno, señores ladrones, ahí tienen para que afinen. Uno jamás, pero jamás de los jamases, debe robar, y mucho menos la casa de un señor que fue atacado por un tiburón, que tiene dos espadas y que es descendiente directo de Sebastián Ospina, el general antioqueño de la guerra de los mil días. Esta entrada se la dedico a un lobo de la vieja cañada que ya no está con nosotros. No lo conocí, pero he escuchado suficiente como para saber que yo soy porque él fue, mi abuelo Rafael Ospina Londoño, antioqueño de mitos y leyendas.

Antes de continuar debo confesarles que la escritura de este texto se ha trasladado por más lugares de lo habitual. Pasó de mi casa al Club Campestre de Bucaramanga. Y ahora me place informarles que en este momento estoy en Barrancabermeja, ciudad petrolera, ribereña y calurosa como el mismísimo infierno. Voy montado en una lancha que va a toda velocidad, surcando de lado a lado una ciénaga del municipio. Me encuentro sentado junto al señor que maneja, con el computador en las piernas, sintiendo el viento y observando, con los dedos en las teclas, el hermoso paisaje que me rodea. Lo único malo de todo esto es que el morenito me prohibió fumar en la lancha, norma que sin lugar a dudas debo cumplir, ya que he soñado en decenas de ocasiones cómo muero incinerado en una explosión.

Amigos, iba a continuar con la historia que les debo, pero la ciénaga que tengo al frente ha hecho brotar de mi cueva cerebral otra historia futbolística digna de ser contada.

No todo en el fútbol es alegría. Un día, luego de entrenar en Pan de Azúcar –una colina bumanguesa–, mi hermano y yo nos dispusimos a bajar de la montaña hacia nuestra casa. A Víctor le acababan de regalar un reloj Casio, de esos que tienen control del televisor y un perrito que corre cuando se inicia el cronómetro. Cuando comenzábamos la bajada, tres tipos venían subiendo. Niño, regáleme la hora, dijo uno de ellos –como si la hora se pudiera regalar–. Yo no tenía reloj, por lo que levanté mis manos en señal de: mire, manito, no tengo reloj.
Automáticamente mi hermano sacó la mano del bolsillo, miró su reloj y les dio la hora. Eso, chino, muchas gracias, exclamó uno de ellos. Acto seguido desviaron su trayecto y descendieron por el camino que recién habían ascendido. Aquel movimiento me hizo sospechar de sus intenciones.

_ Víctor, esos tipos nos van a robar, se lo juro.
_ Ay, Tatán, no sea bobo, ellos ya bajaron.

Nos quedamos durante unos minutos observando, como halcones en campo traviesa, el camino que los tres señores habían tomado. Yo, la verdad, no logré verlos jamás. Los tipos se esfumaron.

_ Mire, cabezón, los manes ya no están.
_ Bueno, bajemos, le dije al testarudo de mi hermano.

Luego de varios minutos caminando, pasábamos por una recta arropada por bambúes. ¡Tatán!, gritó Víctor Manuel. Me volteé y los tipos tenían a mi hermano del cuello. En ese momento sólo pensé en correr, y así mismo lo hice. Corrí como ladrón del centro, y luego de varios metros paré en seco. ¡Mierda!, tienen a mi hermano, no le puedo hacer la de Caín, pensé muerto del susto. Atravesé a toda velocidad los claros hasta llegar al bosque de bambúes en el que los tipos tenían a mi carnal.

¡Suéltenlo!, ¡llévenme a mí!, les grité. No, mentira, no dije nada de eso. Lo recordé de una película. Igual, si me hubieran llevado, no tenían nada que quitarme, y yo en especie no pago. En fin, llegué al sitio y en ese preciso instante, en un gesto de terrorífica gentileza, uno de los caballeros le pidió a mi hermano su reloj, mientras levantaba su camiseta y nos enseñaba un cuchillo digno de un guerrero nipón. ¡Qué detalle!, ¡qué gentileza! Víctor lo observó a los ojos, miró su muñeca izquierda y, como un niño que se despide de su madre en su primer día de colegio, le dijo hasta nunca al cronómetro canino.

Luego de que los ladrones huyeran, me senté junto a mi hermano en el andén de la carretera. Traté de aguantar el llanto, pero no fue posible, como cuando uno, de niño, intentaba no llorar y siempre resultaba ahogado en un mar de lágrimas. Víctor, siendo mayor que yo, me abrazó y me dijo que nada había pasado, que no me preocupara. Mano, pero, ¿y el reloj?, le pregunté desconcertado.  Negó con la cabeza y me dijo que dejara de joder, que mejor nos fuéramos a la casa. Yo no quería mover mis nalgas del andén, estaba impactado, asustado. Es que qué cruel puede ser la gente, cómo roban a dos niños de ocho y nueve años. En fin, a pie no íbamos a bajar a la casa, ni locos que estuviéramos, así viviéramos a dos pasos.  Entonces, de repente, avisté una camioneta Jeep, descapotada, roja y con dos jóvenes en su interior. Salté de la acera y me les atravesé. Señoritas, nos acaban de robar, ¿será que nos pueden acercar a nuestra casa? Vivimos acá cerca. Las dos jóvenes asintieron con la cabeza. Claro, suban. En ese momento Víctor me reprocho con la mirada mi atrevimiento, como diciendo ¿será que estas también nos roban? Pero no, ellas no tenían pinta de ladronas. Yo montaba en taxi y en bus, mientras ellas andaban en una camioneta digna de Miami Vice. Nada de nervios.

Luego del corto trayecto, nos dejaron en Toscana, un restaurante esquinero que colinda con mi casa. Caminamos unos cuantos pasos hasta nuestra morada. Antes de entrar Víctor me dijo que no fuera a contar nada, seguramente porque mi papá lo regañaba –así era nuestro viejo–. Pero fue imposible. Apenas los vi solté todo lo que tenía. Abrecé a mi mamá y le conté que unos ladrones nos habían robado, que nos habían mostrado un cuchillo, que yo quería mucho a mi hermano, que él me quería a mí, que unas niñas nos bajaron en una camioneta, que qué camioneta tan bonita… en fin, le conté, entre mocos, saliva y llanto, todo lo que había sucedido. El rostro de mi padre cambió de aspecto, lucía como un poseso. Patricia, coja las llaves del carro, nos vamos ya, le dijo a mi madre. Yo a esos hijueputas los vi, yo sabía, yo sabía que eran ladrones. Subió hasta la biblioteca, tomó dos espadas que lucían entrecruzadas en lo alto del lugar y se montó, con ellas, en el carro. Ah, bueno, y con mi mamá. Se perdieron en el horizonte. Horas más tarde regresaron a la casa mucho más serenos. No los encontramos, pero ay donde me los vuelva a topar, sentenció mi papá.

Pues bueno, ni reloj ni asesinato. Solo un recuerdo.

Pdta: seguimos entrenando todos los fines de semana. Nunca más volví a ver a los tres ladrones. Y si los hubiera visto, les hubiera felicitado por tan bonito reloj.

El misticismo de un inocente

Una noche, con sólo cinco años, llegó a mis manos un ejemplar del periódico El Tiempo en el que sobresalía una noticia sobre el diablo. “Sí, el tipo es bien plantado, anda de negro, mide dos metros y tiene pezuñas. Es el diablo… el diablo“, dice el artículo publicado el 27 de abril de 1996. Tenía impresa una imagen de Lucifer; rojo él, con cuernos y ojos que daban la impresión de querer salir del papel. Apenas logré echar un vistazo a las columnas del texto, antes de que mi madre –ferviente evangélica– me lo arrebatara de las manos afirmando que no podía ver esas cosas y luego lo incinerara en una caneca metálica que reposaba en un rincón de su habitación. El mayor de mis hermanos, quien sí logró leer el diario, me contó que a una joven y a un taxista se les apareció el demonio, que éste no llevaba zapatos porque tenía pezuñas y que por donde caminaba dejaba un repulsivo olor a azufre. Aquella noche, mientras intentaba dormir, mi consciencia no paraba de repetir: “¡El Diablo sí existe!, y si lo llama tres veces,  ¡se le aparece!”. Lo berraco de mi situación era que si efectivamente existía, ¡era mi vecino!

Nací y crecí en el barrio El Jardín de Bucaramanga. Aquel conjunto de cuadras poseía un misticismo único. Corría el rumor de que alguna vez hubo un tiroteo, de que en la quebrada vecina se podían encontrar tortugas y cangrejos y de que, ahí no más, en nuestras narices, vivía el Diablo.

Los jóvenes de la barriada crecimos atentos a cualquier noticia sobre las casas que yacían derrumbadas a unas pocas calles de nuestro vecindario.

“”Estas casas se hundieron un 31 de diciembre, ¡imagínese el mierdero!””

Un 31 de octubre, mientras los niños deambulábamos por la noche pidiendo dulces, un olor mortecino se apoderó de la cuadra que limita con la misteriosa casa. Los vecinos adultos, preocupados por el olor a muerte, llamaron a la policía. Luego de ingresar al abandonado inmueble, afirmaron haber encontrado una vaca muerta.

Hace algunos meses visité la casa de Juan Camilo Navarro –habitante del barrio–?, y, luego de recibir su amable atención, dialogamos sobre aquel suceso.

?–Ole Lilo, ¿se acuerda de lo de la vaca?

?–Ustedes eran los locos que se metían por allá. Yo estaba muy pequeño y no me dejaban acercar mucho, pero sí recuerdo que decían que los satánicos habían rajado una vaca por la mitad y que le habían sacado el ternero para sacrificarlo.

Días después del escandaloso evento, Orlando Cancelado, compadre de mis progenitores, periodista del canal TRO y vecino del barrio, llegó a mi casa con los pelos de punta. Después de varios años sin conversar, me dio su versión de los hechos. “”?Compadrito, estaba sentado en el estudio de mi casa y Nicolás empezó a ladrar. Sentí un olor asqueroso y una sombra que estaba detrás de mí. Me volteé y la sombra se corrió de lugar, además, Nicolás comenzó a ladrar más fuerte. La puerta del estudio se cerró de un solo ?tramacazo?, ¡y ahí sí ni mierda!, cogí mis ‘chiros’ y arranqué a correr con el perro detrás para la casa de sus papás. Llegué con los poquitos pelos que tengo parados. Su papá solo se reía, pero chino, créame, yo sé que era el diablo””?, me dijo el periodista.

Estas historias hicieron de las casas derrumbadas un tema a tratar diariamente por los jóvenes de la cuadra, quienes de manera arbitraria terminaron por bautizarlas –así fueran varias– bajo el seudónimo de ‘La Casa del Diablo‘. Días después de hablar con Juan Camilo, timbré en el domicilio de doña Leonor ?–propietaria de una casa en el Jardín desde muchísimo antes de haber respirado mi primera bocanada de aire–?, y, luego de luchar contra su memoria por recordarle quién era yo, le indagué sobre la dichosa estructura. Su respuesta fue idéntica a la de otros adultos mayores de la barriada.

?–Señora Leonor, ¿qué sabe usted sobre ‘La Casa del Diablo’?

– Mijo, la casa del diablo que yo conozco es la de don David, queda en la carrera 39. Ahorita hay un edificio allá.

?–No, doña Leonor, le hablo de las casas de acá arribita, las derrumbadas.

La señora frunció el ceño y afirmó:

?–Joven, usted está equivocado. Esas casas no son ‘La Casa del Diablo’.

La Casa del Diablo, historia de Bucaramanga

Al igual que doña Leonor, la mayoría de bumangueses reconoce la casa de don David como la verdadera y única casa del Diablo. El mito más conocido en la Ciudad Bonita surgió hace varias décadas. Un artículo del diario Gente de Cabecera, publicado el 10 de febrero de 2012, cuenta el origen de la afamada historia.

?””Dicen los libros que, diez años antes, don David Puyana Figueroa había llegado en barco procedente de España, y que en 1865 decidió construir una inmensa casa hacienda en la parte alta de Cabecera del Llano. Desde allí, y con la ayuda de un catalejo, divisaba los cultivos de café que dominaban la zona en predios de su propiedad.

Sentado en su balcón, analizaba con su monocular el quehacer diario de sus empleados. Anotaba, identificaba y esperaba el sábado, día del pago, ?para pasar su cuenta de cobro.

–Usted el lunes en la tarde durmió, el martes en la mañana comió naranjas, el miércoles?…Les decía.

Así desnudaba cada una de las actividades de sus obreros, quienes asombrados por la precisión, echaron a andar el rumor de un posible pacto entre don David y el Diablo?””.

Además de este mito, también se rumoraba que debido al embrujo que poseía la casa, en uno de los marcos que adornaban sus paredes, jamás se logró poner una ventana. Los obreros tomaban las medidas del marco, y cuando volvían con la ventana lista, las medidas eran distintas.

“”La Casa del Diablo, una de las más emblemáticas construcciones del sector,  aún conserva parte de su estructura, pero transformó sus patios y caballerizas en dos gigantescos edificios que hoy se conocen como Casa de Don David””. Gentecabecera.com.

A tan solo una cuadra de la embrujada hacienda, la empresa de don David Puyana -?Urbanas-? inició el levantamiento de un complejo residencial. Antes de culminar con la construcción del mismo, las estructuras de la mayoría de viviendas sucumbieron ante la inestabilidad del terreno. La ciudad perdió todo interés en el espacio de las casas derrumbadas y, como todo lo que no sirve, fue hecho a un lado, olvidado.

Según Cloromiro ?–el único propietario que no perdió su casa debido a la falla terrenal–, desde 1974 él es la única persona que habita legalmente el boscoso terreno. “”?Los únicos vecinos que he tenido son los que actualmente ocupan las casas””?, comenta el anciano.

“”La policía casi nunca se mete a joder por este monte, nosotros no nos metemos ni con ellos, ni con nadie””.

Los diablos también son humanos

Con el ánimo de realizar una crónica sobre ‘La casa del Diablo’ –?las casas derrumbadas–?, viajé a comienzos de 2014 desde Bogotá hasta Bucaramanga. Llegué un viernes y de inmediato contacté a José Álvarez, amigo y estudiante de artes audiovisuales. Le manifesté mi interés en que él fuera el encargado de hacer la foto fija que incluiría en el proyecto, propuesta que él no pudo rechazar.

Al día siguiente, a eso de las 3:00 p.m., me reuní con José. Habíamos acordado vernos más temprano, pero, debido a la lejanía de su morada, la puntualidad del encuentro no fue tenida en cuenta. Llovía en mi ciudad natal, el día estaba oscuro y húmedo, nada alentador para ingresar a las casas. Previamente averigüé sobre el presente de éstas. Sabía que unos individuos vivían allí, por lo que compré una bolsa de pan Bimbo y una gaseosa sabor manzana.

No hablamos con nadie, no hubo un primer contacto con los ocupantes y mucho menos un permiso, simplemente nos dirigimos a la “”boca del lobo””. Eran las 4:30 p.m. Ingresé junto a mi compañero por el sendero que conduce al oscuro lugar. Luego de varias zancadas, visualicé las casas que protagonizaron la mayoría de pesadillas que tanto agobiaron mi niñez. Nos acercamos un poco y, de repente, varios perros corrieron hacia nosotros vociferando advertencias.

“”Aquí vivimos 7 manes, pero vienen todo el rato otros chinos a fumar y a enfiestarse””

Dimos unos pasos más y dos hombres aparecieron entre las grietas de la casa. Su aspecto no era nada agradable; estaban sucios, sin camisa y con sus ojos detallando cada parte de nuestros cuerpos. “”?Señores, ¿qué se les ofrece??””, dijo uno de ellos. Le respondí que estaba realizando una crónica sobre ‘La Casa del Diablo’, además, le manifesté mi interés en escuchar sus experiencias viviendo allí. El hombre se mostró tranquilo y dispuesto a colaborar. Hizo una seña indicándome que siguiera al lugar y así lo hice. Observé detalladamente cada uno de los grafitis que adornan las paredes de la casa. Colgada en una pared, una cabeza de ternero sin ojos me miraba con extrañeza, como si yo hubiera sido cómplice de su muerte. Intenté parecer lo más tranquilo posible, pero estoy seguro de que no lo conseguí; las piernas me temblaban como a bailarina de samba. Le pregunté al habitante de la casa si mi compañero podía tomar fotos. “”?Obvio ?ñero?, por ahí andan unos ?rolos? que están haciendo una película con nosotros, entonces sano, dígale que todo bien””?, autorizó el señor. Le dije a José que no se preocupara por la cámara, que recorriera el lugar y tomara fotos. Mi acompañante se terminó de tranquilizar al descubrir que dos estudiantes de la Universidad Nacional se encontraban –con cámara al hombro– documentando la vida de los habitantes de la casa.

“”Eso es mentira. Aquí sí mataron una vaca, pero la mataron para llevársele la mera pulpa, las meras partes buenas””

Tranquilo por la seguridad de José ?- más que todo por su costosa cámara -, proseguí a dialogar con el señor que me atendía.

?–Ole mano, y? ¿cómo es que es su nombre?

Jefferson, pero no me diga así, dígame Diablo.

?–Oiga Diablo, lo que pasa es que yo crecí por acá cerca, y antes se escuchaban rumores sobre sectas satánicas en esta casa. ¿A ustedes nunca se les ha aparecido alguna joda rara?, ¿nunca los han asustado?

El Diablo se rió, me miró con cara de extrañeza y sentenció:

–?’Pito’?, aquí lo único que asusta es el bazuco.

La respuesta del personaje hizo que se me saliera una carcajada. Segundos después, le pedí permiso para recorrer la casa. Con un gesto de aprobación dio luz verde a mi solicitud. Atravesé la casa en la que sostenía la conversación con el Diablo hasta llegar a la segunda entrada.

“”A veces los pensamientos se me vuelven realidad, ahí es cuando más me cago del susto””

Allí, un joven de buen vestir puso su mirada fría sobre mí. Me le acerqué, le pregunté su nombre y le brindé un cigarrillo. “”?Me llamo Carlos, soy de Bogotá…Parcerito ?regáleme un toque de candela, todo bien””?, dijo el joven. No es un hombre muy expresivo, habla lento y evita mirar a los ojos; no parece ser la persona adecuada para conversar. Pero, lejos de toda apariencia, prendió un cigarrillo, cruzó las piernas y se dispuso a hablar.

?–Mis padres son muertos. A mi cucho lo mataron hace rato, y a mi mamá me la ?sicarearon? en Bogotá cerca de la calle 19 con carrera 18, me le pegaron tres tiros unos ?hijueputas?. Me vine para Bucaramanga a prestar el servicio militar, allá me dieron a probar el bazuco.

?–Pero, usted ya había probado otras drogas, ¿cierto?

Puso cara de inocente, levantó los hombros y confesó:

?–Sí, en Bogotá probé el perico. Un tiempito después de estar en el ejército, me echaron porque me cogieron fumando bazuco dentro del batallón. Yo tengo una hermanita de siete años, vive con mi tío acá en Bucaramanga. Intenté vivir allá, pero yo no me entiendo con ese man.

El joven de 22 años calló por un momento y miró hacia el exterior de la casa, como analizando su realidad. Minutos después, le pregunté qué sentía cuando fumaba bazuco. Giró su cabeza y manifestó: ?””Mucho temor, mucho miedo””?. Carlos duerme en el piso, no tiene cobijas ni otra muda de ropa distinta a la que llevaba puesta aquel día. Su expresión triste me hizo sentir mal, y no sé si haya sido buena idea hacerlo, pero, para animarlo, decidí comprar aguardiente.

Le di 40 mil pesos al Diablo para que comprara un litro de ?guaro? y dos paquetes de Marlboro. Agarró el dinero y se fue a conseguir el trago.

“”Tenemos pan, aguardiente y porro, ¡mucho fiestón violento!””

Luego de hacer el pedido para los diablos de la casa, continué con el recorrido. Mientras lo realizaba, José congelaba con su cámara la experiencia que estábamos viviendo. Subí lo poco que quedaba de unas escaleras y llegué al segundo piso. De un costal ?que hacía las veces de ventana ? surgió un señor. ?””Chamo, ¿me regala un cigarrillito??””, ordenó Giovanni ?–tuvo más intención de ordenar que de solicitar–. Le entregué el cigarrillo y aproveché para contarle sobre del trabajo que estaba realizando. Mientras me escuchaba, sacó de su bolsillo un encendedor, prendió un ?’marlborito’? y me interrumpió.

?–Hay unos chamos que están haciendo una película con nosotros, dicen que supuestamente nos van a ayudar para que nos reubiquen. Lo que pasa es que estas casas las van a tumbar. Aquí van a hacer un parque. Ya nos mandaron dos cartas, una de la corporación y otra de la alcaldía, en las dos nos ordenan que desalojemos. Los dueños de las casas, unos están muertos y los otros no aparecen, entonces no saben a quién buscar– expresó con cierto desconcierto el hombre.

“”Ahí no hay nada, esa película de los rolos no creo que sirva de mucho, ya casi nos va tocar ir mirando pa donde agarrar””

Luego de escucharlo, le di la mano y subí al tercer piso. De repente apareció un señor sin camisa, con varias cicatrices en el estómago, con una pantaloneta larga y escurrida por su cadera, que casi dejaba ver sus partes íntimas. Le pregunté su nombre y, como si fuera un niño atendiendo a un mayor, respondió: ?””Camilo Andrés Rueda Cifuentes””?. Este individuo emanaba tranquilidad, sumisión.

?–Andrés, ¿a qué se dedica usted?

? –Señor, yo reciclo.

? –¿Cuánto le pagan por el reciclaje?, ¿cómo es la vaina?

? –Nosotros vendemos el kilo de vidrio y cartón a 100 pesos, ahí uno se hace la ?barbachita?.

Afirmó el hombre, mientras mecía su cuerpo de lado a lado con las manos dentro de los bolsillos. Me despedí, no sin que antes me pidiera la ?’liguita?’, le dije que abajo había pan y gaseosa y me alejé pensando en lo difícil que debe ser recolectar un kilo de cartón para sólo recibir 100 pesos.

“”Todos trabajamos, ya sea reciclando, cuidando carros o  en cualquier otro camellito  que aparezca. No le hacemos daño a nadie, porque el que a hierro mata, a hierro muere””

Bajé las escaleras y me reencontré con Carlos y ‘El Diablo’ -–quien ya había regresado con el aguardiente– . Eran las 5:30 p.m., la noche se aproximaba y José ya me miraba con cara de: “”?¡Vámonos ya!””?.

Hice caso omiso a la advertencia gestual de mi compañero y me senté en el piso. Abrí la botella y llené varias copas. Carlos permaneció la mayoría del tiempo callado, sólo hablaba para pedir cigarrillos o una copa de ?’guaro’?. Por otro lado, ‘El Diablo’ no paraba de contar historias sobre las barras bravas del Nacional. ?””Una vez en el parque de Berrío, unas gonorreas me estallaron la jeta a punta de ?’traques’?, me pusieron 12 puntos internos””?, confesó. José siempre estuvo sentado detrás de mí, guardó silencio y mantuvo un perfil bajo. Un quinto personaje apareció, el ‘Hippie’. Su presencia era intermitente, bajaba del segundo piso a pedir una copa de alcohol, se la tomaba y regresaba de nuevo a su guarida. De vez en cuando se escuchaba un comentario suyo proveniente del segundo piso. “”?Sí, sí, yo he escuchado esa canción, es ?poporra””??, le alcancé a escuchar, haciendo alusión a una champeta que sonaba en la radio. Con la casa casi a oscuras, tres personajes más se unieron al bebido, Cristian, la Dayana y Darwin.

“”Ñero, crealas que los gomelos nos menosprecian por tener menos, pero sano, ante los ojos de Dios todos somos iguales””

Sentado en un balde volteado, junto a una botella de aguardiente, con la oscuridad adueñándose de la casa derrumbada, un porro rondando por la boca de los lobos y las papeletas de bazuco escondidas ?””por si los chinos son de la SIJIN?””, los inquilinos sacaron sus cuchillos. Todos estaban armados, todos tenían una ‘?patecabra’?. José se asustó un poco, también yo, pero, era tanta la confianza que sentía con ellos, que simplemente les serví un trago más de aguardiente. Uno de los muchachos –Cristian–? me enseñó cómo desenfundar el cuchillo y, luego de varios intentos, aprendí cómo sacar la ?’patecabra’? apropiadamente. Apacigüé el momento de tensión ofreciéndole una copa a Darwin. “”?Darwin, tómese esto pal frío””?, le aconsejé al muchacho. Agarró la copa y, antes de beberla, dijo: “”?¿Un guaro pal frío? Pal frío le meto un culiadón a Dayana, ¿sí o qué?, mujer””?. Su compañera sentimental asintió con la cabeza mientras le celebraba el comentario.

Eran las 7:00 p.m., la oscuridad ya se había apoderado por completo del lugar. Sólo el celular de Darwin -–que reproducía cumbias desde el suelo– dejaba distinguir un rostro de otro. Luego de charlar un buen rato, de pasar varios momentos de tensión y de reír sin parar, me paré del suelo y me despedí de todos. Les agradecí por su colaboración y prometí que en otra ocasión nos volveríamos a ver.

Llegué a la casa buscando al Diablo de las sectas, al de la tabla ouija, al responsable de la muerte de la vaca, mejor dicho, ¡al diablo que tanto me jodió de peladito! Pero, lo único que encontré, fue a un puñado de personas que viven apartados de la sociedad, bajo sus propias leyes, y que, por consecuencia, atraviesan el camino de la vida como el mismo Diablo lo dijo: “”?En la anarquía total, papi?””.

Pdta: Estos señores son humanos, no diablos. Si los trata de la misma manera como trataría a un amigo, se dará cuenta que no son tan distintos a usted. Sienten hambre, tienen necesidades sexuales, trabajan, ríen, se toman sus aguardienticos –si hay plata–, y, debido al repudio de la sociedad, sufren por el rechazo de las personas. ¡Deles la mano sin asco!, ¡salúdelos sin pena! y verá cómo se transforman de diablos a personas gratas y gentiles conversadores.

El  diablo es sólo un reflejo de los más salvajes instintos humanos… Tal vez el diablo es uno.

 

VOLVÍ POR USTEDES

Les voy a contar un cuento. Hace 20 años lo conocí; alto, rubio, ojiclaro, sensible, sincero e intrépido. Desbordante en imaginación a la hora de jugar. Increíblemente rápido en las rectas y no tan ágil en los zigzagueos; ese título me correspondía a mí. Era el hijo de una muchacha del servicio de un barrio que colindaba con el mío. Éramos muy amigos, los mejores. Su historia, hasta donde recuerdo, era la de un niño que vivía en la casa de una señora a la que su madre le servía. Dormía junto a ella en una habitación muy pero muy pequeña, casi toda llena de stickers de jugadores de fútbol. Uno de ellos, por encima de los demás, se robaba el aliento de su madre Raquel. Se trataba de Gabriel Omar Batistuta. Aún la recuerdo suspirando por él, mientras nos regañaba por algo -era su deporte favorito, ¡REGAÑAR!-.

Juan Carlos, el niño del que les hablo, fue muy afortunado, ya que la dueña de la casa, la señora Laritza, una mujer de avanzada edad, le cogió mucho cariño, tratándolo como al nieto que aún no tenía. Le pagaba la pensión en un colegio cerca a la casa, y si no era así y tú, mi querida Raquel, estás leyendo esto con rabia por el no reconocimiento de tu esfuerzo realizado, por favor abstente de regañarme. O doña Laritza o tú,  el caso es que el chino estudiaba. Juan Carlos era un consentido. Tenía muchísimos juguetes. Dinosaurios como pa donar a Jurassic Park, todos los personajes de Dragon Ball Z, MicroMachines, Las Tortugas Ninja, Los ThunderCats y, para rematar, el Play Station1, que en ese entonces estaba recién salido del horno. (Comentario repentino). Antes de que le compraran el Play, íbamos juntos, saltando como guerreros samurai, hasta el barrio Álvarez. Allí, en una sala llena de televisores y consolas, liberábamos sinfín de endorfinas frente a las pantallas. Nos cobraban 500 pesos la media hora y 1.000 la hora de Medalla de Honor, Dino Crisis, Winnin Eleven y otros juegos más. Pocos meses después, mi mamá llegó de Estados Unidos con un Play para mí y mis hermanos, y ahí, obviamente, como buen amigo que era, se lo comencé a alquilar a un mejor precio: 400 la media hora y 800 la hora.

Eran tiempos hermosos. Jugábamos con todo. Nuestra imaginación no tenía límites.  Hacíamos de un palo, una espada legendaria envuelta en llamas. De un pedazo de madera, un escudo irrompible. Volábamos, saltábamos, gritábamos y personificábamos a cuanto héroe o villano se nos ocurría. Siempre quisimos construir una casa en el árbol; pero no, nunca nos dio la ingeniería. Siempre terminábamos haciéndola en el suelo, con palos, cemento y banderas políticas que sobraban de las batallas electorales de mi padre. Quizás esa era la razón por la que la policía siempre nos las acababa tumbando. “Esto parece una invasión”, alegaban algunos adultos de la cuadra que, preocupados por la estética del lugar, apagaban nuestra infantil y avanzada diversión. Y digo avanzada porque ya era una casa con cemento y sonido. Utilizábamos un discman y unos parlantes de computador para musicalizar el inmueble, y bolsas de cemento, que alguno se sacaba de la casa, para envolver las cimientes de la obra.  A una de esas señoras, en venganza por su denuncia policiaca, le mandamos un bandido -como de 6 años-, con macheta en mano, a que le cortara un papayo que tenía en el jardín del frente. Lo que no sabíamos, era que la señora, pobrísima en relaciones humano a humano, tenía como única compañía al inofensivo árbol. Motivo por el cual Emilio, el menor cuya mano empuñó el arma homicida, acabó en un calabozo del barrio -o sea en su cuarto-.

Juan Carlos y yo nos negábamos a crecer. Algunos de la cuadra ya comenzaban a mostrar síntomas de preadolescencia crónica, pero nosotros, sobre todo nosotros dos, nos absteníamos rotundamente al hecho de no seguir imaginando. “¿O sea que ya no vamos a jugar? ¿Entonces qué? ¿Vamos a sentarnos a hablar? ¿Hablar de quién? ¿De esa vieja? ¡Nah! Mucho desparche malo”.

Era una lucha contra el tiempo, contra los Backstreet Boys, Cristina Aguilera y Britney Spears. MTV tomaba ventaja con su programación de nuevo milenio, y las calles, poco a poco, perdían su romántico terreno. Uno puede ver la calle de dos maneras: como una calle normal, por la que pasan automotores y personas, o como una cancha de fútbol/Campo de batalla/ autopista de carritos de Hotwheels/ Imperio Romano, Bárbaro o Mongol/ así sucesivamente, según le dé el cacumen.

El tiempo se nos agotaba, y las maldades adolescentes de los mayores se comenzaban a infiltrar en nuestras filas.

Un día, con exactamente 10 años -lo recuerdo a la perfección porque la película que íbamos a ver era “Pokemon 2000”-, iba caminando junto a mi hermano y mi mamá hacia el cinema de Cabecera, en Bucaramanga. De repente, casi en el límite del barrio, me encontré con mi pandilla. No teníamos nombre ni nada de eso. Tan raro. Pero bueno, me los encontré. “Hola, doña Patricia”, saludaron al unísono. “Hola, mis amores”, les respondió mi madre sin detener su marcha. Mientras continuaba, con mi hermano de la mano, Juan Carlos me hizo un guiñó con el ojo, como a quien le urge contar algo. Giré la cabeza en dirección hacia mi familia y me percaté de que ya me estaban dejando atrás, entonces me les acerqué. “¿Qué pasó “, les pregunté susurrante. “Hay una vaina que le tenemos que mostrar”, dijeron unos. “Mañana me la muestran”, les respondí. “Mi mamá me va a dejar y no me quiero perder Pokemon; me contaron que de pronto matan a Ash”. Diego, otro de la pandilla, frunció el ceño e insistió. “Mano,Tatán, en serio tiene que ver esto. Después se ve Pokemon”. Lo pensé, lo volví a pensar y ¡CHAZ! Le grité a mi mamá: “¡Mamá!, yo me quedo con mis amigos. Vayan ustedes y yo me la veo después”. “¿Seguro, mi amor?”, respondió ella. “Sí señora”. “Bueno, ¡te amo!”. Miró en dirección a mis amigos y sentenció: “¡cuídense mucho!”.

Lo que no sabíamos, ni mamá ni yo, era que lo que me querían mostrar mis amigos, nada de cuidado tenía. Todo lo contrario. Era peligro preadolescente. Peligro del bueno.

Hacía varios meses, bajo la influencia de un par de jóvenes mucho mayores que nosotros, toda la pandilla había incurrido en varios actos delictivos; toda menos yo. Esta serie de acontecimientos comenzaron con un robo menor.

De noche, protegidos por la alta y densa arboleda del sector, los integrantes de mi pandilla se escabulleron por entre las rejas de uno de los parqueaderos de la Universidad Autónoma de Bucaramanga. El objetivo era claro: “Secuestrar y darle materile a un grupo de gaseosas Hipinto que reposaban tranquilamente en una nevera del edificio”. Favorecidos por sus delgadas figuras, alias “Lilo” y alias “Braquiopanto” -el apodo más extraño que jamás haya llevado un ser humano-, sortearon con facilidad las rejas del no tan seguro aparcadero. Desde afuera, el resto les indicaban dónde se suponía que debía estar la nevera. “¡Suban! ¡No! ¡Por ahí no!”. “Shhhhto, mano, cállese la jeta que nos van a coger”, susurraban los jóvenes asaltantes. Vértigo, miedo, frío -el barrio era frío-, luces titilantes de un poste que los ponía en evidencia. Subían, bajaban, de un lado pal otro, ¡hasta que por fin! Aparecieron con varias gaseosas de litro retornables entre brazos. Bueno, retornables es un decir, porque aquellas, las capturadas, de retornables no tenían ni la culpa.

Con ese cuento me habían llegado, como les dije antes, hacía unas semanas. La verdad, me extrañó de Juan Carlos, ya que era muy bondadoso y cero proclive a este tipo de actos. Sin embargo, más allá de sonarme a algo de pícaros y chusma, me pareció divertido y digno de arrepentimiento, y no precisamente de su parte, sino de la mía por no haber participado. En aquel entonces, ADRENALINA era mi palabra favorita, y todo lo que tuviera que ver con ella, tenía que ver conmigo.

“Tatán, lo que pasa es que llevamos varias semanas haciendo algo y se lo queremos mostrar”, me dijeron los sinvergüenzas. Me imaginé de todo, menos lo que me estaba esperando. Arrancamos a correr a toda velocidad, descendiendo por la cuadra principal del barrido Altos del Jardín. En ese entonces, todo lo hacíamos corriendo. La velocidad era un índice importantísimo de poder. De hecho, para poderla medir, hacíamos carreras de relevos y vueltas al barrio, cronometradas con un reloj Casio de los que tenían control de televisor y un perrito que corría sin cesar.

Pasamos el parque como volador sin palo, para luego surcar mi cuadra, la Avenida del Jardín, sin siquiera voltearla a mirar. Continuamos corriendo hasta Bajos del Jardín, y en la cancha, en la cancha nos detuvimos. “¡Cuéntenme qué me van a mostrar!”, les inquirí. “Espere mano, ya va ver”, respondió Diego mientras caminaba hacía unas escaleras llenas de moho. Aquel lugar, por el que nos encontrábamos caminando a paso lento, es maravillosamente espeluznante. Y digo ES porque aún existe. Para mí, que crecí en el sector, nada de sombrío tenía, pero para un extraño, ajeno al mover del barrio, seguro lo sería. En ese lugar los rayos del sol luchan por penetrar las frondosas ramas de los altísimos árboles. El sonido de una quebrada, que ya no es quebrada sino caño, ameniza el oscuro ambiente, y en las noches, cuando nadie los ve, los zorros merodean buscando carroñearse algún fara muerto. En medio de este escenario, yacía una cancha de micro construida, exactamente, debajo de la quebrada. Muchos de los mejores partidos de mi vida me los eché ahí. ¿Y Juan Carlos? No, Juan Carlos no jugaba fútbol. O sea, el man daba pata y se esforzaba al máximo, pero no paraba ni un tiro. Aquellos partidos de barriada no tenían comparación. Lo mejor era ganarlos, y lo peor, era cuando el balón se iba al agua. ¿Ustedes saben lo que es meter las manos en agua llena de orines y desechos de todo tipo? ¿No? Bueno, pues nosotros sí. A esta, o sea al agua, le debo todos y cada uno de los ojos de pescado que me salieron en la niñez.

Bueno, ahí, en esa cancha de micro, habían unas escaleras llenas de moho que se perdían en medio del bosque. Y allí estábamos, caminando hacia el sabrá Mandrake.

Paso a paso, con la pandilla completa, nos dirigimos hacía el secreto de secretos. Luchando por no resbalar en la maleza, descendimos hasta el borde del caño, y sobre este caminamos siguiendo la corriente del agua. Luego de varios minutos, a mano derecha, nos topamos con una pared de ladrillos que lucía como el límite de algún conjunto residencial. “Paren”, gritó Diego. (Importante anotación). Si no se han dado cuenta, Diego era el mandón del combo. Al que la preadolesencia le madrugó, y con ella la rebeldía cívica.

De un solo tramacazo nos detuvimos. “¿Qué pasó?”, pregunté. “Aquí es”, dijo Juan Carlos. Nos hallábamos en el borde de la quebrada; a un paso a la izquierda de caer en ella, y a otro a la derecha de lamer el muro de ladrillos. Entonces me fijé en derredor, analizando el terreno, y ante mis ojos comenzaron a aparecer varias herramientas de trabajo recostadas sobre el muro y un poco de polvo en un sector de él. A este me acerqué, y al hacerlo, me percaté de que había un pequeño hueco. “¿Esto qué es?”, les pregunté. “¿Se quieren meter al edificio?”. Me miraron, culpabilidad en rostro, y respondieron: “Tatán, adentro hay piscina, parque y cancha de tenis”. Los miré sin entender. “¿Por qué habrían de violar la seguridad de un edificio, sabiendo que todos podíamos ir a piscinas o a un parque?”. Pero no, no todos podíamos; por lo menos no a un complejo tan completo y moderno. Esa era nuestra pandilla, esa era nuestra realidad. Había integrantes cuyos padres trabajaban en Ecopetrol y les pagaban todo en los mejores colegios; y había otros, como Edson, que andaban descalzos y sin camisa por todos lados. Yo estaba en la mitad. Mis padres me pagaban todo e igualmente andaba descalzo y sin camisa.

Pues bueno, “metido el dedo, cagada la mano”, decía una tía. “Entonces ¿qué hay que hacer?”, pregunté. “Pues terminar de darle mazo”, respondió Juan Carlos. Listo, manos a la obra. ¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!, mazaso tras mazaso, fuimos abriéndonos paso en el conjunto residencial Bocamonte. Todos los días íbamos hasta aquel lugar, escondido en el bosque, a darle forma a nuestro proyecto de vacaciones. Hasta que, teniendo el hueco el tamaño y la profundidad perfectas, nos detuvimos. “¿Por aquí pasan todos, cierto?”, preguntó alguien. “Pues metan a Juan Carlos, que es el más grande; si él cabe, todos caben”.  Ahí comenzó la burra a parir. Que no, que él no entraba, que ni loco se iba de carne de cañón, etc, etc, etc. Entonces, sacudiéndome el polvo de encima, pasé en medio de todos, con dirección hacia el costado derecho del muro. “Tiene que haber otra forma de entrar”, me dije a mis adentros. “Por encima”, señalé. Miré lo alto del muro y concluí dos cosas: “el muro tiene matas de las que chuzan y alambres, seguramente eléctricos”. “¡Heyyyyy!”, grité. “Alguno hágame patagallina, a ver si el cable tiene electricidad”. (Apunte) Patagallina: dícese del apalancamiento de un ser humano sobre las manos de otro. Diego corrió en mi dirección y se puso en posición. “¡Hágale!”. Puse el pie sobre sus manos y me levantó. Luego con las mías alcancé la cumbre del muro y me aferré a él. En ese instante, todos comenzaron a gritar: “¡Cuidado con el cable! ¡Cuidado!”. Mis manos estaban a pocos centímetros del elemento en cuestión y ¡CHAZZZ! Lo toqué, lo toqué y no me pasó nada. “¡Esta joda no tiene electricidad!”, grité. “Bueno, entonces pase pal otro lado”, respondieron. Así lo hice. Salté de lo alto del muro hacia el conjunto residencial. ESTABA ADENTRO. (Apunte) Sé que muchos se deben estar preguntando: “¿para qué carajos estos chinos abren un hueco, y luego arriesgan la vida de uno de sus integrantes en un muro electrificado?”. La respuesta es: ellos no estaban esperando a que yo saltara el muro por los cables. Lo hice para impregnarlos de valentía. O sea, para que desde adentro se gritaran: “si este man fue capaz de saltar esta joda, ¡cómo no voy a ser capaz de arrastrarme por un hueco!”. (Fin del apunte).

Pues funcionó, porque apenas me asomé por el otro costado del hueco, la pandilla completa se tiró al suelo, cuales ratas de alcantarilla, y se pusieron en marcha. Una a una fueron apareciendo las cabezas de nuestros integrantes en el nuevo mundo. “Shhhh, no hagan ruido”, advirtió Diego. “Mano, ¿cómo así que no hagamos ruido? Llevamos 2 semanas dándole mazo a esta pared, ¿y ahora usted nos dice que no hagamos ruido?”. Diego me miró, como quien no quiere discutir, y señaló hacía el frente con su dedo. “Síganme”, concluyó. Él era el único que conocía el conjunto. De él había sido la idea y a él estábamos siguiendo.

Nos encontrábamos en lo más profundo de la zona social del edificio Bocamonte. Desde donde estábamos, se alcanzaba a ver su imponente figura. En este edificio residían importantes personalidades santandereanas como Horacio Serpa Uribe, una amiga de Diego y Care Culo. No mentira, Care Culo no, él vivía en San Alonso. Precisamente en la visita que Diego le hizo a su amiga, mientras jugaban tenis en la muy bien cuidada cancha, a nuestro amiguito se le ocurrió la pilatuna en ejecución.

<strong>Una cancha de tenis, allí estábamos.</strong>

En nuestro primer viaje al nuevo mundo, nos aferramos a la seguridad de lo que conocíamos, o sea al muro y a la cancha. El que pasara para el otro lado, habría de ser coronado como amo y señor de la pandilla. Un viaje. Dos viajes. Tres viajes. Y En el cuarto, recuerdo a la perfección, tomé el mazo, que aún reposaba en el borde del caño, y ¡PUMMMM! ¡Me salió un negro y peludo alacrán! “¡SUMADRE!”, grité durísimo. “Shhhhto Tatán”, exclamó Diego. “Mano, pero mire ese bicho, me hubiera podido picar”, le respondí con el corazón en la mano. “Déjelo sano y entre mejor”. “Bueno, bueno”. Asentí con la cabeza, solté el mazo y me sumergí en lo profundo del hueco. Al salir, casi toda la pandilla se encontraba de pie en la cancha de tenis, esperando las indicaciones de Diego. Su cabeza fue la última en aparecer, y al hacerlo, nos reunió en un pequeño círculo. “Bueno, hoy va ser diferente”, dijo entre dientes. “Vamos a subir a la piscina y al parque, ¿listo?”. “¡Listo!”, contestamos todos. Tapamos el hueco con un matorral, pusimos nuestros ojos en unas escaleras que se levantaban al oriente de la cancha y nos comenzamos a acercar lentamente. Ese día iba ser diferente. Diferente porque nos arriesgaríamos a ir más allá.

Mientras subíamos, paso a paso, se me dio la orden de que revisara el muro de electricidad por el que había entrado la primera vez. Corrí por la maleza hasta el muro. Allí me percaté de que, por cuestiones genéticas, no iba alcanzar a tocar el cable, así que le chiflé a Juan Carlos. “Fiuuuu, fiuuuu” -esto se supone que es la onomatopeya de un silbido-, “¡Juan Carlos!”, le grité. Mi rubio compañero de aventura se percató del llamado y corrió en mi ayuda. Llegó, puso sus manos en posición de Patagallina y me subió hasta lo alto del muro. Miré el cable, enredado entre vidrios y restos de botellas, y me dije: “A la de Dios”. Estiré la mano y me aferré con todas mis fuerzas a la vida. El viento sopló la arboleda que nos cubría las cabezas y, de nuevo, la suerte estuvo de mi lado. “No tiene corriente, no tiene corriente”, concluí nerviosísimo. “Bueno, entonces bájese “, respondió Juan Carlos. Brinqué, y con el mismo impulso que traía, me dirigí hacía le línea de avanzada del resto.

Al conquistar la piscina, recuerdo muy bien, que algunos nos quitamos los zapatos para meter los pies en ella. La conquista, aunque ilegal, era inofensiva. Máxime algún hongo que Juan Carlos, Lilo o Diego le hubiesen podido pegar al hijo de Serpa. Lo único cierto, era que nos sentíamos como Aquiles y sus secuaces en tierras troyanas. Bueno y, ¿cuál era nuestro caballo? Nuestro caballo era Diego. Si alguna joda salía mal, Diego habría de rescatarnos de lo irrescatable. Caminamos por la piscina y anduvimos por el parque, disfrutando de las bondades del mismo. Miedo, risas, tranquilidad y de nuevo miedo. Nos sentíamos como los niños más astutos y sagaces que el mundo jamás hubiese conocido. Hasta que, como en todo lo que no tiene guía de lo alto, la ambición nos cortó la cabeza.

Algo intranquilizó a Diego, cambiándole por completo el semblante. Algo se traía entre manos. ¿Qué? No lo sabía, pero habría que averiguarlo. “Ole, ¿todo bien?”, le pregunté. “Sí, sí…”, respondió. Me quedé mirándolo de reojo, luego hubo un silencio de varios minutos y ¡TRAZZ!, lo soltó. “Lo que pasa es que en este edificio vive una amiga…”, dijo. Y continuó: “…Y una vez, nos llevó a varios del salón a ver toda la ciudad desde la placa del edificio”. “Cómo se ve?”, le pregunté sorprendido, con los ojos abiertos como lunas llenas. “Tatán, se ve increíble… Yo quiero volverla a ver, pero…”. “¿Pero qué?”, pregunté. “…Pero, pero es muy difícil, porque tendríamos que entrar al edificio”. Lentamente, aparté mis ojos de los suyos y los puse sobre nuestro nuevo objetivo. Así mismo lo hizo lo él. “¿Se ve increíble?”, pregunté. “Sí, Tatán, se ve increíble”.

“¡Vengan todos!”, gritó Diego. De inmediato, cada uno de los integrantes dejó lo que hacía y se agrupó en el pequeño círculo en el que nos encontrábamos. ¿Y Juan Carlos? Él también. “Hay un cambio de planes”, comenzó diciendo. Una ráfaga de viento pasó, todos nos miramos a los ojos y luego se los devolvimos. “Vamos a entrar al edificio”, sentenció. “No, espere, esto no estaba dentro del plan”, dijo Lilo con voz temblorosa. “Donde nos cojan, mi mamá me mata”. Entonces Diego, impacientándose con el comentario, lo aplacó con un: “Mire, Lilo, cállese la jeta y deje de ser tan niña. Ya le abrimos un roto a esta joda; hicimos lo más, ahora hagamos lo menos”. “Ok, listo”, concluyó Lilo con un hilo de voz.

“El plan es el siguiente: vamos a entrar al edificio por el parqueadero número uno. Vamos a pedir el ascensor, nos montamos y subimos hasta la placa. Vemos la panorámica de la ciudad desde arriba y nos devolvemos. ¿Ok? Por hoy es más que suficiente”. A una todos respondimos que sí y nos paramos. “Hágale, Diego, lo seguimos”. El delgado guía, intrépido y temperamental, se abrió paso entre los laberintos florales del conjunto, señalándonos cuidadosamente la ruta hacia el parqueadero número 1. En pocos minutos estábamos allí. Mucho silencio. Atmósfera fría y tenebrosa, como la de un parqueadero. Juan Carlos estiró la mano y oprimió el botón del ascensor. Piso a piso fue descendiendo el elevador, hasta que se abrió, se abrió el jijuemadre. Nos metimos dentro y un par de risillas nerviosas se escaparon. “Madre mía”, diría un español; “en la que se están metiendo estos chavales”. “¿Y ahora qué?”, le pregunté a Diego. No había terminado mi pregunta, cuando él ya estaba oprimiendo el botón del Penthouse. El artefacto metálico comenzó a subir y nuestra ilusión de lo imposible comenzó a acrecentarse tanto, tanto tanto, que creímos lo imposible, posible. Un piso; dos pisos; tres pisos; cuatro pisos; cinco pisos; seis pisos y ¡NOOOO! No podía ser posible. Sonó el citófono del ascensor. “Muchachos, disculpen, ¿ustedes por dónde entraron? ¿Para dónde se dirigen?”. Aquella voz petrificó la escena de tal manera, que solo faltó un infarto en ella. Todos, absolutamente todos, quedamos pálidos, fríos, blancos, mudos, semimuertos, embalados. Diego nos miró, sabiéndose observado por la cámara del ascensor, y sentenció sin moverse, cual ventrílocuo: “Señor, vamos para donde Natalia, del piso 6”. El celador, confundido por la veracidad de la información -o sea, que Natalia efectivamente vivía allí-, nos ordenó bajar hasta la portería. “Vengan y yo los anuncio”. Entonces Diego, concluyendo con su espontánea y defensiva conversación, espichó el botón del parqueadero diciendo: “Apenas lleguemos al parqueadero, ¡corran! ¡Corran hacia el hueco! Si el celador aparece, escóndanse hasta que se vaya. ¿Listo?”. “¡Listo!”, dijimos todos.

¿Si les digo que mientras descendíamos hacia lo inevitable, el tiempo se volvió densamente palpable, me lo creerían? O, mejor dicho, ¿si les digo que el que aflojara tantico el recto, se iba en bolsa, me lo creerían?

Uno, dos y ¡tres! ¡A correr! Rápidamente, en un disparo de natación, la pandilla abandonó el elevador. Sí había algo en lo que destacáramos, era en la velocidad. Sin embargo, antes de que alguno hubiese alcanzado la salida del estacionamiento, se escuchó la voz del celador. “¡¡¡¡¡Quieeeeeeetos!!!!!”. Aquella voz retumbó en nuestros oídos, o por lo menos en los míos, como el preludio de la masacre que se aproximaba. Como perro de taller, me metí debajo de una camioneta. El pecho en el suelo. La respiración agitada. El sudor en la frente y la adrenalina en el corazón. Miré hacia mi derecha y me encontré a Diego, debajo de otra camioneta, poniéndose el dedo en la boca en señal de: “Ni se le ocurra hacer medio ruido”. (Apunte repentino) Son en aquellos instantes en los que me compadezco de las actrices de película de terror que tanto criticamos. Uno les menta la abuela porque no son capaces de callarse la jeta en los momentos clave. Pero mis hermanos, métanse debajo de una camioneta con un Freddy o un Jason persiguiéndolos, a ver si su respiración no suena como motor de camión lechero. (Fin del apunte).

“¡Salen todos ya!”, gritó. “¡O los saco!”, y ¡PUMM!, golpeó una pared metálica con su bolillo. Me apresuré a mirar hacia todos lados, buscando señales del resto; pero nada, solo Diego y yo. Él era de aquellas personas que sostenían la mentira hasta donde le diera el agua, por ende, esperaba lo mismo de nosotros. No obstante, y para su mala fortuna, Juan Carlos salió con las manos en alto. “Ya, ya, no nos haga nada”.

El hombre tomó a Juan Carlos del brazo y, de nuevo, se dirigió a nosotros. “¡Salgan ya o los saco!”. En esos momentos mi conciencia comenzó a jugarme una mala pasada. “Es Juan Carlos, su mejor amigo. ¿Cómo lo va dejar morir? Sebastián, ¡Salga! Sebastián, ¡salga!”. “Ay, Dios mío, bueno, bueno, ya salgo”. No soporté la presión de mi bondadosa conciencia y rodé, rodé hacia un costado. Me puse en pie y comencé a caminar hacia el vigilante. Apenas me puso su mirada encima, no me la quitó ni para parpadear. “Muy bonito, ¿no?”, exclamó mientras sus ojos, fúricos e impacientes, revelaban las intenciones de su corazón. Yo creo que el tipo estaba pensando: “Si pudiera, aquí mismo los cojo a pata a todos. Pero no Elkin, ni se le ocurra, eso es ilegal. ¿Y si los electrocuto en la oficina de abajo? Ushhh Elkin, cállese la jeta, mano, ¡usted en qué está pensando! Ya no más Pandillas Guerra y Paz”. Bueno, yo no sé si el tipo pensó eso o no, lo que sí sé, es que, poco a poco, la pandilla se fue poniendo al descubierto.

Una a una, las cabezas fueron apareciendo entre los automóviles, hasta que, completada la manada, la ley nos llevó hacía la desconocida consecuencia. ¿Qué habría de pasar con nosotros? No lo sabíamos. ¿Dos cadenas perpetuas? Tal vez. ¿Dos años de prisión y trabajos forzosos? De pronto. ¿Una multa y la reconstrucción del muro? Esto tiene más sentido. A la verdad, camine y no joda.

El celador nos llevó en fila india hasta la portería del conjunto residencial. Nos sentamos en una roca que sobresalía en frente y esperamos. “Ni se les ocurra mover un dedo, chinos, a ustedes se les va ir hondo”, nos dijo. El vigilante lucía anormalmente ofendido. Creo que el hecho de que 7 niños -de 8 a 11 años- se le hubiesen metido al rancho, sin haberse percatado, podía costarle el puesto. De ahí su preocupación. “Voy a llamar a la administradora, ella dirá qué hacer con ustedes”. Recuerdo que varios de la pandilla estaban tranquilos. Diego, por ejemplo, parecía no tener ningún problema. En estos momentos de mi vida entiendo por qué. Años antes, su padre había muerto en un accidente de tránsito. Si mal no recuerdo, fue en un bus. Este se movilizaba sin problema alguno por la carretera, y no sé si fue un frenazo repentino o un choque contra un objeto contundente, la única verdad es que el papá de mi amigo no estaba en su asiento, sino en el pasillo, caminando hacia lo eterno. El impacto lo mandó hacia el fondo del autobús y hasta ahí llegó su historia. Sin padre, pero con una madre muy trabajadora y unos hermanos muy amorosos, Diego se formó como alguien independiente y resiliente. Por eso, además de que seguramente nada le iban a decir, si lo hacían, por peores ya había pasado.

Muy lejana a esta historia, era la mía. Mi situación era trágica, tétrica, cavernícola, jodidúntica, embalística, mejor dicho, era tan delicada, que los dos últimos adjetivos que escribí para calificarla, me los inventé. Estuve a punto de decirle al celador que me adoptara, que todo bien, que yo le barría y le trapeaba la casa, pero que por favor no me denunciara con mi papá. En mi casa las cosas eran duras. Mi papá era un hombre amorosamente extraño. Podía pasar de osito cariñosito a Charles Manson en segundos.

Resignado, preparando psicológicamente mi trasero para la tanda que se venía, pasé saliva y miré a Juan Carlos. A él, al igual que a mí, se le venía una palera de las de antaño. Raquel, su madre, era otra fiera de tierra naranja. Como les había contado antes, Raquel no hablaba, ¡GRITABA!

Nacida cerca a la vereda Galapagos, Santander, Raquel creció en una finca sin baño, con marcos en vez de puertas y machetas y gallinas pal almuerzo. Tenía ojos claros, pelo castaño, tez blanca, un poco manchada por los años de exposición solar, y una voz muy pero muy particular. Una mujer de echar pata, de caballo a pelo y de armas tomar. No sé exactamente con quién concibió a Juan Carlos. Lo único que sé, es que lo amaba con amor eterno, y que era él su única y más fiel compañía.

Así las cosas, el celador hablaba por teléfono desde su cabina de mando. Cuando terminó de hacerlo, salió y nos dijo: “Ya viene la administradora”. Aquella frase se sintió como la peor de las sentencias a muerte. No obstante, y como si fuese Dios quien estuviese escribiendo esta historia, todo dio un repentino giro.

Un automóvil apareció al exterior del conjunto, pitando afanosamente. En aquel instante, el portero hacía de pulpo humano, teniendo en una extremidad un teléfono y en la otra el citófono. De inmediato, Diego notó la oportunidad, la única oportunidad que había de escapar. Sin hacerse notar, nos susurró: “Oigan, oigan”. De inmediato todos lo miramos. “El celador está distraído. Apenas abra la puerta para dejar entrar el carro, ¡corremos!, ¿listo?”. Asentimos con la cabeza, como quien no quiere la cosa, y nos preparamos. Pero esperen, debo confesarles algo. ¿Lo hago de una vez? No, mejor no. Ahorita lo sabrán. El celador, enredado en su quehacer, abrió la puerta del parqueadero y desató, sin esperarlo, una de las carreras más rápidas que jamás haya presenciado. ¡FUUUUUUUUMMMMM!, volaron como el viento. Y digo volaron, porque yo no lo hice. Eso era lo que les quería confesar. En mi casa siempre me enseñaron a respetar a los adultos. A decirles Señor, Señora, Doña, Don, etc, etc. A saludarlos de la mano. A no contestarles ni alzarles la voz. Al son de duras cachetadas y rápidos correazos, lo aprendí; entonces ahí me quedé. Como que sí, como que no. Fueron segundos de muchísima incertidumbre. Lo vi todo en cámara lenta. ¿Lo conseguirán? ¿No lo conseguirán? ¿Qué será del portero? En fin.

Ellos corrieron, pero el vigilante, o sea la cara del vigilante, no tenía igual. Es una de las imágenes más impactantes y graciosas que aún guardo en mi memoria. El susodicho, al percatarse de lo que acontecía, intentó cerrar la puerta del estacionamiento. Sin embargo, debido a que el automóvil aún se encontraba entrando, le fue completamente imposible. Lanzó el teléfono y el citófono y corrió hacia la puerta por la que mi pandilla acaba de escapar. Desde lo alto de la roca en la que me encontraba, lo vi tomándose la cabeza. Estaba preocupado, asustado. Miró al piso, como si se le hubiese alumbrado la bombona, luego me miró y comenzó a caminar hacia mi posición. “Dígame para dónde se fueron sus amigos”, me gritó. “Señor, se lo juro que no sé”, le respondí. Se volteó, se tomó del pelo y comentó hacia el cielo: “No puede ser, cómo se me van a escapar estos chinitos”. En esos momentos, mi estado se transformó en un popurrí de sentimientos. Era una mezcla extraña entre pánico por la golpiza que se me venía patas arriba, y compasión, por el dolor que le estábamos causando al señor. De un solo zarpazo, este me tomó del brazo y me embutió en su portería. “Se queda aquí hasta que llegue la administradora, ¿me oyó?”.”Sí, señor”, le contesté.

Minutos más tarde, una señora rubia, de vestido ejecutivo, abrió la puerta de la portería y me miró. Abrió los ojos, sorprendida, y me mandó a parar. “Sígame”, me ordenó. Por entre los jardines que antes habíamos surcado con Diego como guía, caminamos con la administradora y el portero. Me sentía como un convicto. Como un secuestrado. Como un individuo que no tenía por qué estar allí. Es chistoso, ¿saben? ¿En qué momento pasamos de ser victimarios a víctimas? ¡Fácil! En el momento en el que nos atrapan. En completo silencio los seguí. Llevaba el rabo entre las patas; como un niño de 9 años que había sido sorprendido en una maldad. Bajamos por unas escaleras adornadas de flores y, a mano derecha, apareció una puerta; era la oficina de la administradora. Sacó unas llaves, las metió en la chapa y ¡TRAZ!, la abrió. “Siga”, me dijo. Ingresé al lugar y al instante me ordenaron sentarme. La señora administradora, cuyo nombre no recuerdo –tendría huevo si sí–, era un tanto seria, un tanto amable, un tanto rara. No se le podía leer entre líneas. Sin embargo, se le notaba serena, sin intención alguna de hacerme daño. Solo quería solucionar el problema en el que estábamos.

No le quité los ojos de encima, contemplando en mi interior cualquier cantidad de posibles castigos. Cuando, sin mediar palabra, ordenó: “Por favor deme el número de su casa, necesito llamar a sus papás”. Estuve a punto de decirle a la señora que por favor no, que por favor no lo hiciera, que hiciera todo, todo lo que quisiera conmigo, menos llamar a mi papá. Pero no, era una orden de un adulto, entonces al instante la cumplí. “6570000”, dije en voz baja. Sentí el oprimir de todas las teclas como si fuesen agujas en mi piel, y le imploré al Cielo que me socorriera. De repente, la señora habló. “Aló, ¿con quién hablo?”. “Dios”, pensé. “¿Quién le habrá contestado?”. ¡Adivinen! Era mi hermano Víctor, un año mayor que yo. “Niño, ¿me podría pasar a su papá? ¿No está? Mmmm…”. Sentí ese “¿No está?” como el aliento de vida más poderoso que jamás hubiese recibido, para luego perderlo, desgracia mía, con la siguiente oración de la administradora.”Dígale a su papá que su hermano está capturado. Que si lo quiere buscar, está en el edificio Bocamonte”

Bendito “NO”

Hay una cuestión que a muchos se nos dificulta: se trata de saber decir NO; facilísimo para unos, jodidísimo para otros.

Yo, sinceramente, era la persona con menos carácter en el planeta tierra, y digo “era” porque con el tiempo he mejorado en el tema (aunque aún me falta bastante por trabajar). Esta falta de carácter me llevó, y aún me lleva, a lugares o situaciones en los que jamás me debí meter. No sé si les ha pasado, pero hay momentos en la vida en los que uno se pregunta: “¿Cómo carajos terminé metido en este embale?”. ¡Juemadre! Es que todo se hubiera evitado con un NO, un simple, complejo y jodido NO, ENE O. “Pero bueno, ya qué”, terminamos repitiéndonos a nosotros mismos para apaciguar la frustración.

En la mayoría de las situaciones en las que acabé metido en problemas por falta de carácter, la única manera de salir con vida fue con la verdad. Hablarle a la gente con la que me comprometí, con plena franqueza y humildad, me aseguró en todos los casos una solución saludable para ambas partes. Pero espere, ¿entonces por qué no lo hizo desde el principio? ¿No hice qué? Hablarles con la verdad. Mano, porque muchas veces somos demasiado tontos. No sé por qué carajos nos da pena decirle que NO a la gente, siendo que esa palabra tiene mucho más mérito que el “SÍ”. No, en eso difiero con usted. ¿Y por qué? Porque en el mundo el “SÍ” está asociado a lo bueno, al avance, al “Sí, acepto” de la novia con su blanco vestido, al verde del semáforo, al “sí, te lo compro” del papá con su hijo en el centro comercial, y a muchas más situaciones que ponen al “Sí” por encima del “NO” en términos de bondad y mérito.

A ver mano, déjeme le explico. Puede que el “Sí” esté cargado de muy buenas intenciones, porque siempre que aceptamos algo, lo hacemos pensando en que nos saldrá de la mejor manera. Pero la realidad es muy diferente, la realidad es que el mundo no se creó con buenas intenciones; el mundo se creó con sabiduría y poder, y como bien sabrá, la sabiduría nos invita a revisar qué tan inteligente y acertada será nuestra decisión. La sabiduría nos invita a pensar, a revisar los antecedentes y a sernos sinceros a nosotros mismos. Mejor dicho, en un principio ese “Sí” puede parecer muy noble, pero quizá en el fondo esté cargado de vanidad, necedad, capricho y otras intenciones ocultas que no nos traerán nada bueno, entonces, careciendo de honestidad y sabiduría, nuestro “SÍ” no solo nos acabará afectando a nosotros, sino a la otra parte metida en el compromiso. Y con esto no  quiero decir que vivamos la vida diciéndole “NO” a todo el mundo, porque no tenemos espíritu de temor, sino que, cuando vayamos a decir que “SÍ”, sepamos que esta decisión tendrá que ser de bendición para nuestra vida, no solo en el momento, sino para siempre.

Le voy a poner un par de ejemplos en los que tomé buenas y malas decisiones:

Comencemos por las malas. Antes de conocer a mi amor verdadero, nada entendía de amor propio, por ende, vivía la vida buscando cálidos refugios en forma de mujer. Eran refugios momentáneos, porque con ninguna me visualizaba teniendo familia y viviendo para siempre. Aunque bueno, con algunas sí que lo hacía, pero entonces eran ellas las que solo querían estar un ratico a ver qué pasaba. ¿Y el resultado de este chistoso juego que antes jugaba? El resultado, casi siempre, era desgastantemente nulo. Comenzábamos algo con las mejores intenciones, o bueno, creyendo que eran las mejores intenciones, y al final todo terminaba en nada. Adiós, fue un placer.

Por años me moví bajo esta misma dinámica, desgastando mi corazón, de relación en relación,  hasta el punto en el que acabé sin sentimientos. Mi corazón pasó de ser un enamoradizo y romántico pedazo de carne, a un bloque de piedra congelada, sin esperanza alguna de encontrar ese utópico amor del que algunos hablaban.

¿Y dónde entra aquí el saber decir que “NO? Pues que hoy, luego de conocer al AMOR de mi vida (Dios), y de experimentar física, emocional y mentalmente su cuidado, sí que he ejercitado mi voluntad con la palabra “NO”. O sea, teniendo claro cuánto valgo, cuán grande es mi propósito y cuán importante la mujer con la que lo habré de cumplir, un “SÍ” únicamente saldrá de mi boca en el momento en el que esté completamente seguro de que ella es la mujer que Dios me dice que es. ¿Y cómo lo sabré? Pues mano, porque Dios me lo va a confirmar. La cosa es sencilla; cuando se tiene una relación cercana con Papá, su voz se hace un poco más fácil de escuchar, sobre todo si se trata de una decisión tan importante como esta; en ese tipo de casos sí que está pendiente. Pero espere, antes de que ese momento llegue, Él querrá probar nuestra confianza en su voluntad, por esa razón vendrán muchas mujeres, aparentemente perfectas para nuestro propósito, a afinarnos el discernimiento espiritual. ¿Difícil? ¡NAH! Divertido. La Palabra dice que Dios no nos pone ninguna prueba de cual no tengamos salida, sino que, por lo contrario, está con nosotros, llevándonos de la mano mientras nos fortalecemos en carácter, sabiduría, dominio propio e inteligencia. Mejor dicho, este tipo de pruebas formarán  un varón, o una mujer, capaz de sostener un hogar que impacte cientos, miles, o millones de vidas alrededor del mundo. ¡Difícil tarea esta! Sí. Pero por eso Dios nos pasa por esta amorosa formación.

Moraleja: no confíe en su propia opinión, porque aunque al principio las cosas parezcan muy bonitas, si Dios no está ahí, lo más probable es que todo acabe mal.

Ahora les voy a contar las buenas decisiones: hace un tiempo era una persona que le decía que sí a todo el mundo. ¿Por qué? Porque me daba pena decirles que no; me daba pena decepcionarlos. Debido a esto, en muchísimas ocasiones acabé metido en líos, desesperado y padeciendo por no cumplir con lo que había prometido. Le dije que “SÍ” a todos estos compromisos por inseguridad, por pensar en lo que los otros pensarían de mí. Tenía en mi imaginario que alguien que respondiera con un  “NO” era una persona mala clase, grosera y odiosa. Pero no, no es así, alguien que sabe decir “NO” en situaciones que lo ameritan, sobre todo si es por el bien común, al final, cuando el nudo de la historia se desenlaza, siempre acaba con su nombre limpio y con su frente en alto.

¿Y para los que ya hemos tomado malas decisiones?

No importa. No existe situación alguna que sea más grande que el poder y el perdón de Dios. Además, en su modus operandi, cuando se le conoce a través de su Palabra, nos encontraremos con que tiene cierta predilección por los que la embarramos, con los imperfectos, viles y menospreciados. Así que no se preocupe, porque todo lo que en algún momento fue para perdición, al final acabará siendo de bendición.

Bueno, muchísimas gracias por estas aclaraciones, mano. Me voy a dormir más tranquilo. Aunque espere, ¿será que le puedo hacer la última pregunta? ¡Obvio! ¡Hágale! ¿Cómo sabemos cuándo estamos tomando la decisión correcta? Bueno, pille, así lo hago yo. Si algo me aleja de Dios, no es una decisión correcta. Si tengo intranquilidad en mi corazón, no es una decisión correcta. El Señor siempre pone tranquilidad en nuestro corazón cuando se trata de una decisión correcta y, además, lo confirma a través de su Palabra. Mano, si usted creyó que la Biblia era un libro pa dejarlo abierto en la entrada de la casa, ESTÁ JODIDO. Léalo, porque con Dios funciona como un Walkie Talkie.

Cambio y fuera.

El Amor

Les voy a contar una historia.

De amores les voy a hablar, de amores que quizás se puedan molestar. Les voy a contar un par de historias que no debería, que no debería contar. Mi pasado amoroso no fue muy bueno. Anhelos perdidos entre matches de Tinder y esporádicas conversaciones de Instagram y Facebook. Hola, ¿cómo estás? Súper bien, ¿y tú? Todo bien, todo bien. Ammm…, oye y, ¿qué vas a hacer hoy?, ¿quieres venir a mi casa y nos tomamos un vino? –Esto se puso extraño–.

Me voy a poner en los zapatos de la china. A ver, ¿de qué va todo esto?, ¿cómo así que un vino? Este man lo que me quiere es hacer la lap, o sea la tavuel, o sea la vuelta. Por supuesto, mi amor. ¿Y usted quién es?, ¿qué hace en mis pensamientos? No pregunte, mija, no pregunte y siga la conversación. Ok, ok. ¿Y por qué está tan seguro de que me quiere hacer la vuelta? Porque yo lo conozco, yo sé quién es y las ausencias que posee. ¿Ausencias de qué? Pues de amor, mamita, de amor del bueno. ¿Usted lo puede ver en este momento? ¡Sí!, yo lo puedo ver. ¡Cuénteme, cuénteme lo que está haciendo! ¿Segura que quiere saber? ¡¡¡¡¡¡¡Sí!!!!!!

Pues no, mañana le cuento.

Mentira, mentira. No le voy a contar lo que está haciendo en este momento, pero sí lo que hizo antes. ¿Ok? ¡Ok! Listo, aquí va.

El tipo siempre anduvo en busca de amor; una traga por aquí, otra traga por allá. Según él y su lengua, es posible enamorarse de 14 mujeres diferentes en un mismo fin de semana, incluso sin haberlas saludado jamás. ¡PFFF!, ¿y cómo es eso posible? ¡Ja! Querida, ese es el pan de cada día de muchos. Fin de semana 1: “No, mano, me enamoré”. Fin de semana 2: “Vago, esta es la mía, la madre”. Fin de semana 3: “Ya mismo me fui de anillo, ¡con esta me caso!”. Fin de semana 4: “Las tres pasadas eran unas ficticias, esta es la potranca de mi establo, mi pez”. Y así sucesivamente hasta agotar sus días.

La cuestión es que, siguiendo esta lógica, este joven hizo del amor un papel higiénico, y de tanto pasárselo por donde ya sabemos, lo acabó desgastando. ¡No!, ¡pero espere! Por lo menos cuente una de sus historias de desamor. ¿Y a usted quién le dijo que eran de desamor? ¿Acaso perder no es ganar? ¡Calmado, Maturana! (Jajajaja) ¡Cuente más bien! Ok, ok, aquí va. ¿Pero esta vez sí es en serio? Sí, esta vez va en serio, ¡aquí va!

9 de julio de 2015.

Pataclides, nuestro joven, estaba de cumpleaños; sabrá su abuela los años. Junto a su familia y amigos, la celebración ya alcanzaba altísimos niveles etílicos a la madrugada.

02:00 AM

Oigan, ya pasamos bueno con mi familia, exclamó un poco ansioso. Abrámonos ya para Le Parc –una reconocida discoteca bumanguesa de entonces–. Los demás, muy de acuerdo con su propuesta, asintieron con la cabeza y comenzaron a despedirse de todos sus familiares.

03:00 AM

Pataclides, junto a tres de sus mejores amigos, ingresó al establecimiento. ¿Sobrios? No les cuento. ¿Animados? ¡Como no se alcanzan a imaginar! ¿Y por qué? ¿Por qué qué? ¿Por qué tan animados? Mano, porque usted nunca sabe en cuál de esas salidas acabe encontrando al amor de su vida. Es como una ruleta rusa en la que, desgracia, o quizás fortuna, casi siempre acabamos perdiendo. En todo caso, paso a paso, subieron las escaleras.

Segundo piso, puerta de vidrio deslizante, aire acondicionado a tope y “Baila Morena” totiando por todo el lugar. La banda se dividió en dos: dos por un lado, dos por el otro. El cumpleañero, escoltado por su hermano del alma, Andrés, caminó hasta la barra cual vaquero gringo. ¡Dos JaggerBomb!, por favor, le gritó al mesero. Los dos se miraron fijamente y soltaron una risilla, una risilla que dejaba ver su clara intención de acabar inconscientes aquella noche.

Copa sube, copa baja. Otros dos, por favor, gritó de nuevo el joven mientras chequeaba la discoteca con mirada de don duro. Entonces… ¿Entonces qué? ¡Entonces algo pasó! ¿Qué, mano, qué pasó? ¡No me asuste así, mi pez!, que la historia iba bien tranquila como para que se comience a alterar de esa manera. Bueno, discúlpeme; voy a continuar narrando. Pasó que en un leve movimiento de cabeza, cuando se esperaba todo menos ver lo que vio, una pelinegra, cejona, blanquita, bajita, con cachetes rosados –como si se los hubieran cogido a arepazos– y una hermosa y protuberante boca, apareció en escena sin pedir permiso.

¡Cállese la jeta!, pensó nuestro joven con el corazón, el hígado, el páncreas, los párpados y toda su humanidad en la mano. ¡Oleeeee!, ¡pille a esa china! ¿Cuál?, preguntó Andrés. ¡Esa, mano!, contestó él. Ah, sí, está linda. ¡Cómo que linda!, reclamó Pataclides desconcertado,  ¡es el amor de mi vida! ¿Qué hago?, le preguntó a su amigo. Pues cómo así que qué hago, ¡háblele!, ¿se embobó o qué? Bueno sí, pensó él, ni que la china lo fuera a morder.

Cual niño de 10 años, pasó saliva y ¡PUMMM!, entró la policía al establecimiento. ¡Nadie se lo esperaba!, ¿sí o qué? Pero así fue. ¡Se acabó la fiesta! ¡Todo el mundo pa fuera!, gritó el comandante. ¿Y qué hora era?

LAS 03:30 AM

Pero tranquilos que esto sigue.

El joven, aprovechando la situación, se acercó a su futura esposa. ¿Sabes por qué acabaron la fiesta?, le preguntó. Jamás se habían visto en sus vidas y él, el loco ese, ¿de la nada se puso a preguntarle semejante pendejada? No, ni idea, respondió la chica. En ese instante hubo un terrible silencio y luego un cortocircuito en su mente, no en la de ella, sino en la de él, decidiéndose por abortar la misión con un: OK, chao.

Pataclides volvió derrotado a la seguridad de la barra, mientras en su interior se repetía: ¡Muchoooooo gilberto! ¡Cómo le voy a decir tremenda babosada! No sé, respondió Andrés. ¿Cómo así?, ¿Andrés puede leer los pensamientos? Sí, es raro, lo sé, pero él es el tipo de amigo que siempre tiene sus guardados. En fin, Andrés lo miró y le recordó que no era la primera vez que hacía algo así.

Lentamente salieron de la discoteca, y debido a que Pataclides se encontraba de cumpleaños, la mayoría de las personas agolpadas afuera se organizaron para continuar con la celebración. ¿Pa dónde la llevamos?, preguntó el agasajado. Para mi casa, respondió alguien a lo lejos. ¡Listo, ya le caemos! ¿Y por qué no fueron de una? Porque ya no tenía plata. ¿Quién? Pataclides, Pataclides ya no tenía plata; además tenía que recoger un sombrero de mariachi y una cabeza de ternero que siempre que llevaba cuando iba hacer algo épico.

¿Y qué pasó con la china?

Eche ojo. Resulta que cuando iban hacia su casa a recoger el dinero, el sombrero de mariachi y la cabeza del ternero, uno de sus amigos los venía siguiendo con la chica en cuestión. Reían, gritaban y se trataban como amigos de toda la vida. ¡Buenísimo!, se dijo a sus adentros nuestro héroe, ¡Rori es amiguísimo de la china! Nuestro joven se acercó a Rori, interrumpió su conversación con la chica y, haciéndolo a un lado, le puso los ojos encima. ¿Cómo se llama esta mujer, de por Dios?, le preguntó.  ¿Le gustó o qué?, respondió él.  ¡No!, es que le quiero poner un denuncio… ¡Pues obvio que me gustó!, ¡es divina! Rori miró a ambos lados susurrándole algo. Laura, se llama Laura. ¡Uffff!, pues mire, voy a subir a mi casa a bajar unas vainas, por favor no se le ocurra dejarla ir. ¡Listo!, respondió Rori mientras nuestro héroe corría escaleras arriba. ¡Ya bajo!, fue lo último que se escuchó.

Diez minutos, veinte minutos, media hora….Oiga, ¡pero a este man qué le pasa!, reclamó la chica de rosados cachetes; estaba perdiendo la paciencia. Mientras tanto en el apartamento, nuestro héroe buscaba por todos lados la cabeza del ternero. Ya contaba con el dinero y el sombrero de mariachi, pero no, sin la cabeza disecada no iba a salir. Buscó un poco más y ¡PUMMM!, ¡LA ENCONTRÓ!, se la echó al hombro y salió disparado al encuentro de su amada.

El ascensor marcó el primero piso y ¡SHAZZZZ!, se abrió la compuerta. Pataclides se bajó, caminó unos pasos, abrió la reja de la portería y, con una enorme sonrisa de cumpleañero mexicano, gritó: ¡¡¡Óraleeee, carnales!!! Pero no, la chica no estaba, ¡¡¡desapareció!!! ¿Y Rori? Rori tampoco estaba. No puede ser, ¿qué es este nivel de ineficiencia?, se reclamó a sí mismo, uno no puede ausentarse 45 minuticos porque ya se abren pa la casa. ¡Oigan!, ¿para dónde se fue Rori?, preguntó el desesperado joven. Usted se demoró una eternidad, le respondieron. ¡Pero cómo se va ir!, yo le dije que me esperara. ¿Y por qué tanto afán por Rori?, preguntó Andrés. Nuestro héroe se tomó la frente y le respondió: No es por Rori, es por la china que estaba con él. Pues ya qué, para qué se demora, sentenció su gran amigo. Más bien cojamos un taxi y echemos pa donde Fergie, que allá está todo el mundo esperándonos.

La tropa entera comenzó a caminar buscando un ¡TAXIIIII!, gritaban sin suerte. Pero nuestro héroe no estaba allí; estaba perdido; lucía taciturno, nefelibato, medio atolondrado. Quizás su cuerpo hacía presencia, pero su mente y corazón se habían ido hace rato con la pelinegra de baja estatura. ¡No puede ser que vaya a dejar ir a esa china así como así!, se repetía en voz baja. Entonces de repente, muy de repente, se le ocurrió una idea. ¡Oigaannnnnn!, ¿alguno tiene número de Rori?, le preguntó a la masa. Noooo, respondió ella, o sea la masa. ¡Cállese le jeta!, cómo que ninguno tiene el número de Rori, ¡si ese vago no se pela un bazar! Pues no, no lo tenemos…, le respondieron. ¿Y usted qué está haciendo por allá solo? Estoy buscando a la china esa. Pataclides, deje de joder ya con esa china y más bien ayúdenos a conseguir un taxi. Nuestro héroe los miró y, OBVIAMENTE, hizo caso omiso a su propuesta de desistir; de hecho, hizo todo lo contrario, y cual Pointer de cacería, continuó con su búsqueda amorosa.

A ver, a ver, ¿quién me podrá dar el número de Rori?, pensó en voz baja mientras esculcaba la carpeta de contactos en su Nokia de linternita. ¡Pedro!, ¡Pedro seguro lo tiene!

04:00 AM

Piiiiiii, sonaba al otro lado del celular. Piiiiiii…. ¿Aló? ¡Ole, Pedrooooo!, ¡con Pataclides! Mano, ¡qué son estas horas! Sí, yo sé, terrible, pero espere, hágame un cruce. A ver, cuente, ya igual me despertó. Mano, necesito el teléfono de Rori, ¿usted lo tiene? Mmmm…, espere miro. Nuestro héroe se tomó la cabeza con una mano y con la otra levantó el celular y se lo puso en la oreja. ¿Lo tiene o no?, volvió a preguntar con impaciencia. Sí, aquí lo tengo; a ver, anote… Pataclides anotó el número de Rori y le dio las gracias por no perder la paciencia con su nocturna y nada agradable llamada, luego colgó el teléfono y de inmediato llamó a su única fuente de información, Rori. Conteste, Rori, conteste…, pensaba Pataclides con sus labios. El teléfono timbraba sin suerte. Lo volvió a intentar y ¡PRRRRAAA!, ¡contestó Rori! ¿Qué pasó, enanito?, le preguntó con voz de recién levantado. Manoooo, ¿usted por qué se fue?, ¡le dije que se quedara abajo! Usted manda es huevo, a lo bien, ¡se demoró una hora! Bueno, tiene razón…, ¿y qué terminó haciendo? Mano, yo cogí un taxi y me fui con Laura y Daniela. ¿Y ellas dónde están? Pues yo las dejé en sus casa.  Pataclides hizo de tripas valentía y le preguntó: Mi pez, ¿me podría dar el número de Laura? Al otro lado se escuchó un silenció fúnebre, y luego un: ¡Anote! Nuestro héroe anotó el teléfono de la chica que tanto anhelaba ver, se despidió de su amigo y, de inmediato, guardó el contacto como: “MI CACAITO”.

¿Qué está haciendo por allá, Pataclides?, ¿se volvió loco o qué?, le reclamaron de nuevo sus amigos. No jodan, esperen que estoy haciendo algo importante. Todo estaba en su contra, ¡TODO! Solo había cruzado dos palabras con la chica, y fueron las dos palabras más tontas que alguna vez habían salido de su boca.

Eran las 04:10 AM…

…Y las probabilidades de que la chica le contestara eran nulas, además era hija de un artista importante –se enteró después– por lo cual, y muy seguramente, estaría bien escoltada. ¡Pues qué carajos!, se dijo a sí mismo. ¡Batazos más duros me han dado! Tomó su Nokia de linternita y se quedó observando el contacto de “MI CACAITO”, hasta que, muy decidido, le hundió ENTER. El timbre comenzó a sonar al otro lado; una vez, dos veces, tres veces…. ¡Qué es esta paridera, de por Dios!, pensaba mientras sudaba como un burro. Esto está peor que el primer beso de Betty con don Armando –esto último no lo pensó, claramente–.

¿Aló? Ay, juemadre, contestó. En ese instante algo pasó con Pataclides. Fue como si se hubiera transformado en el hombre más seguro del mundo. Tanto, que le soltó a la china algo así: Mira, hablas con Pataclides… Sí, yo sé quién eres, interrumpió Laura. Nuestro héroe alejó el teléfono de su oído y le hizo una pregunta al aire. ¿Cómo así que me conoce? Entonces el aire, muy decente él, le respondió. Quién lo manda a grabarse la jeta en Instagram. Bueno, es verdad, concluyó. Mira, lo que pasa es que me encantas, y yo sé que no son las horas ni es la manera, pero me gustaría que me acompañaras en lo poco que me queda de cumpleaños. Entonces apareció el silencio eterno. 1, 2, 3, 4, 5 y QUÉ, respondió ella. Y que…, que me digas dónde vives y ya mismo voy por ti. Colinas del Arroyo, respondió Laura. ¡Listo! Ya voy para… ¿aló?, ¿aló?, ¿Laura? Pataclides levantó el celular para mirar su pantalla y exclamó: ¡juemadre!, ¡me colgó! Súbitamente la desesperanza poseyó a nuestro joven héroe, transformando por completo sus intenciones románticas en un desamor que ni siquiera había sido amor. ¿Colinas del Arroyo? Ni idea. ¿Habría de encontrarla? Ni idea. ¿Y entonces? Pues mano, si usted no sabe cómo hacer algo, busque a alguien que sí lo sepa. ¡Taxiiiiiii!, le gritó Pataclides a un auto amarillo que pasaba, en contra de todas las probabilidades, frente a su pálido y ansioso rostro. El servicio frenó en seco, Pataclides abrió la puerta trasera y, antes de ingresar, dirigió la jeta hacia sus amigos. ¡NOS VEMOS DONDE FERGIE!, gritó. Entonces ellos, con cara de extrañeza, le respondieron que si se estaba volviendo loco, que qué iban a hacer con la cabeza del ternero y el sombrero de mariachi. ¡Llévenlos que yo les caigo segurísimo!, ¡segurísimo!

Buenas noches, manito, ¿cómo le va? Muy bien, sí señor, ¿a dónde lo llevo? Hermano, le voy a decir la verdad, ¡no tengo ni idea! O sea, no sé dónde queda, pero sé que se llama Colinas del Arroyo. ¿Usted sabe dónde es? Sé que hay dos, uno en Cañaveral y otro en Lagos. Pataclides le pidió al señor un minuto para tomar una decisión. Entonces recordó que Rori vivía en Cañaveral, por lo que tendría más sentido dirigirse hacia allá. ¡Vamos a Cañaveral!, sentenció. Pero hágame un favor. ¿Qué favor?, preguntó el taxista. ¡Estalle ese equipo de sonido y despertemos a toda Bucaramanga! ¡Listo, patrón!

04:40 AM

A toda velocidad, y con un taxi que parecía más chiva que taxi, el conductor y Pataclides cruzaban, de punta a punta, la capital santandereana, LA CIUDAD BONITA. Mientras lo hacían, nuestro héroe iba contándole a su cómplice la historia de la que estaba siendo partícipe, y este, sabiéndose el chofer de aquel sueño amoroso, le metió la chancleta diez veces más, dejando en el aire una estela musical que decía así: “Siempre siempre, que se cumpla un sueño, en el ser humano, qué felicidad, na na na…”.

La nave amarilla ingresó a Cañaveral con Rikarena al frente y Pataclides atrás. Rodaron unos cuantos metros, pasando entre La Florida y el C.C. Cañaveral, y entonces el hombre, nuestro hombre, le pidió al conductor que se detuviera en la licorera. ¿En cuál?, preguntó el señor. En esa, señaló Pataclides con la boca, esa de ahí adelantico. El auto se detuvo y Pataclides descendió con el pedido en la punta de la lengua. ¿Me regala una barra de Halls y un Gatorade rojo? ¿De qué color la barra?, preguntó la señora que atendía. De la negra, respondió él. En ese momento nuestro héroe giró su cabeza hacia el taxi y le preguntó al conductor si quería algo. Una Coca Cola de las grandes, respondió él. ¿Seguro nada más? Sí, sí señor, nada más, contestó con cara de perro regañado. Pataclides reclamó su cambio, le dio las gracias a la señora, tomó el pedido, se subió al taxi y le indicó al conductor que arrancara ese tiesto.

El taxi despegó mientras Pataclides estiraba su brazo en dirección al piloto. Pille su Coca Cola, le dijo. Muchas gracias, respondió él. Subieron un par de cuadras hacia el sur, y luego de bajar un poco, el conductor detuvo el taxi al frente del que se suponía debía ser el conjunto de Laura. ¿Está seguro de que es aquí? Sí, aquí es, respondió el taxista con mucha más seguridad que su cliente. Mano, ¿está seguro de que este es el conjunto? Pues chino, véalo usted mismo. Nuestro joven giró su cabeza 180º, corroborando que sí, efectivamente ese era el conjunto que estaba buscando, o por lo menos eso decía en el letrero del frente: “COLINAS DEL ARROYO”. Dios mío, ¿y ahora qué hago?, se cuestionó. Pues pregúntele al portero si ahí vive la china, y ya, no pierde nada. Bueno, sí, concluyó Pataclides.

Acercándose el amanecer, a eso de las 05:00 AM, nuestro héroe se acercó lentamente al portero del conjunto –quien en ese preciso instante se encontraba regando las matas del antejardín–y, de manera súbita, lo interrumpió con un inesperado: ¡RAMÍREZ! El viejo, brincando de un susto, enfocó el rostro de nuestro héroe y, dándose cuenta de que no tenía ni idea quién estaba en frente suyo, le preguntó que cómo se sabía su apellido. Lo leí en su placa, le contestó Pataclides. El  señor miró el pedazo de metal que colgaba en su bolsillo derecho, como dudando de su apellido, y, un poco confundido, le preguntó al joven que qué quería. Señor, ¿aquí vive Laura? El vigilante no le respondió, por lo menos no con la boca. Lo hizo con un movimiento certero. Soltó la manguera y entró a su cabina, tomando el citófono lentamente. ¿Cuál Laura?, preguntó. Pataclides no tenía ni idea del apellido de su amada, no se lo alcanzó a preguntar, entonces le respondió lo primero que se le vino a la mente. Hermano, ella debió llegar hace poco. Aquella respuesta desarmó por completo al portero, porque sí, efectivamente había llegado hace unos minutos. Regáleme un segundo, sentenció Ramírez  con el citófono en la mano.

El aparatejo sonó, volvió a sonar y Pataclides, angustiado por primera vez, dudó de que Laura continuara despierta. En ese instante giró su cabeza en dirección al taxi y su amigo, su compañero de batalla, lo miró con ojos de intriga. ¿Qué pasó?, preguntó con los hombros levantados. Nada, le respondió Pataclides, nada que me da respuesta. ¡Aghhhhh!, exclamó el taxista mientras metía su cabeza en el vehículo.

El cubículo del celador era polarizado, característica que le dificultaba la interacción con los visitantes. Solo era posible tener contacto con él a través de un huequito en forma de arco que se abría en medio del vidrio. Aquellos minutos fueron eternos, realmente eternos. Cada tanto, el taxista asomaba la cabeza preguntando que qué pasaba, y Pataclides, como si fueran amigos de toda la vida, lo mandaba a callar con un: ¡Shhhhhhto, mano!

Joven, joven, pareció decir una mano que sobresalía por el huequito de la negra ventana. ¿Qué pasó, señor?, preguntó Pataclides con el corazón en el suelo. Que ya sale, confirmó el vigilante. En ese instante el rostro de nuestro Romeo, junto al resto de su cuerpo, sufrió una serie de transformaciones. Aventura, traga, ¿traga? ¡Cállese la jeta!, si la acaba de conocer. Pues sí, mi fish, la acaba de conocer, pero es que hay personas que tienen corazón de trigo, o sea corazón de amor, o sea corazón enamoradizo, poético y romántico, y otras que tienen corazón de cizaña, o sea corazón un peye. Ok, ¿y a qué va con esta extrañísima explicación? Voy a que Pataclides era, o es, porque todavía no se ha muerto, un amante del romance; un hombre que prefiere una conversación, un buen merengue a paso lento y un beso sentido y romántico, a una orgía gomorráica en cualquier motel. Por eso en ese momento, más allá de un posible polvo nocturno, aquella locura significaba un potencial amor para siempre. ¿Factible? ¡Nah! ¿Riesgoso? ¡Por supuesto! Sobre todo porque los corazones de trigo, cuando no están firmes sobre La Roca, suelen creer que cualquier sentimiento es AMOR.

Al frente, un portón de madera y estructuras metálicas; a la izquierda, el cubículo del vigilante; y atrás, el taxista en su nave. Con la pintura dibujándose en el lienzo, y como premio al esfuerzo y determinación de nuestro héroe, la puerta pequeña del gran portón de madera emitió el sonido que emiten las puertas pequeñas de madera cuando los celadores espichan el botón –que jamás sabré dónde está– que las libera de su triste y cerrado estado. Acto seguido, se abrió en dirección al joven, y entonces Laura, la bella y esperada Laura, hizo su aparición en la obra.

Estaba hermosa. Tenía unos leggins rosados de Hello Kitti y una gorra del Atlético Bucaramanga (Jajajaja, mentira, mentira). Tenía unos leggins negros y una blusa azul de pepitas blancas. Sus labios eran rojos, maravillosamente rojos y carnuditos, protuberantes. Era bajita y de pelo negro. Cejona y de cachetes rosados, y en ese momento caminaba a paso lento, cual salvavidas de Baywatch, al encuentro de su recién conocido.

Tú estás loco, fue su primera frase. Pataclides se rió, y mientras le abría la puerta del taxi, le prometió que no se arrepentiría. ¿Seguro? Créeme, no te vas a arrepentir. La dama entró primero y el caballero después, luego este cerró la puerta con cuidado y le indicó a su amigazo, el taxista, hacia dónde dirigirse. En ese momento el conductor, con toda la actitud de un UberBlack, se volteó a verlos. Señorita, ¿desea que le ponga alguna emisora en especial? Relajado, mi pez, ponga lo que quiera, sentenció Pataclides con ojitos de “arranque esta joda rápido”. Entonces el taxista, muy obediente, prendió el carro, le metió primera y ¡FUMMMM!, lo puso a rodar.

Bueno, quiero que me digas algo, comentó Laura. A ver, dime, respondió Pataclides.  ¿Por qué me sacaste de mi casa? La verdad no sé, no tenía nada planeado, simplemente me dejé llevar. ¿Y por qué yo?, preguntó de nuevo Laura. Porque te vi y quedé loco. ¿Ah, sí? Sí, pero ahora no se me vaya a creer Angelina Jolie.
Nuestra pelinegra soltó una carcajada y lo miró a los ojos, directo a los ojos. Tranquilo, yo estoy contenta siendo Laura, no Angelina. Eso me alegra, Laura, que la tenga clara. ¿Y usted por qué no me tutea, señorito? No sé, ¿quieres que te tutee? Pues sí, es más bonito.

Nuestro par de tortolitos conversaban y reían sin parar, entonces, luego de un largo viaje, llegaron a la casa de Fergie. ¿Y aquí quiénes están?, preguntó Laura. Mis amigos, respondió él. ¿Y estás seguro de que están aquí? No sé, me imagino. El joven pagó la carrera y se despidió de su nuevo y fugaz amigo. Se dieron un abrazo y este, su nuevo compañero de aventura, le picó el ojo como gesto de aprobación. “Hágale, mijito, que su china lo está esperando”.

El taxi se marchó, dejando a Pataclides y a Laura al frente de una solitaria portería. En ese momento un vigilante asomó su humanidad fuera del cubículo y les preguntó que qué se les ofrecía. Buenas noches, señor, vamos para la casa de Fergie, respondió Pataclides, ¿le podría timbrar? Sí, contestó el celador, déjenme lo llamo. Eran las 05:20 de la mañana y el cielo, dentro de poco, comenzaría a tornarse azul oscuro.

Pataclides miró su celular, notando que estaba a punto de descargarse, entonces, previendo lo inevitable, le pidió el favor a Laura de que guardara el contacto de uno de sus amigos. Mientras tanto el vigilante, un poco frustrado, luchaba con el citófono, ya que nadie lo contestaba en la casa del anfitrión. ¿Y tú no tienes el teléfono de él? No, le respondió Pataclides. Señor, ¿nada que contestan? No, nada. Esto no me puede estar pasando, se decía así mismo nuestro héroe. ¡POR QUÉ NO CONTESTAN!

La razón por la que no contestaban era que Fergie, no sé por qué carajos, tenía dentro de su casa un bunker en el que se enfiestaba cada que podía, entonces las posibilidades de que contestaran en aquel sitio eran casi nulas. ¿Y tú para qué me hiciste guardar el contacto de tu amigo?, preguntó Laura. ¡Ayyyy, sí! ¡ANDRÉS! Llámalo, por favor. Laura buscó el contacto que recién había guardado y le hundió el botón de llamar. Ven, pásame el celular, le dijo Pataclides mientras estiraba su brazo. En repetidas ocasiones sonó y sonó, pero nada, no contestó. De verdad que esto no puede ser, se repetía nuestro joven en silencio. Por otro lado Laura, casi que sedada, mantenía su calmada y hermosa sonrisa. Bueno, ¡pues qué carajos!, pidamos un taxi y te llevo a tu casa, concluyó nuestro héroe.

Entonces, cuando toda esperanza estaba perdida, un sonido de llanta frenando rasgó toda la tristeza y desilusión que comenzaba a embargar los corazones. A lo lejos, un taxi Atos, de esos que parecen un sacapuntas, apareció en escena con una tropa de jóvenes adentro y una cabeza de ternero asomada por la ventana. ¡Qué pajó, mi roñeeeee!, le gritó uno de sus pasajeros, ¿qué pensó, que lo íbamoos a dejar tirado? Nuestro héroe soltó una carcajada y miró a Laura, que en ese momento lo miraba con cara de intriga, como quien sabe que algo increíble está por suceder.

De un solo trancazo se bajaron todos, incluido Fergie, y, para variar, como todo buen amigo chismoso, Andrés quiso averiguar lo que nadie quería ocultar. Le hizo ojitos a Laura, y con mirada de “quédese ahí, mamita”, apartó a Pataclides hacia un rincón de la portería. ¡Mano!, ¿sacó a la china de la casa? No, perrito, es un holograma renítido, le respondió Pataclides. Su amigo soltó una risilla y continuó con el cuestionario. Yo sé, la pregunta estuvo mal formulada, ¡claro que la sacó!, pero la vaina es cómo, ¿cómo lo hizo? Andrés, dijo Pataclides, entremos y después le cuento. ¡No!, cuénteme ya. ¡Ashhh, Andrés!, mire la cara que tiene, está asustada con la cabeza del ternero, déjeme estar con ella. Bueno, vaya a ver, concluyó su gran amigo.

Suavemente, nuestro héroe tomó a su chica del hombro y le agradeció por su paciencia. De repente apareció otro taxi en escena, completando así la tropa que habría de ingresar al bunker. Manito, todos ellos entran conmigo, le ordenó el patrón al vigilante. ¡Listo!, respondió él. ¡BIIIII!, sonó la puerta de madera. Sigue, le susurró Pataclides a su chica. La verdad es que nuestro héroe estaba emocionado y a la vez confundido. En el fondo no sabía muy bien lo que estaba haciendo. Simplemente estaba dejando que las cosas pasaran.

La tropa entera cruzó la puerta del conjunto, caminando unos cuantos pasos en dirección a la casa de Fergie, luego, estando adentro, comenzaron a pasar la sala con sumo cuidado; ninguno quería despertar a los dueños del inmueble. Shhhh, en silencio, advirtió el anfitrión mientras bajaba las escaleras que llevaban al bunker. Siguiéndolo, todos comenzaron a descender, hasta que ¡PUMMM!, se encontraron de frente con la cueva del lobo, el lugar en el que Pataclides y Laura habrían de ir más allá.

La puerta de vidrio que sellaba el bunker se deslizó, dejando entrar a la jauría ansiosa de fiesta. Uno a uno ingresaron, y en poco tiempo se adueñaron del espacio con plena seguridad. Aire acondicionado a tope, una mesa de billar al fondo, una rocola de las antiguas –adaptada para sonar con cable auxiliar–, varios muebles de cuero y dos baños hacían del bunker el lugar perfecto para continuar la juerga. Un aguardiente iba y otro venía; así era entonces. Y digo entonces porque ya no lo es, por lo menos no para Pataclides. En esos tiempos, nuestro héroe jugaba constantemente con su fortuna, arriesgándolo todo, siempre en las manos equivocadas. De borrachera en borrachera, iba por el mundo alegrándole la vida a los demás y haciendo de la suya un bulto de escombros que no solo afectaba a su familia, sino a la maravillosa promesa que le fue designada desde antes de respirar su primera bocanada de aire. Él, al igual que todos los corazones de trigo que andan por ahí, tenía un propósito grande por cumplir, un propósito que requería del respaldo adecuado para llevarse a acabo.  Pero no, en ese momento él no lo sabía. Entonces alzó su copa y brindó con Laura. ¡Salud!, dijo ella. ¡Salud!, respondió Pataclides con la copa arriba. Nuestro héroe estaba completamente seguro de que las cosas le habrían de salir bien con su hermosa obsesión, entonces procedió a aplicar la que siempre aplicaba: ¡LA MAGNUN LOOK! Esta mirada fulminante tenía más de: “me quiero casar contigo”, que de: “te quiero llevar a la cama”. Era amor puro hecho pupila; además, venía cargada de conversaciones agradables y sinceras –acuérdense que siempre estaba buscando al amor de su vida–. En ese orden de ideas, Laura, al igual que muchas de las víctimas de su MAGNUN LOOK, comenzó a ceder terreno.

¿Bailamos?, le preguntó nuestro héroe. ¡Claro!, respondió ella. La tomó de la mano, y agarrándola por la espalda lentamente, comenzó a guiarla por la baldosa en un suave movimiento merengoso. “Anooooother Night, parapá, otra noche sin tenerte, otra noche sin tenerte, eeé…”, sonaba en la rocola, y él, llevado de la concupiscencia, puso su mirada en el jardín, que para entonces ya alumbraba con el potente sol mañanero.

Nuestro joven creía estar viviendo el momento más romántico de su vida. ¿Romántico? Sí ¿Dos garrafas de aguardiente, una mesa de billar, todo el mundo amanecido y lagañoso, aplican como una escena romántica? Mire mano, en ese momento el chino tenía los estándares bajos. No joda y déjeme seguir echando la historia. Bueno, siga.

Laura parecía ser la mujer ideal. Hablaba con sus amigos y se reía de todo lo que ellos decían. Andrés, de cuando en vez, alzaba su mirada con un gesto de aprobación, como quien dice: lo veo bien, manito. Sin embargo, había muchas cosas que Pataclides quería preguntar, pero que, por andar bailando y mamando gallo con sus amigos, no lo había hecho. ¡Ven!, le dijo a Laura, sentémonos. La chica lo tomó de la mano, acompañándolo luego hasta el sofá de cuero que reposaba frente a la puerta corrediza. Cuéntame una cosa, comentó Pataclides, ¿te gustaría ser tu propia jefa? ¿Sabes qué es Herbalife? (Jajaja, no mentiras). ¿Dónde vives?, le preguntó –esto ya es serio–. En Bogotá, contestó ella. En ese momento una bomba estalló en la mente de nuestro héroe. ¡Él también vivía en Bogotá! ¡No puede ser!, pensó. ¿Será que esta es mi mujer?, ¿será que compro perro?, ¿será que busco apartamento en arriendo? ¡Dios mío!, ¿qué hago?, le preguntó Pataclides al Dios del que en ese momento dudaba. Sin embargo, y antes de recibir respuesta alguna, Laura, su querida Laura, le devolvió la pregunta. ¡Sí!, yo también vivo en Bogotá, contestó él. ¿Y tienes novia?, inquirió nuestra pelinegra, metiendo la conversación en terrenos un poco más delicados. No, no tengo, contestó Pataclides, ¿y tú? ———— Pongo todas estas líneas porque en ese instante, para desgracia de nuestro joven, ella respondió ¡NO!, pero –este PERO fue mortal–, en este momento me estoy hablando con alguien. ¡PUUUUUMMMMM! ¡A lo profundooooooooooooo, no no no no no, dígale que no a esa pelota! Cientos de pensamientos atacaron vilmente el cerebro de nuestro pequeño enamorado, pensamientos como: ¿Entonces por qué salió conmigo?, ¿qué le pasa a esta china?, ¿será que sí lo quiere?, MAGNUN LOOK, me fallaste. Pailas, se acabó todo. No obstante, cuando todos sus pensamientos parecían hundirlo, o, más bien, indicarle que respetara lo ajeno, hubo uno, uno que generalmente se paseaba por su materia gris, que le susurró que siguiera adelante con su misión porque habría de completarla.

Pero espera, preguntó él,  ¿están saliendo o son novios? No, novios no, solo estábamos saliendo, respondió ella. ¿Y por qué hablas en pasado? Porque no sé, siento que las cosas no están tan bien. Para Pataclides, ese “no sé, siento que las cosas no están tan bien”, fue como un semáforo verde en plena autopista alemana. 

LA REBUENA CONMIGO MISMO

Bienvenidos a esta nueva sección de Tatánfue, se llama Directo al mango. La idea básica es poner luz y verdad en lugares donde abunda la oscuridad y la mentira.

Ustedes mismos se encargarán de definir cuáles son los temas de los que hablaremos.

En esta ocasión el tema es: “Falta de autoestima y seguridad en nosotros mismos”.

Les quiero contar que hace un tiempo yo era una persona muy insegura de mí misma. Aunque no lo crean, todos tenemos nuestro quiebre, y el mío tenía que ver con cuestiones muy pero muy íntimas. Sufría mucho con los temas sexuales, sufría mucho con mi identidad y con muchos pensamientos de auto desaprobación que aparecían en mi mente. Cientos de pensamientos depredadores me hablaban constantemente dentro de la cabeza. ¡Era desesperante! ¡Era invivible!

Hace un tiempo me parecía imposible tener alguna victoria en el exterior, ya que adentro vivía siempre derrotado. Aunque no lo parecería (y lo aclaro porque mucha gente me decía cosas como: “Ufff, usted debe vivir lleno de viejas” o “A usted le deben caer muchísimo, ¿no?”), mi vida era un caos mental y físico, una locura suicida. Según recuerdo, siempre anduve buscando amor, calor, cariño y paz. Esa fue siempre mi búsqueda, y creo que la de la mayoría. Necesitaba encontrar un lugar en el que mi mente se callara y mi cuerpo se calmara. Un lugar en el cual desacelerar mis pulsaciones y frenar mi ansiedad. Pero en vez de eso, con cada paso que daba, me encontraba con más y más vacío, más y más desesperanza.

Patinaba siempre entre dos opciones: o yo la embarraba, o la otra persona la embarraba. ¡Carajo! ¿Por qué alguien siempre la tiene que embarrar? ¿Por qué nos tenemos que mover con tanta torpeza? ¿Por qué parecemos ciegos buscando corazones pares en la absoluta penumbra en la que las personas muestran lo que no son? ¡Qué locura! No recuerdo en cuántas camas me acosté queriendo entender qué estaba haciendo, de verdad. Y cuando digo “me acosté”, no estoy afirmando que tuve sexo, ¡NO! Precisamente ese era mi problema del pasado; que algo en mí no quería. “Raro, ¿no?”. Eso sería lo primero que se le vendría a la mente a cualquiera. Pero no, la realidad es que mi naturaleza me estaba guiando a lo correcto, y yo, completamente abrumado por los pensamientos que se me aparecían en la mente, pensamientos que me gritaban “cómasela”, “qué rico”, “no sea tan marica, Tatán”, insistía en ir contra mi voluntad, probándome a mí mismo que era un varón, un mero mero macho. ¿Y el resultado? El resultado, en la mayoría de los casos, fue nefasto, realmente nefasto.

Se las pongo así: PRIMERO, de tanta pornografía que consumía, mi entendimiento de lo que debía ser el sexo estaba completamente distorsionado. SEGUNDO, mi cabeza me atacaba con cientos de pensamientos automáticos que me reprobaban como un hombre con el que una mujer disfrutaría estar. Así, ya de entrada, era muy complicado hacer algo que desde el comienzo no quería hacer. Y no era que no me gustaran las mujeres, sino que simplemente no me sentía cómodo. Era raro. Me veía al espejo y me encontraba bien, me encontraba alguien agradable a la vista, pero al parecer muchas viejas no estaban tan interesadas en mí. No obstante, muchas de ellas llegaron a mi vida; en su mayoría excelentes mujeres. Pero como les dije antes, les hice daño, a algunas mucho daño.

La ecuación es sencilla. Si no nos amamos, si todavía no sabemos quiénes somos ni para dónde vamos, lo más seguro es que terminemos hiriendo más de un corazón en el camino. ¿Por qué? Porque de nuestro corazón todavía no puede salir un amor ágape, un amor desinteresado que todo lo soporta y todo lo perdona. Y se los digo porque lo viví. Yo sé lo que es comenzar una relación con las mejores intenciones y terminarla con una amarga decepción en el mango. Siempre que encontraba algún detalle que no me agradaba en la persona con la que estaba saliendo en el momento, lo más seguro era que todo terminara acabando. “Que le huele no sé qué a no sé qué”, “que me parece que es muy no sé qué”…Y así sucesivamente hasta el infinito, amén. Porque así es, cuando uno no se ama, TODO es desechable. Si no estoy contento conmigo  mismo, ¿cómo me voy a contentar con alguien más? Si no acepto una parte de mi cuerpo, ¿cómo la voy a aceptar en alguien más? Si no creo en lo eterno, ¿para qué comienzo algo? ¿Para derribarlo? Solo un tonto construye para derribar, ¿no?

Créanme, lo peor que podemos hacer es intentar llenar esos vacíos con otras personas; mucho menos con fiestas, drogas, alcohol y otras anestesias temporalmente mortales.

Menos mal después, cuando conocí LA VERDAD, entendí el por qué de mi incomodidad, el por qué de mi no aceptación.

Muchos de ustedes se preguntarán a qué me refiero cuando hablo de “LA VERDAD”. Bueno, LA VERDAD es que usted y yo, y todo lo que existe por estos lares terráqueos, no somos solo materia sólida, líquida y gaseosa. ¡NO! Hay algo más, que como dice una canción de Grupo Niche, “con los ojos no vemos y por dentro llevamos”. Esto que por dentro llevamos, a lo que denominaremos “algo espiritual”, no solo está en nosotros, sino también fuera de nosotros. Y para ir directamente al punto del que estábamos hablando, quiero contarles que “esto espiritual que está fuera de nosotros”, puede llegar a afectarnos muchísimo si le abrimos la puerta. Y como la mayoría lo ignoramos, o simplemente no creemos, pues vivimos jodidos, vivimos con la puerta abierta. Y así es muy difícil estar seguros, así es imposible encontrar paz, porque, ¿quién con un gran tesoro, vive con la puerta abierta en un mundo abarrotado de ladrones? El hecho de que ustedes y yo no creamos que el mundo espiritual existe, no significa que no nos va afectar, eso ténganlo por seguro.

Hace un tiempo, cuando vivía jodido, cuando estaba como les conté que estaba, yo tampoco creía en nada. Pero cuando lo evidente se hace realmente evidente, no con matachos y religiones, sino con poder y libertad, no hay nada más que hacer que dejarse llevar por el amor. ¡UFFFF! Después del encuentro que tuve con Dios, en el tiempo que estuve muerto (por una sobredosis), todo lo que había en mí fue limpiado. ¡Así de sencillo! ¡Fui completamente limpio! Quedé libre de todo pensamiento, de todo temor, de toda mentira, de toda inseguridad, de todo arrebato autodestructivo… En el momento en el que vi, sentí y experimenté que todo en lo que vivía era una PINCHE MENTIRA, entendí que cada parte de mi ser era perfecta; cada centímetro de mi extensión corporal y espiritual, pasando por mis pelos, arrugas, testículos, ojos, boca, piernas y brazos; mi voz, mi manera de ser y de actuar ¡es perfecta! Y no porque yo lo sea,  sino porque el que me hizo lo es. Él es perfecto y no se equivoca; y su creación, o sea ustedes y yo, somos su obra maestra, SU MONA LISSA, CHURCHA, PELIRROJA, RUBIA, CHIQUITA, ALTA, NARIZONA O CHATA.

Moverme en esa verdad, sintiendo su amor como fuego en mi cuerpo, me ha cambiado por completo la manera de vivir. Me rodeo de personas que piensan como yo y ven mucho más allá del pelo, la ropa, los kilos y los centímetros. Este combo de personas se llama iglesia, y allí sé que en estos momentos respira mi amada, y la suya, o el suyo, si es mujer.

No pretenda encontrar la verdad en un mundo de mentiras, porque lo que usted siente es real, y no es justo seguirlo sintiendo. Acuérdense siempre de esto: “y conocerán la VERDAD, y la VERDAD los hará libres”.

ESTA VEZ EL ARTE GANÓ

El pasado 29 y 30 de marzo la calle 26 recuperó su brillo. Luego de la arremetida por parte de las autoridades distritales tapando los graffitis, los artistas – porque eso son, artistas – respondieron con un despliegue de paz y arte digno del incomodo suceso color ocre. Escoltados por un clima ideal y por varios agentes de la policía distrital, los grafiteros tomaron sus únicas armas – stencils, lacas y un pulso verraquísimo – y, desde las 11 de la mañana, iniciaron el embellecimiento de la calle que lleva al Dorado.

Desde la avenida Caracas hasta la carrera 30 con calle 26, jóvenes, adultos y niños dieron rienda suelta a su talento con las pinturas. Cada metro de pared carente de imaginación fue dibujado; unas con animales y personas, otras con figuras geométricas. Lo único cierto es que cada línea de pintura llevaba consigo un aire de inconformidad y libre expresión.

Los agentes de policía lucían caretas de extrañeza, parecían fuera de lugar. Al igual que un tigre lamiendo un siervo, los uniformados esperaban un movimiento en falso para meter el zarpazo. Siguieron órdenes y le lamieron las latas a los grafiteros, ubicaron conos en los dos sentidos de la vía, asegurándoles un carril para realizar sus obras. Este acompañamiento generó varias opiniones. “Es hasta chévere, si tomaron la iniciativa de llegar a taparnos y volvernos mierda, también es válido que nos apoyen”, expresó REMS. Diferente a él, CHABO – otro artista – comentó: “Ellos lo hacen por hipocresía, porque esos manes nos querían sacar es al trote de acá”. Como estos dos pelaos, extrañados por la incómoda situación, el resto de grafiteros aceptaron la colaboración de las autoridades, sin dejar a un lado sus ideas sobre el normal proceder de los ‘Tombos’. 

El Capitán Diego Gómez, encargado de coordinar el normal desarrollo de la jornada, me comentó que las autoridades estaban enteradas de la toma grafitera y, que por órdenes del comando de Policía Metropolitana, se les envió a prestar el servicio de acompañamiento y seguridad a los protagonistas del evento. La subteniente Andrea Restrepo también me habló sobre el trabajo que estaban realizando. De manera contradictoria – y digo contradictoria porque días antes estuvieron en la misma calle tapando los graffitis de los jóvenes que en ese momento cuidaban – aseguró que la policía tenía que hacer un trabajo mancomunado con la comunidad, y que además era su responsabilidad apoyarlos para que estuvieran haciendo esto y no otras cosas. ¿Será que si no se hubiera armado semejante revuelta por las redes sociales, hubieran ido a “proteger” a los graffiteros? Yo creo que el siervo hubiera terminado bañado por los jugos gástricos del tigre.

Los pintores urbanos buscan un responsable por el blanqueamiento de sus ideas, y la idea que predomina es que “la chimbita de alcalde que les tocó ahora” estuvo detrás de todo. Con la Bogotá Humana de Gustavo Petro sus expresiones artísticas lograron un espacio dentro de la legalidad, y no es coincidencia de que luego de la salida del susodicho, se hayan abalanzado con pinturas grises y ocres para “limpiar el entorno”.

Presenciamos dos jornadas llenas de paz y arte, que lejos de ensuciar el entorno, lo llenaron de magia y espectáculo visual. Los ciudadanos no fueron ajenos a esto. Por la amplia 26 pasaban carros, buses y motos pitando, con sus ocupantes sacando las manos en señal de apoyo y gritando: “¡Esa es!, ¡Buena, buena!”. Todos los jóvenes lucían satisfechos, dichosos por hacer lo que más les gusta sin ser asediados por los ‘aguacates’. Otras personas se unieron a la jornada. Entre dos postes de luz, un señor hacía Slackline, un niño pasaba de un lado a otro montado en su monociclo, y así muchas personas gozaban de aquella soleada tarde bogotana.


Los gestos de apoyo por parte de la ciudadanía y las autoridades deberían ser una constante, así dejaríamos de presenciar tantos abusos de autoridad y de escuchar tantas personas refiriéndose de manera peyorativa a los artistas urbanos como gamines, ñeros y gente sin oficio. Como dijo el CHABO – un excelente grafitero –, “No se dan cuenta que lo que uno hace, a lo bien, es arte. Para ellos, artistas son todos esos manes que salen en el periódico y todos los que van por allá a galerías de otros países, pero, aunque no lo crean, en la calle también hay arte y eso es a lo que nos dedicamos nosotros, o si no mejor nos quedaríamos en la casa durmiendo”

Lo único cierto, es que gracias al trabajo en equipo y a la fuerza de las redes sociales, se recuperó un espacio de gran importancia para la esta ciudad, ícono del arte urbano en el mundo. El pulso lo ganaron las ganas, la unión y ¡EL ARTE!

Más que un comentario al texto, quiero expresar el profundo estado de embelesamiento en el que me encuentro por lo que, creo yo, haré por el resto de mi vida; SER PERIODISTA.

Hasta hace unas semanas, impulsado por la tentación de ojear un libro que un compañero de apartamento me recomendó, decidí iniciarme como lector. Aclaro, tal vez en algún momento pude pertenecer al grupo denominado bajo esa etiqueta; leí cuatro libros de Harry Potter. La verdad, es que no sé qué tanta literatura posea una de estas obras. Lo único cierto es que cada tanto que anunciaban la salida de un nuevo libro, corría a “Abra Palabra” –  conocida librería en Bucaramanga –  a conseguir mi propio ejemplar.

Cual niño estrenando “Power Ranger”, me escabullía con el libro entre brazos, presto a internarme en mi habitación. Luego, me sumergía en una profunda lectura. Las narraciones sobre momentos embarazosos me sonrojaban, las descripciones de los majestuosos paisajes me hacían pensar en los más bellos lugares antes vistos en algunos de esos programas que tanto vigilaba en National Geografic. Perdón lector si me desvié un poco del tema central, pero sentado acá en la mesa del comedor, caí en cuenta de que sí sabía sobre las virtudes de la lectura.

La obra escrita por Andrés Ospina, que me fue recomendada, lleva por título “Ximénez”. Sin nada que perder, abrí el texto, que entre tanto me gritaba: “¡Léame!, usted es estudiante de periodismo y ni pista da de lectura. ¿Ya se leyó Cien Años de Soledad?, ¡No!; ¿sabe algo de Vargas Llosa?, ¡No!; usted sólo sabe de poderes de magos, de ‘Rin Rín Renacuajo’ y ‘la Pobre Viejecita sin nadita qué comer’. ¡Sea serio!” Después del insonoro sermón que me propinó el libro, proseguí con la apertura del mismo.

Tan sólo iniciar, las conversaciones entre las refinadas señoras de los años treinta, los datos históricos sobre Colombia y uno que otro elegante insulto, mis pupilas ya estaban reducidas a dos balines que se paseaban de manera vertiginosa por cada una de las hojas. “¡Pero cómo! me he vuelto adicto”.

Al avanzar las páginas, la mano me apuntaba en repetidas ocasiones, como si estuviera poseída, al bolsillo delantero de mi maletín; necesitaba un resaltador. Si no subrayaba ciertos fragmentos después no podría soportar el abatimiento de haberlos olvidado. Pero no subrayé nada – el libro es prestado -, y sí, olvidé la gran mayoría de éstos. La buena noticia es que recuerdo uno de esos fragmentos en el que un personaje cita a Clímaco Soto Borda; excelente repentista.

“Si pública es la mujer

que por puta es conocida,

República viene a ser

la puta más corrompida.

Y siguiendo el parecer

de esta lógica absoluta,

todo aquel que se reputa

de la República hijo,

debe ser, a punto fijo,

un grandísimo hijo de puta”.

Brillante manera de callar a una insolente…

Al terminar de leer la novela quedé “iniciado”; así se acuñó el término en mi tierra. La ansiedad por emprender una nueva aventura literaria me carcomía. Además ya tenía claro que al igual que Ximénez, y todos los grandes periodistas, debía leer; debía cultivar mi hábito de lección.

En una de las asignaturas que debo cursar – Humanidades III – la docente hizo hincapié en la mala costumbre de los estudiantes de periodismo de no tomar un libro ni para matar un zancudo. Si los estudiantes no leían, mucho menos iban a escribir; esa era su premisa. Pues, tiene toda la razón. La única realidad visible, por lo menos para mí, es que el hábito de la lectura y la escritura no se pueden obligar. Cada persona sabrá en qué momento querrá ingresar al mágico mundo que esconden los Códices.

Sin la costumbre de leer, así parezca contradictorio, siempre me he aventurado a escribir; escribir anécdotas, opiniones, comentarios, etc. Ahora sabía que con la lectura como mi mejor aliada, podría mejorar enormemente mis textos.

La primera tarea a realizar en la asignatura era leer un libro llamado “La nada cotidiana”, de la escritora Zoé Valdés; obra enfocada en develar la vida de una enigmática mujer llamada Patria (Yocandra), y cómo ésta interactúa con su ciudad natal – La Habana – en plena revolución, además de explicitar su relación con las personas que allí residen. Posteriormente, realizar un comentario, escrito, o como sea que se llame lo que estoy haciendo en este momento.

Me presté para dejar el libro en la fotocopiadora, de esta manera los demás estudiantes accedieran a él; típica actitud de mamerto. Pero mi verdadera intención era extraer la información de primera mano.

(Carolina Rueda – la docente – me pidió especial atención con su texto; sólo me faltó llevarlo a comer.)

Utilicé el Transmilenio, medio de transporte bogotano por preferencia, para leer la mayor parte de la obra. El estilo de escritura de Zoé, sumado a las experiencias de vida de la protagonista, generó en mí un sinfín de estados. Algunas veces, cuando hablaba de “la vulva a la raja del ano”, y cosas por el estilo, me preguntaba: “¿Qué carajos le pasa a esta vieja?”. Pero en otras ocasiones, sus respuestas sarcásticas y groserías híbridas del cubano, colombiano, argentino y sabrá Dios de qué otros países latinos, me causaban gracia. Debido a las incontenibles carcajadas pasé un par de veces por loco en el bus. Estaba leyendo una obra de realismo en su máxima expresión.

La vida de Patria es de ésas que, aunque pareciera que no tienen nada interesante qué contar, desbordan en contenido vivencial. Nació entre gritos de revolución, entre promesas de cambio, entre la ilusión palpitante de su madre y padre por ser partícipes de un acontecimiento que cambiaría, según ellos y la mayoría de cubanos, a la Isla tal y como  la conocían.  A tan sólo unas horas de su nacimiento, el 2 de mayo de 1959, ya se había cruzado, dentro de la barriga de su madre, con el mismísimo Ernesto, el Che Guevara; ¡vaya honor!

Cuando se es niño no se alcanza a percibir la magnitud de las circunstancias, pero a medida que el niño crece y deja de serlo, todo lo antes ignorado se hace evidente.

A pesar del miserable racionamiento de las porciones de comida, aguantar apagones constantes y vivir la vida bajo el constante asedio de los “Militachos”, Patria nunca se sintió infeliz en su isla.

Su estado de ánimo siempre fue regular. Las únicas personas, según mi perspectiva, capaces de alterar éste, eran los hombres. Desde muy pequeña se inició en el bello arte del AMAR  – y lo pongo en mayúscula porque sí que me gusta ese verbo – debido a eso, en su condición de inocencia y ansia por experimentar, vivió más rápido e intensamente que cualquiera de las mujeres que haya “conocido”; y va con comillas porque no te conozco, Yocandrita.

Mi punto es: ¿será que Patria fue diferente a todas las niñas de 16 años?; ¿será que estaba loca de remate?; ¿Será que era adicta al sexo? O, será que simplemente expresaba lo que sentía sin tapujo alguno. Con frases como, “me senté en su pito bien erecto, y sí, mi himen había cumplido su cometido; descabezó al primer inocente”, sabrán de qué es lo que hablo.

Me encantaría saber si las conversaciones entre mujeres no son un asemejo a lo antes expuesto por la protagonista. Lectoras, ¿Será que el himen de ninguna de ustedes ha descabezado a algún “inocente” céfalo?; interiorícenlo.

Como todos y todas, Patria tuvo pocos grandes amores; los grandes amores son aquellos que, si no están a tu lado, estarás recriminándote toda tu vida el por qué fuiste tan majadero de haberlo dejado ir.

En mi caso, ese gran amor significó volverme un completo imbécil. (Risas en mi mesa de escritura) Pero sí, para qué lo niego. Durante mucho tiempo pensé en que nunca podría volver a tener una mujer parecida, y que desde el momento en que decidí dejarla por otra – que vale toda la pena del mundo – estaría condenado por el resto de mis días a ser un solitario infeliz. Pero heme aquí; pasé los papeles hace 6 meses para adoptar un gato, y ni eso. Miento; vivo solitario pero ¡feliz!

El primer remedo de amor que la protagonista experimentó fue con el Traidor.

Les voy a explicar por qué le llamó de esa manera. Imagínese a una niña de 16 años, cuyo corazón late a mil por hora con tan sólo ver pasar al hombre – escritor, buen mozo, alto, importante – que según ella, será su esposo, le hará hijos y ya saben ustedes qué más cosas. El señor la encuentra un día mojándose por la calle; caía sobre la Habana un fuerte aguacero. La condujo hasta su casa; la niña moría por besarlo, que le tocara el culo, las tetas y que, básicamente, ¡La hiciera suya!

“¿Eres virgen?”, pregunta el Traidor; La niña sí era virgen.

“Sí, así es”, le responde un tanto tímida.

El traidor no estaba dispuesto a despojar de su virtud a ninguna adolescente enamorada, por lo que se negó rotundamente a consumar el acto.

Eran tantas las ganas que tenía Patria de compartir ese sagrado gesto de humanidad con el escritor, que corrió en busca de cualquiera que tuviera un miembro viril capaz de romper, como dirían en mi tierra, el “celofán” que protegía su virginidad.

Después de haberlo hecho con un hippie que “pilló” borracho en una mesa – el señor no se iba a negar – volvió a la casa de su enamorado, donde instantes después logró su cometido.

Toda esa admiración terminó por irse al caño. El señor, que se hacía llamar a sí mismo filósofo, terminó siendo un fraude. El contenido de su obra maestra, por la cual había viajado junto a la protagonista  hasta Europa, tenía plasmada en cada una de las hojas la frase: “No puedo escribir, todos me persiguen”; vaya timo.

Afortunadamente, el siguiente amante fue eso, un amante. Dicen que el verdadero amor es el que permanece candente, el que no se apaga nunca.

En resumidas cuentas, todas las personas que rodeaban a Yocondra estaban expectantes a huir, cambiar la rutina, lanzar todo un poquito a la “mierda”. Mientras que ella, no disfrutando, pero tampoco quejándose, vivía sonámbula en la nada cotidiana.

 

Piénselo

PIÉNSELO

Con la llegada del señor Gustavo Petro a la Alcaldía Mayor de Bogotá, los índices de contaminación registraron los índices más bajos en la historia de la capital colombiana.
http://bit.ly/1z0Bbmc

El líder político ha emprendido una incansable lucha por mejorar el estilo de vida de los bogotanos, mediante normativas que restringen la posibilidad de construir en lugares no aptos para su habitabilidad, la implementación de vehículos amigables con el medio ambiente, la inclusión social para recicladores, entre muchas otras cosas. Una de las prácticas que más ha fomentado, es la promoción y participación ciudadana en el uso de la bicicleta. Cabe aclarar que anteriores alcaldes tienen mucho mérito en la culturización de ésta; es el caso de Antanas Mockus y Enrique Peñalosa.

A pesar de todos los datos que demuestran que la ciudad ha mejorado, el imaginario de Bogotá, hasta para los mismos bogotanos, es de caos, desorden, inseguridad y un sinfín de adjetivos peyorativos que la hacen, para el que no la conozca, un lugar impensable para vivir. Soy de otra ciudad de Colombia, una ciudad ordenada y limpia –dentro de los bajos estándares de limpieza y orden de nuestro país-, y no creo en todas las patrañas que surcan, como círculos viciosos,  por las bocas de cientos de miles de bogotanos y foráneos que habitan esta hermosa ciudad. Y no lo hago porque en Bogotá todos opinan, todos tienen la solución, pero nadie la aplica. Recuerdo que el Alcalde  dijo en una ocasión que los ciudadanos debían evitar el uso de sus celulares en las calles. ¡Todo el mundo le cayó encima! Y, ¿Por qué? Porque la gente acá piensa lo que el vecino piensa, y si este señor es un canalla para el vecino, para mí también lo es. Si yo fuera su mamá le diría: “Mijo, evite sacar el celular en la calle”, y estoy  seguro de que usted no me caería encima a decirme “Estúpida”, “¿Esta socialista me está hablando en serio?”, en fin, sé que me agradecería por la preocupación. Lo cierto es que Bogotá ha cambiado, y si para muchos “esta ciudad está inhabitable” y “peligrosísima”, la realidad es otra;  la capital registra la tasa más baja de homicidios en 30 años. http://bit.ly/1pes8x5

 Las normas en este país están diseñadas para ser pisoteadas

Además de los costosos impuestos y el alto precio de la gasolina, los automóviles cuentan con una restricción: el Pico y Placa. Esta medida pretende controlar la circulación de automotores por la ciudad, contribuyendo a la reducción del impacto ambiental y de los embotellamientos que tanto agobian a los ciudadanos. Con la llegada de esta norma, muchos habrán pensado en sus hogares: “Ah, ¿me van a poner una restricción? ¡Pues me compro otro carro!”. Entonces, una norma que pretendía reducir la circulación de vehículos, termina por aumentarla. Es irónico.

Estas mismas personas son las que se quejan de los trancones, de la contaminación, de la inseguridad y del resto de problemas que ya nos sabemos de memoria –RCN y Caracol ya nos enseñaron el discurso-. Pero, son ellos los que tienen carro todos los días, los que sacan el celular en cualquier esquina y, que por ende, padecen de las “gravísimas” enfermedades de la urbe sabanera. Es cierto que los medios de transporte masivos de la ciudad no están bien –aunque, personalmente, quiero y uso mucho el Transmilenio-, y, cuando me refiero a que no están bien, es porque algunas vías del Transmilenio están resquebrajadas, lo buses públicos padecen el constante embotellamiento de la ciudad y, algunas veces, es difícil caber dentro. Gracias a Dios no sufro del mal de ‘entecamiento’, o sea, no me enteco si voy apretado.

Sí, es cierto que no tenemos el sistema de transporte de Madrid, de New York o de Hong Kong, pero, ‘mijo’, déjese de idealismos pendejos, si en Amsterdam dejó el celular en la mitad de un parque, y cuando vuelve continúa ahí, y además le subieron el puntaje en Candy Crush, eso es allá, acá usted tiene que vivir pendiente. Sé que es duro, pero así es. Mi punto es, si está cansado de los ‘trancones’, y es de los que se ‘enteca’ si se monta a un Transmilenio o en un bus, cómprese una bicicleta, preferiblemente sin motor; ¡NO SEA FLOJO! Ejercite las piernas, respire, mire gente a su alrededor, sienta el aire acariciándole el rostro. Y sí es de los que prefiere seguir conduciendo automóvil, suba el volumen del radio, recueste la silla y aguántese el ‘trancón’.

No haga parte de las personas que contribuyen al problema y que además se quejan. Y si pretende seguir empeorando la situación, entonces sea coherente con su proceder y no diga nada. ¡HAGA PARTE DEL CAMBIO!, monte bicicleta, deje de escribir en Facebook #FuerzaCampesinosColombianos y más bien cómpreles la fruta y la verdura, en fin; piense en su gente, en su ciudad y en usted.

 

UNA PASION QUE POCOS ENTIENDEN


Esta historia se empieza a escribir un cuatro de julio de 2014. Son las 03:23 de la mañana en la ciudad de Bucaramanga, capital del departamento colombiano de Santander. La cama me arrojó de sus sábanas como si no me quisiera más en sus entrañas. Con los pies en el suelo y el culo en el orillo del colchón, froté mis ojos y pensé: “mano, no puedo volver a dormir, tengo que escribir alguna joda sobre el fútbol”. Primero, he de decirles que he abandonado a la que fue mi gran amiga este semestre. Le he quitado mis afectos a la hoja en blanco de Word, y les confieso, muy sinceramente, que es porque cuando tecleo cada palabra, pienso en que no es suficientemente buena. Entonces me carcome la inseguridad, me hago el loco viendo fútbol, rayando el Panini o cualquier otra cosa que me aleje de tener que afrontar mi temor; ¡vaya cobarde! Pero, en este momento, con lágrimas en los ojos me digo a mí mismo: “Enano, es el fútbol, usted y él son uno. ¡Me hace el favor y le escribe algo de altura!”. La verdad, no me puedo contener aquí donde estoy, parezco un bebé recién nacido. Lloro de nostalgia pensando en que hoy la Selección Colombia enfrenta la cita más importante en su historia. Esos 23 jóvenes tienen felices a más de 45 millones de colombianos usando el fútbol como excusa para olvidar todo lo demás. ¿Santos?, ¿Óscar Iván Zuluaga?…Esos tipos ya quedaron en el olvido. En el comedor de mi casa, con algunas lágrimas sobre el rostro, pienso en todo lo que estas dos disciplinas significan para mí –el fútbol y la escritura –, y me angustia un poco saber que una ya se convirtió en frustración, y que la segunda, si sigo así, también pasará a serlo. Procuraré que así no sea… Esta historia de amor no es como otras historias. Por ahí he observado, en vista de que estamos en época mundialista y que la Selección Colombia está haciendo un gran papel, que muchas personas han escrito textos sobre su amor por el fútbol y la tricolor. Un amigo me incitó a que escribiese algo sobre este lindo deporte, conociendo él de mi relación con éste. Le dije que sí, que por supuesto lo iba a hacer, pero, la verdad, era pura mierda. Me daba pereza sentarme frente al computador y hacer lo que en este momento estoy haciendo. “Sí, Paillie, seguro escribo alguna joda”, le dije. Soy un casi-periodista, y digo casi porque sólo me falta el título –no quiero entrar en discusiones con los que dicen que periodista es cualquiera –. Mi segunda profesión es ser futbolista. En Bogotá, la ciudad donde estudio, me inscribo, desde hace 5 años, en cuanto torneo de fútbol requiera de mis servicios. Me adelanté mucho… Esta relación merece que su principio sea contado. Yo no empiezo las historias con un típico: “Cuando era un niño de 2 años toqué mi primer balón…”. Es que hay memorias de memorias. Algunos se acuerdan del nombre de la enfermera que los jaló del útero de sus madres. “Y abrí los ojos, el ambiente estaba impregnado por el olor a placenta…”. Ok, ya no mamo más gallo. Tengo buena memoria, pero ni por el carajo me acuerdo a qué edad le metí la primera patada a un balón. Resulta que, siendo el menor de tres hermanos varones, era justo y necesario que hubiera un arquero en la familia, y, como fui yo el último en ser parido, me tocó serlo. La cuestión era que no lo hacía de mala gana. Además de chiquito, porque tuve problemas de crecimiento, era masoquista, loco y resistente a los golpes; parecía camión blindado. Era el arquero perfecto, el hermanito que todo hermano mayor que le guste patear la bola sueña. Viví con mis hermanos en una cuadra que no tenía salida, el famoso tapón. Allí armábamos con los vecinos partidos de canchitas y, la gran mayoría de veces, cuando no salían las personas o repetían algún capítulo de Dragon Ball Z, simplemente salíamos los tres hermanitos Ospina a patear al portón del parqueadero, cuyo interior jamás fue usado, ya que mi papá guardaba espadas de guerreros, palos, banderas y un poco de basura de locos. Recuerdo mucho estar sentado viendo televisión en la biblioteca de la casa, cuando de repente me entraban los impulsos que mis tías querían parar con drogas –decían que yo era hiperactivo y mi mamá les decía que no, que esa era mi personalidad –, me paraba y les gritaba a mis compañeros de equipo: “¡Oigan!, ¿quieren salir a patear? “. Casi nunca recibía una negativa por respuesta. Si contaban con arquero, por qué no salir a practicar los chutes. Le pegaban durísimo, sobre todo el vecino, Héctor Julián Grecco, quien en algún momento, si no estoy mal, fue pretendido por el Santa Fe. ¡Pummmm!, ¡Passssssssssssss!, tapaba y tapaba los balonazos que me mandaban. Escribiendo esto, me acabo de acordar de algo. Jugaba con Víctor, mi hermano más contemporáneo, a que yo era un arquero famoso, y, a que cada vez que me metiera un gol, me tocaba pedirme a otro. “¡Gianluca Pagliuca!”, gritaba como un demente saltando por todos lados. ¡Pummmm!, atajaba un riflazo. Me metía el gol el ‘hijuemadre’ ese y me tocaba cambiar de arquero. “¡Oliver Kahn!”, gritaba de nuevo. Cuando me pedía ése, ni el mismo Roberto Carlos me podía sacar del portón. Posdata de párrafo: Sí que me daba piedra que me sacaran los arqueros italianos, eran los mejores en ese entonces: Angelo Peruzzi, Gianluca Pagliuca y Gianluigi Buffon –. Luego de mucho tiempo empecé a salir del portón. Víctor era el calidoso de la cuadra, el que todos decían iba a ser el Crack. El chino iba a necesitar con quién practicar sus regates. Entonces, como una dama de compañía, que se acomoda a la situación, me sacaron del arco y me pusieron a defender. Empecé a encontrar en mí dotes de defensor. Era rápido como una rata, me escabullía y daba pata como De Young. Pero, en el momento Víctor era mucho más alto que yo –todo el mundo crecía y yo no –, además eran sus mejores épocas de futbolista, era todo un derroche de talento, por lo que siempre acababa gozándome. Cuando mi mamá nos vio con edad suficiente para ingresar a una escuela de fútbol, nos inscribió en el equipo de Pan de Azúcar – una montaña que queda cerca de la casa donde crecimos –. Los entrenamientos eran los sábados y domingos a las 7 de la mañana. Mi gente, se me revuelca el estómago y se me salen las lágrimas –de nuevo – de la nostalgia que me produce pensar en aquella mágica cancha. Allí aprendí a parar un balón, a dar un pase con borde interno; en fin, a ese lugar y a mi equipo de Pan de Azúcar les debo mi reconocimiento. El ambiente no tenía comparación. La cancha queda al lado de una montaña que lo único que hacía en esas mañanas era soplarnos con su rocío. Tantas bolsas con agua, tantos partidos, tantas personas, tantísimos perros que dañaron los cotejos; en fin, no saben lo bonito que era jugar allí y contar con el plus de tener a mi hermano en el mismo equipo. ¡Una belleza! A mi hermano y a mí nos inscribieron en la categoría sub 13. Él tenía 10 años y yo 9, un poco jóvenes para jugar, pero éramos buenos jugadores; él en lo suyo y yo en lo mío. En nuestro primer partido de liga invité a mi mamá y ella llevó a una tía y a un poco de gente para que me vieran debutar. Señoras y señores, fueron para nada, porque no debuté. El vergajo del entrenador no me metió. Hasta el gordo Javier, que regaba babas por todos lados, jugó. Me senté en las piernas de mi mamá y me puse a llorar. No me acuerdo cuáles habrán sido sus palabras –acuérdense que no tengo la prodigiosa memoria de aquellos escritores –, pero, estoy seguro que de alguna manera me impulsó a seguir entrenando, madrugando y bregando a ser cada vez mejor. Termino este primer capítulo de mi vida y el fútbol con esta frase del coordinador de la tercera división del colegio La Salle, quien en un desesperado acto de represión, me privó de jugar en el equipo del colegio. Estábamos en clase de matemáticas con el profesor Tavera y, de repente, tocaron a la puerta. Todos los estudiantes voltearon sus cabezas buscando el sonido en la puerta del salón. “Señor Tavera, tengo un mensaje que dar”, dijo el coordinador, Javier Díaz Díaz. El profesor Tavera hizo seguir a Javier. El señor caminó hasta el estrado del salón, siempre mirándome fijamente a los ojos. Yo sabía que la vaciada venía para mí. El tipo se tomó las dos manos, a lo Mr. Burns de los Simpsons, y, sosteniéndome la mirada, soltó un: “Es que hay estudiantes que piensan que el mundo es un balón de fútbol y, si no mejoran sus notas, no podrán continuar en el equipo del colegio”. “¡Marica!, ¿cómo se supone que voy a sostener mis notas?, soy de los peores del curso, no presto medio pedazo de atención en las materias en las que sé que soy un asco, por lo menos déjenme jugar en el equipo del colegio, eso lo hago bien”, pensaba. Afortunadamente, debido a que el entrenador me quería, mi situación en el equipo continuó estable. A la semana, por andar persiguiendo niños de cuarto de primaria, jugando venados y cazadores, partí mi muñeca en dos pedazos. Mis sueños de torneo se iban al piso. Pdta: Empecé escribiendo este texto el día en que Colombia se enfrentaba a Brasil. Hoy publico la primera parte el día en el que cumplo 23 años de vida. Feliz cumpleaños a mí. Mucho fútbol, mucha vida.

UNA PROFESIÓN QUE RETUMBA EN LAS VENAS

Como periodista –aún no me gradúo, pero igual me considero periodista– debo admitir que a uno nadie le enseña a ejercer dicha profesión. En un conversatorio llevado a cabo hoy, 20 de agosto de 2014, una estudiante le preguntó a Leila Guerriero –afamada cronista argentina– si consideraba que la academia era necesaria para formar buenos periodistas. Su respuesta fue obvia. Si alguien tiene la fortuna de formarse como periodista dentro de un aula, bien por él. Pero, si no cuenta con aquella oportunidad, también.

Si bien es cierto que la academia facilita los insumos básicos de todo periodista, el uso adecuado de los signos de puntuación y el no incurrir en errores ortográficos y de redacción, el estilo en la narrativa y la selección de historias y sus personajes ya recaen sobre cada quien; es algo personal. “A ti no te pueden enseñar cuándo usar adecuadamente una metáfora, cuándo insertar un inciso…”, explicaba la argentina. No existen parámetros trazados para los relatores de la realidad, éstos sólo pueden ser marcados por ellos mismos. Vale aclarar que las personas que cuentan con el chance de recibir la ayuda de, como ella misma lo dijo, “el trapecista fuerte”, o sea, un instructor o un docente, parten con cierta ventaja sobre los demás aspirantes a periodista. Sin embargo, la ventaja, pienso yo, yace en otros factores.
La pasión con la que se vive la profesión es fundamental; ese es el motor que nos mueve, que nos eriza la piel, que nos impulsa a transmitir realidades de una u otra manera. Disfrutar de la lectura, ya sea riéndose, acongojándose con situaciones incómodas o atemorizándose por la personificación de escenas similares a algunas antes vividas. La crianza, las buenas o malas costumbres, las relaciones interpersonales, con el mundo y con uno mismo, definen qué clase de escritor se es.
Hay quienes eligen ceñirse al rígido formato de la noticia. No demerito a los relatores de realidades fugaces, quienes en su ejercicio periodístico buscan mantener informada a la sociedad mediante datos concretos, cifras y testimonios oficiales, bien por ellos. Para mí estas noticias van y vienen como el viento. Mientras que otros, mucho más interesantes –pienso yo–, deciden inmiscuirse en lo profundo del suceso. ¿Qué es lo profundo? Resulta que las noticias giran alrededor de personas, y éstas, en su calidad de humanos, no pueden ser tratadas como simples cifras. Detrás de muchas noticias que se ven en los diarios, existen historias ocultas, historias que de verdad vale la pena contar.
Leila Guerriero es una experta escritora de dichas historias. Honestamente, confesó que no era una hábil localizadora de relatos interesantes, que simplemente acudía a los sucesos que en algún momento causaron revuelo mediático, y que allí, donde supuestamente todo fue revelado, surgían relatos dignos de enmarcar.
Cuando se le pregunta a algún personaje sobre su vida, en la mayoría de los casos, sólo se recibirá lo que el individuo quiera contar. Es por eso que para narrar realmente lo que sucede en las vidas de nuestros personajes, es necesaria la inmersión social. El trabajo de etnografía es fundamental a la hora de contar una historia con pelos y señales. “Si no hay una inmersión larga –3 meses mínimo–, no me siento con el derecho de contar una historia”, afirma la nacida en Junín.
Cada individuo crece en circunstancias diferentes, tiene prejuicios impuestos por el contexto en el que se ha desenvuelto a través de su existir y reacciona a las diferentes situaciones según lo anterior; “No es su culpa, le tocó nacer ahí”, diría un profesor mío. Sin embargo, a la hora de ingresar en una cultura ajena a la nuestra, los prejuicios sociales y culturales deben eyectarse como gato en cúpula.
En mí caso particular, y no soy nadie para venir a enseñar, viví la siguiente experiencia. Me interné durante una tarde-noche en un lugar que pocos se atrevían a pisar: La Casa del Diablo. Llegué con la mejor actitud posible, sin ningún prejuicio y hambriento de interacción. Al ingresar al inmueble, lo hice en busca de una historia, pero, cuando me dejé llevar por mi manera de ser e interactué con los habitantes de la casa, todo cambió. Mi personaje principal dejó de ser el lugar, mi interés se desvió hacia los habitantes del mismo. Ellos fueron los que produjeron la acción, los que contaron sus historias, los que hicieron del lugar algo mágico. Entonces, ¡todo cobró sentido! Mi labor fue sencilla, agudicé mis sentidos, me empapé de los olores, texturas, sabores y sentimientos que éstos me produjeron, y, con un poco de pericia narrativa, plasmé todo lo vivido.

El efecto en la audiencia fue sorprendente. No tomé partida por nadie, simplemente comenté lo que allí sucedía. Fue entonces cuando los lectores que conocían aquel lugar supieron que allí residían personas, personas como ellos, como sus hijos y como cualquier otro vecino de la cuadra.

Nuestra labor como periodistas va más allá de contar el dónde, cómo, cuándo, quién, cómo y por qué de las cosas. Nuestro trabajo debería ser, como Leila Guerriero lo ha dicho y hecho, disfrutar de la oportunidad de derramar experiencias, sentimientos e interacciones humanas en una hoja de papel, o, en mi caso, en un documento de Word.

¡ A MEJORAR!

Sólo se puede ser crítico cuando se es consciente; y en esta sociedad pocos son conscientes de lo que padecen. Los tiempos han cambiado, la tecnología ha evolucionado, y junto a ésta otras cosas lo han hecho; la educación, por ejemplo.

Como lo expresa Mario Vargas Llosa en su obra, “La civilización del espectáculo”, la cultura le pertenece a un reducido número de habitantes en una población. Explica también, que a medida que las descendencias surgen, todos los valores y costumbres que sus padres les dictaron, deben ser – casi que por obligación – heredadas.

Si se supone que todos somos el producto de lo que nos enseñaron en nuestro hogar; valores, principios, modales, entre otras. ¿Por qué razón las descendencias hoy en día son tan pobres en todas las enseñanzas antes nombradas? Yo estoy muy de acuerdo con Vargas Llosa en que la cultura es de pocos. Tengo un libro en mi mesa; su título: “El Principito”.  Su primer página dice: “A Sebastián mi hijo, con todo mi corazón, una feliz navidad y mucha prosperidad para tu vida. Te ama, tu mamá” y firma con su nombre. Tiene fecha del 24 de diciembre de 1997. ¿Por qué mi mamá me regalaba libros a los 6 años?, si tal vez, un niño de esa edad hubiera preferido un “Nintendo”. Con esa historia creo que explico de quién creo yo que es la culpa de la que la sociedad esté como está.

El vacío de la casa, lo llena la calle.